A dónde van los títeres

Rigoberto Rodríguez Entenza
29/3/2017

El devenir de la praxis teatral ha demostrado que la elección de un buen texto propicia ganancias anticipadas. Claro, para ello es necesario que el director y el elenco hagan una lectura imaginativa y propongan una puesta en escena cuyos trazos adoben la historia y, con ese agregado, cobre matices auténticos, capaces de entonar con la tradición escénica y dialogar con sus contemporáneos. Con la selección de la obra A dónde van los ríos, de la actriz y dramaturga matancera María Laura Germán (1980), Pedro Venegas ha resuelto tal premisa, pues la versión del cuento homónimo, Los tres pichones, de Onelio Jorge Cardoso (1914-1986), goza de una cuidada factura y singular lirismo.


Los tres pichones, puesta de Teatro Paquelé. Fotos: José A. Rodríguez Ávila

Gracias a dicho paso, Pedro Venegas, director de Teatro Paquelé, convoca al público a una representación cuya principal virtud es la asunción y el respeto por lo escrito. Lo mismo que hiciera la dramaturga cuando decidió reescribir el exquisito cuento, desde la escena. Desde la aparición de Los tres pichones (1974), no pocas han sido las versiones. Quizá, la estructura dramatúrgica, intensa y, por consecuencia, progresiva, y la organización de su cadena de sucesos, aseguran que la fábula llame la atención de los directores de teatro. Esto, además, obedece al hecho de poner bajo el cenital una cuestión ineludible para el ser, en el sentido shakesperiano del término; porque de lo que se trata es de la persecución de un anhelo legítimo y su capacidad de vencer obstáculos.

Los tres pichones quieren hacerse marineros y entre el humor, el tono a veces picaresco y el ansia de no detenerse ante los desafíos, emprenden su viaje y, de paso, nos recuerdan que la verdadera razón es hacer lo que los sueños dicten, pues la obediencia, el complacer con lo que no se quiere, solo conduce al desconcierto, la tristeza. Es con dicha pauta que María Laura Germán afronta su visita al cuento; va a su orden interno y extrae la sabia de ese autor que se conoce, merecidamente, como “el cuentero mayor” y, desde allí, regresa con aportes valiosísimos. Es un hallazgo fundamental, en primera instancia, el alto lirismo, la conmovedora belleza de la escritura, concentrada en otorgarle nuevos dones a los símbolos. Los parlamentos son limpios y frondosos, generadores de lecturas diversas, pero siempre desde la esencia. El juego con el lenguaje se torna verdaderamente grato, lleno de una musicalidad deleitosa, con giros constantes, con una carga subyacente que a ratos pareciera acudir a varios puntos de vista y siempre retorna al conflicto principal en el que se ven enrolados los personajes.

En la puesta en escena hay un diálogo cuasi mimético con el guion y eso, lejos de ser una limitante, es una virtud. Se presenta la historia como una mirada a nuestro tiempo. Los tres pichones van al mar como evidencia de la fe en sí mismos. Es en esa travesía donde se coloca la pasión de vivir y es con ese viaje que comienza la complicidad con el espectador. La actriz, Ana Betancourt, con una atendible experiencia, va sorteando dicha concepción, y sale airosa. Para ello se le ha diseñado un vestuario que juega con la belleza del resto e impone una imagen con la que se logra una identidad, un diálogo próspero. Es importante apuntar que la obra exige entrega y cuidado en las transiciones, y para responder a ese dilema de la profesión, su personaje se ha concebido con la coherencia necesaria y una animación de títeres creíble.


En la puesta en escena hay un diálogo cuasi mimético con el guion.

A esta altura de las palabras, es prudente recordar que se trata de un espectáculo unipersonal, en el que se mezcla la actuación de la actriz con la presencia de títeres, y es justamente en esa ambivalencia donde a veces se notan pequeñas fisuras, atribuibles al todavía escaso número de funciones. Para consolidar el trabajo actoral, se debe cuidar la cadena de acciones físicas hasta en sus más menudos instantes. No es una obra del cachiporreo tradicional, es un lenguaje escénico en el que lo poético es sustantivo y, por eso mismo, cobra intensidad, incluso en las zonas de silencio, cuando acción y ambiente hablan de una manera esplendorosa, lo cual es más bello cuanto más se aproveche.

La marinera interpretada por Ana Betancourt, es no solo la titiritera, es quien pone su alter ego en los muñecos y, con ellos, se la juega en esa aventura a la que ha llegado con esa maleta que se extiende y es paisaje frondoso y río y es la inmensidad del mar, donde el viaje es la alegoría del equilibrio entre la imagen externa del ser humano y su universo interior.

El caracol, los tres pichones y esos espacios en los que tienen especial significado el nido y su paisaje, el barco, el mar y su anchura, todo es parte de una narración genuina, condimentada con motivos que por su vitalidad, aportan ritmo al hecho escénico, a la historia que se asienta en el diálogo social, en la familia que debe escuchar las voces de los tres, de todos los pichones, de sus mundos abiertos, dispuestos a lo secular, enunciado con tino en las palabras del programa de mano, escritas por Blanca Felipe Rivero (1963). Habría en esa arista que mencionar la exquisita manera de concebir “el alcatraz”, un personaje que tanto en el cuento de Onelio Jorge Cardoso, como en la obra de María Laura Germán, tiene un carácter de connotaciones mayores. Estamos, sin duda alguna, ante la voluntad de sumar un espacio espiritual movilizador, fuente de emociones que llaman a ser parte del viaje, con los riesgos que ello implica.

Lo merece un diseño de títeres y escenografía elaborados con buen gusto, donde no hay ruido alguno. Las figuras, desde su entrada misma, crean cuadros visuales que se agradecen. Cada vez que la luz abre un paisaje, el espectador entra en un universo imaginado desde lo hermoso. A ello agréguese la banda sonora, que captó el tono de la obra para alcanzar una confluencia orgánica a todos los componentes del discurso teatral y darle una armonía al conjunto. Con ese contexto sonoro, el músico Carlos Manuel Borroto consigue atemperarse al grupo y logra verdaderas joyas musicales.

Así, Teatro Paquelé retoma el camino del que nació, cuando estrenara Pelusín y los pájaros (2002). Lo hace con humildad, sin grandilocuencia alguna. Son los títeres, es el viejo juglar que atraviesa siglos y llega con su maleta para contarnos una historia profundamente humana, cara a los seres de hoy, los que al apagar las luces aplauden llenos de preguntas y felices.