25 sabores de Coppelia (I)

Jorge Gómez
23/3/2017

El centro de La Habana se había desplazado definitivamente hacia la zona del Vedado. La Rampa era una especie de parque de ciudad grande, al que  los jóvenes iban a nada y a todo, a ver y a dejarse ver. En la esquina de L y 23, el cine Warner, famoso entre los circuitos de estreno de la capital, había perdido su nombre americano para tomar el de Radiocentro, para volverlo a perder enseguida, y tomar el nombre cubano y revolucionario de Yara. El hotel Havana Hilton nacionalizado bien temprano, también había cambiado su nombre por el de Habana Libre, y prácticamente era el punto de partida de todo el tránsito, el lugar obligado de todas las citas (amorosas o no) y todos los encuentros.


Foto: Internet

En los terrenos de lo que había sido un hospital más bien sórdido, se acababa de levantar, semejante a un platillo volador, la más grande de las heladerías de la historia nacional, en la que se podía degustar los que vendrían a ser también los mejores helados de esa historia, émulos declarados de los tan encumbrados Howard Johnson, con más de treinta sabores (algunos de los cuales tendrían nombres tan lejanos de nuestra cultura del helado cotidiano como “pistaccio”, “chocolate nuez”, “crema escocesa”, “ajonjolí” o “creme de vie”) y más de veinte especialidades. 

La Universidad de La Habana está a unos escasos trescientos metros. Los jóvenes profesores de Filosofía y los de Letras, los estudiantes de Economía y Planificación, los que estrenaban la carrera de Psicología o los cursos acelerados de Sociología, los trovadores y los poetas más exquisitos, los pintores sin galerías para exponer aún, los latinoamericanos de varios países que después serían guerrilleros (algunos serían mártires), las muchachas que no esperaban a que la FMC las hiciera iguales, los que ganaban el Premio Casa de las Américas o el Premio David como si fuera lo más natural de la vida, sin alboroto.

No fue una bohemia de bares y cantinas, de consumos exóticos o rebuscados. Bastaba un helado, incluso el más común helado de vainilla, para estar, hasta bien entrada la noche, tratando de componer un mundo en que todos (hasta los más preclaros pensadores de generaciones anteriores) éramos puros diletantes.

La música bailable

Probablemente, mi mejor amigo de la adolescencia fue Ángel Hernández.  Él tenía una particular habilidad para simplificar y hacer simpáticos los enunciados más difíciles de cualquier filosofía. Ambos éramos fanáticos de la música. Él tranquilizaba mis tormentos existenciales, cuando me decía, con total convicción: “En Cuba, el deporte es la pelota; y el arte, la música… La música es la música popular… y la música popular, la bailable”. Quiero que este sea mi homenaje a ese joven eterno que lamentablemente, ya no estará más con nosotros. Voy a comenzar precisamente por ahí.

En aquellos momentos, se había consolidado uno de los hechos más significativos en la historia del baile popular: el estilo “casino” y la llamada “rueda de casino”, una curiosa mezcla de sabrosura criolla y giros de rock and roll.

Ya la Sonora Matancera era sólo un recuerdo, pero el Conjunto Casino era imprescindible. Faz, Ribot y Espí cantaban (los tres en un solo micrófono, como exigía la época), y se podía ver fácilmente cómo viajaban los camaroneros, encendiendo estrellas en el litoral, y había que parar de bailar una, dos, tres veces según se parara la bola.

Chappotín, Lilí Martínez y Miguelito Cuní saborean el quimbombó que resbala, venden el saco de carbón a tres quilos, comen candela, y se salpican cuando el tiburón se baña. 

Las Orquestas América y Aragón, habían trasladado a los ’60 el sonido charanguero. Abelardo Barroso, que ya entonces era una persona “mayor”, pegó a la Sensación. Dijo que era guajiro y que venía de Cunagua, pintaba a Matanzas confusa y las Cuevas de Bellamar, y nunca se cansó de pedirle a Macorina que le pusiera la mano aquí. En la Orquesta de Neno González, un cantante atormentado reclamaba dramáticamente a la amada no saber besar ni estrujarse en una boca —“porque eres cobarde”—, y concluía con un apoteósico marañón, que definitivamente le gustaba mucho más.

