A bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional

Ricardo Riverón Rojas
29/8/2019

A inicios de la década de los sesenta, el Estado cubano, fiel a la máxima martiana de que ser cultos es la única forma de ser libres, comenzó las acciones encaminadas a llevar la cultura a los lugares más apartados del país. El “carro del ICAIC”, la Orquesta Sinfónica Nacional, el Ballet Nacional del Cuba, el Folklórico, Danza Contemporánea, numerosos grupos teatrales, el Lírico y el elenco del programa Palmas y Cañas, entre otros, fueron presencia frecuente en comunidades periféricas nunca antes beneficiadas por esas ofertas.

 A inicios de la década de los sesenta, el Estado cubano comenzó las acciones encaminadas a llevar
la cultura a los lugares más apartados del país. Foto: Granma

 

La política cultural, como línea estratégica paralela de una política educativa que había barrido el analfabetismo en un año, y de una lógica socialista que reivindica el derecho de todo el pueblo a acceder a lo más depurado de las expresiones artísticas, tuvieron un hondo impacto en una población que poco a poco se fue identificando con sus propuestas. Lo promovido devino paradigma. Toda una generación creció en contacto con esa cultura, que dejó de ser “alta” para asumir la estatura de todos sin perder la excelencia.

Claro que se dieron situaciones pintorescas, como esa de la frase que da título a este artículo; casi siempre se materializaban en carteles de anuncio. Cito solo otro ejemplo: aquel que, para promover la presencia de la Orquesta de Música Moderna de Las Villas y del comediante Chaflán en una comunidad, invitaba a ver “La orquesta de M.M. y un payaso”.

Posteriormente, con la instauración de la política de las diez instituciones culturales básicas, se inundaron los municipios y poblados de espacios de intercambio. A ello se unieron otros planes, como el Turquino-Manatí, el Programa Nacional por la lectura, las semanas y jornadas de cultura, los festivales de aficionados, y un sinfín de acciones que demostraban la voluntad estatal de darle continuidad a aquellos impulsos fundacionales de la Revolución triunfante.

Entre las variadas ofertas de aquellos tiempos siempre aprecié las facilidades articuladas para que los lectores accedieran al producto de su preferencia. La biblioteca disponía del bibliobús, y valiéndose de un activista voluntario (yo lo fui en el batey del Central Camita) cumplía con mediana efectividad su función de promoción de la lectura, con colecciones renovadas periódicamente. La librería, por su parte, se valía de lo que llamaban “librería social” para concretar, también con participación voluntaria, su gestión de venta y promoción; luego se activó el comisionista, a quien le correspondía un 10 % de lo que lograra vender. Ambas experiencias formaban un sólido haz y rendían sus frutos.

 “La biblioteca disponía del bibliobús, y valiéndose de un activista voluntario cumplía con mediana
efectividad su función de promoción de la lectura”. Foto: Pinterest

 

Al menos en Villa Clara, en la actualidad no existe el bibliobús, y la librería social, junto con el comisionista, son experiencias abandonadas hace casi dos décadas. Sé que las restricciones económicas que el bloqueo impone han hecho que los recursos de que se valían dichas experiencias se deterioraran y desaparecieran, especialmente el bibliobús. Pero me atrevo a preguntar si no es posible reactivarlas con otros medios, en pos de lograr que la presencia del libro sea sistemática, y no eventual, en algunas de las comunidades geográfica e institucionalmente desfavorecidas.

Si una pequeña porción de los recursos disponibles para ofertas de dudoso y costoso despliegue, concretadas en las ciudades, se pusieran al servicio de proyectos como los referidos —a los cuales sumo las empobrecidas bibliotecas escolares— tengo la certeza de que se podrían reanimar, quizás variando mínimamente sus principios inaugurales. La retribución de los activistas, siempre sobre la base del resultado que obtengan, sería uno de los puntos a modificar, sin que ello implique ampliación de las plantillas.

Comprendo a la perfección el proceso socioeconómico que caracteriza a nuestra actualidad, con la migración creciente hacia las ciudades y la despoblación acelerada del espacio rural, pero aún queda viviendo en los campos cubanos alrededor del 20 % de la población, y no merecen el abandono. Por otra parte, sabemos que la filosofía de la extensión cultural no solo beneficia a los receptores, sino también a las instituciones que la practican, aunque no siempre las ganancias se expresen en términos monetarios.

Sabemos que el libro no es solo una mercancía, pero también lo es, y me acompaña la certidumbre de que los planes de venta de los centros provinciales del Libro y la Literatura se beneficiarían notablemente con la reasunción de aquellas variantes. Lo sé porque comencé a trabajar en una de esas instituciones en 1990 y el peso de lo que aportaban al cumplimiento de los planes de venta tenía su peso.

El pronunciamiento ha ido por una parte y la práctica por otra. Y no es que no existan experiencias de extensión, pero demasiadas veces vemos que las casas de cultura comunales lo que ofrecen es la llamada “música mecánica”, escogida de manera aleatoria por el operador de audio. E insisto en que la mayor parte de las instituciones provinciales y municipales conciben la presencia del libro en esos espacios de manera fragmentaria.

A inicios del presente siglo, tras los pronunciamientos de Fidel, se activó una red de producción de libros que puso énfasis en dar oportunidad de publicación a los autores residentes en municipios. El lado flaco de aquellas acciones, según mi parecer, estuvo dado en que el beneficio de los receptores no estuvo a la altura del que les correspondió a los emisores. La oferta superó con mucho a la demanda, y los inventarios de las librerías crecieron.

Foto: Granma
 

No es mi intención poner a competir al libro o la oferta literaria con otras disciplinas, pero se sabe que este trabaja en una esfera de la receptividad que prioriza, por encima de la del disfrute sensorial, el componente reflexivo y la configuración de una conciencia histórica y estética. El megaevento que constituye la Feria Internacional del Libro a lo largo de todo el país no puede obnubilarnos e impedir que captemos la existencia de zonas de silencio donde la atención sistemática decrece o desaparece.

Termino con una última inquietud. Existe una ley llamada Depósito Legal que establece que a cada biblioteca provincial deben entregarse siete ejemplares de la producción editorial de los territorios. No quiero aventurarme en una afirmación sin el sustento pleno de una comprobación que no tengo, ni dar como general una afirmación que pudiera ser solo parcial, pero no por ello me abstengo de la pregunta: ¿se cumple con esta disposición? No estaría de más revisarlo.