A su paso

Laidi Fernández de Juan
6/12/2016

Motivada por diversas opiniones (a favor, en contra, discretas unas, acaloradas otras), y ante la pregunta de ambas partes (“¿no vas a decir nada?”), me decido al fin. Si de adherencias se trata, me apunto, sin ninguna duda, al bando de los dolientes. Todavía cuesta creer que Fidel no esté. No Castro, ni El Presidente, ni Comandante, ni Compañero, ni Combatiente, ni Primer Secretario, ni El Caballo ni El Hombre ni El Jefe. Solo Fidel, ese nombre que solíamos pronunciar acompañado del gesto de una barba que ya no estará más entre nosotros, sus sobrevivientes.


Foto: Archivo La Jiribilla

Llevamos un duelo que nadie sabe cuánto va a durar, pero que sentimos hondo y se cuela hasta el tuétano: un luto que, aunque luchemos por evitarlo, nos paraliza. Han sido días plomizos: más de una semana que pareció infinita en su lentitud sin piedad, pese a lo cual, hubiéramos querido eterna. Como si pudiera ser posible decirle a una urna “No te lo lleves todavía”. Muchos amigos de muchos países envían hermosos mensajes de condolencias; desfilamos por la Plaza; hicimos enormes colas para llegar al Memorial; acudimos luego a la  calle para despedirlo agitando banderas; escuchamos grabaciones con su voz; vimos montones de documentales; asistimos a más de una despedida; y, sin embargo, todavía no damos crédito a su muerte. De cierta manera, llegamos a creer que Fidel era inmortal. Que siempre estaría ahí, al alcance.

No puedo calcular con exactitud los años que han pasado desde la última vez que este pueblo se movilizó masivamente con tanto vigor, con tanta disciplina, con un respeto inusitado entre nosotros, bulliciosos, caóticos y desbordantes por naturaleza. Quizás fue en octubre de 1976. Tener quince años y contemplar las calles y la Plaza repletas de hombres, mujeres y niños llorando por los rincones, en las aceras y en los portales, esperando qué diría Fidel cuando fueron masacrados los ocupantes de un avión que estalló en el aire de Barbados, marcó mi vida. Es buen momento para confesarlo. Las primeras lágrimas cubanas que vi brotar en público, justo es decirlo, anteceden en casi  una década a ese 1976, pero es un recuerdo más bien borroso. Fue cuando asesinaron al Che. Los niños y las maestras lloramos en el patio de la escuela, y luego vimos llorar a nuestros padres, y a un Fidel contenido a duras penas mientras leía la carta y daba la noticia.

Desde entonces, millares de actos nos convocaron, pero como el de estos días, ninguno. Un amigo de Santa Clara me comentó “Solo vi tanta gente reunida cuando entró Fidel por esta ciudad”. Paradojas de la vida, pienso, multitudes se agolparon para recibirlo en 1959, y ahora, en 2016, en un gesto luctuoso.  No viví ese año que estremeció a Cuba y a gran parte del mundo, pero si fue así como me cuenta mi amigo, (y le creo, claro está), entonces Fidel lleva en sí el privilegio del amor de un pueblo que lo recibió y lo despide con igual intensidad. Parece mentira que hayan pasado cincuenta y siete años, y, sin creerlo aún muerto, sigamos inclinándonos a su paso.

7 de diciembre, 2016.