Desenfadado e informal, irreverente y maravilloso, el Beny cantaba a Santa Isabel de las Lajas, querida; a Cienfuegos, la ciudad que más le gustaba; a Santiago de Cuba, policromada estampa criolla que derretía el sol; a la Bahía del Manzanillo, donde pescaba la luna en el mar… tantos lugares inmortalizados por una sola voz, como la camarera que le servía un trago de ron y tomaba cerveza junto a su corazón…

El grupo LuluYonkori había dado la sopita en botella a todo el país, en el primer guaguancó grabado en disco (“El vive bien”, 1956).

Rumbavana nos descubría a Juan Formell cuando Van Van era sólo un proyecto y al Son de Adalberto, cuando todavía no se pensaba en Son 14.

Pello el Afrokán, hacía mover a toda la isla con el “Mozambique”, un ritmo tan explosivo como efímero. 

Al frente de Los Bocucos, un conjunto en el que Ibrahim Ferrer tocaba el güiro y hacía coros, Pacho Alonso no quería piedra en su camino. A él no le importaba que le dijeran feo, pero, como Faustino Oramas, estaba preocupado porque en Guayabero le querían dar.

La canción y el bolero

De todas partes nos llegaba alguna canción. De Francia, valía la pena el armenio-parisino Charles Aznavour, a pesar de algunas traducciones al español con kitsch de campeonato, y Jean Ferrat (a partir del éxito taquillero de La vieja dama indigna).

De Italia, estaban recién entrando las canciones de Sergio Endrigo, en sus originales y en versiones de Roberto Carlos o Dyango. Pero eran “convoyadas” con Rita Pavone (¡ay, aquella lamentable versión de “If I had a hammer” de Pete Seeger!), y con lo bueno y lo malo de las canciones que andaban en el entorno de los festivales de Sanremo.

De España nos llegaban, por supuesto, muchas más propuestas. De modo que al notable descubrimiento de Joan Manuel Serrat, había que sumarle Karina, Marisol, Rocío Durcal en su etapa española, Raphael, Nino Bravo, Juan y Junior… y todo lo que hoy suele llamarse “la década prodigiosa”, y que entonces le llamábamos “la música de Nocturno

Esa misma música multiplicada nos llegaba de América Latina. Sería interminable la lista, y habría de todo como en botica. Pero habría que destacar a los Buckis, de México, y al argentino Leonardo Favio, quien quizás simplemente le regalara una rosa, a la que fue suya un verano, solamente un verano.

En Cuba, el temperamento de Lourdes Torres, recién salida de Los Modernistas, creaba un desafiante estilo feminista que ha permanecido por muchos años casi intacto en nuestra cancionística. Martha Strada rompía muchos esquemas interpretativos, y lograba hacer una versión de “La mamma” más dramática aún que el ya dramático original de Aznavour.

El bolero de los ’60 tenía sus héroes. Orlando Vallejo, dueño y señor de las victrolas. Orlando Contreras “la voz romántica de Cuba” al que nada lo colocó tan en la cima como “Un amigo mío”, el primer “Rashomon” bolerístico de la historia. José Tejedor, el maestro del bolero moruno. Ñico Membielaque tuvo un éxito rotundo con lo que hoy se llamaría un mashup que unía el viejo bolerón mexicano “Contigo” con otro, llamado “Besos salvajes”, de confusa paternidad y texto de José Ángel Buesa, pero nada lo haría tan popular como aquel “Boxeo de amor”, un antecedente insólito de la canción erótica. Y, por supuesto, Lino Borges, su corazón hecho cristal y su irrepetible versión del clásico mexicano “Vida consentida”.

Hubo muchos cuartetos entonces. Pero habría dos llamados a brillar con luz muy especial.

Los Meme convirtieron en hits nacionales todos los temas de Meme Solís, y piezas tan distintas entre sí como “El torrente” y “Sans toi”, el hermoso tema compuesto por el francés Michel Legrand para el film Cleo de 5 a 7 (Agnes Varda, 1962).

En el otro extremo de la cuerda, cuatro jóvenes pobres y habaneros, conocedores de todas las vicisitudes de la vida mundanal, saltaron del barrio a la inmortalidad en poco más de dos años, con el nombre de Los Zafiros. Las muertes de Ignacio y Kike Morúa en plena juventud dejaron en todos una desconcertante sensación de vacío. 

La música “americana”

Ya habían pasado los mejores momentos de Elvis Presley, y los éxitos de Bill Haley (con su guitarra, su busca novio y sus Cometas) eran, cuando más, un eco que se iba perdiendo a la distancia. A decir verdad, ni James Brown, ni Janis Joplin y mucho menos Jimi Hendrix tuvieron gran impacto en el sonido que circulaba en las calles cubanas de los ’60. “Woodstock” era sólo una referencia para algunos entendidos. En su lugar, llegaba una música más “aséptica”, diseñada por la industria del entretenimiento, con talentos como Paul Anka (¡ah, aquel disco memorable, al que por acá se le llamaba Los 15 de Paul Anka, imprescindible en toda fiesta adolescente!). 

También acreditable a Nocturno es la entrada de algunos clásicos de la música soul, los imprescindibles sonidos del silencio de Simon&Garfunkel, y el mítico cuarteto The Mamas and the Papas (“Monday, Monday”, “San Francisco”), que nos convocaron a otra manera de escuchar la música “americana”.

Todavía era raro escuchar a Bob Dylan o Joan Baez, y aún más a Leonard Cohen. Nadie había invitado a Lennon a sentarse en un parque habanero, y tener una placa de los Beatles era pasaporte seguro para ser invitado a todas las fiestas de los socios de la Universidad.

La era ya estaba pariendo un corazón, y ese año moría el hombre de ese siglo… allí. Pero esas canciones llegarían en el 68, poco después de que descubriéramos a Silvio, en uno de esos programas musicales de la televisión de entonces, contándonos su sueño de colgado y la sed de amor de una bruja amiga. Fue una sacudida. ¡Violenta!

La necesidad del “arte y la cultura de la Revolución”

En las otras esferas, los años ’60 serían un verdadero torbellino de ideas: todo era puesto a prueba, todo era discutible, las verdades eran —cuando más— relativas, “ni César, ni burgués, ni Dios”.

Lunes de Revolución

Desde el propio periódico Revolución, órgano oficial del Movimiento 26 de Julio, y apenas unos meses después de aquel enero del 59, se comenzó a mover el pensamiento. Convertido ya hoy en una especie de mito, el sorpresivo suplemento cultural Lunes de Revolución podía darse el lujo de hablar desde una poética de vanguardia impensable sin una verdadera revolución del pensamiento. Virgilio Piñera, Antón Arrufat, Pablo Armando Fernández, Fayad Jamis, Ambrosio Fornet, Lisandro Otero, convocados por Cabrera Infante, como Goytosolo y Carlos Fuentes, eran el cotidiano, donde había también diseños de Raúl Martínez y Tony Évora, fotos de Korda y de Raúl Corrales, y los crípticos dibujos de Chago Armada, quien, para asombro de muchos de nosotros, había escrito la mayoría de las canciones del Quinteto Rebelde.

La Casa de las Américas

Muchas veces, las instituciones, como tantas otras invenciones humanas, se parecen a sus líderes. La Casa de las Américas fue fundada en el mismo 1959, y tuvo al frente, por más de veinte años, a Haydée Santamaría.

Poco a poco, comenzaron a llegar, desde todas partes, narradores y poetas, pintores y escultores, ceramistas, las más variadas gentes y oficios de teatro, sociólogos, historiadores, folkloristas y cantores que iban poblándola como una aldea mágica, donde podían coincidir, a la hora menos pensada del día menos pensado, digamos Julio Cortázar, Pete Seeger, Roberto Matta, Roque Dalton, Roy Brown, Argeliers León y Regis Debray.

Comenzó a ser una moda juvenil asistir a cuanto evento se produjera en la Casa. El Premio Literario Casa de las Américas era seguido como se siguen en otras latitudes las ceremonias de los Oscar y los Grammy.

Un buen día, la Casa convocó a un encuentro de la “canción protesta”, que tendría ecos impredecibles. La entonces joven (y siempre incansable) Estela Bravo tuvo a su cargo la organización de ese evento sin precedentes. En la propaganda del encuentro, apareció por primera vez la hermosa rosa sangrante diseñada por Alfredo Rostgaard, que sigue dando la vuelta al mundo como símbolo de la canción comprometida.

 

Texto leído por el director y uno de los fundadores del grupo Moncada, en la primera mesa del Coloquio por los 50 años de la creación de la revista Pensamiento Crítico.