Alberto Marrero: la literatura como ceremonial apotropaico

Rafael de Águila
19/2/2019

No mates a Mayakovsky, el cuarto volumen de cuentos de Alberto Marrero, acaba de ser publicado —en magnífica edición— por Ediciones Loynaz, de Pinar del Río, y reúne lo mejor de la obra narrativa, cuentística del autor, quien ya cuenta con avales, de rotunda calidad, a partir de la publicación de obras anteriores de ese género: Último viento de marzo, Premio Loynaz 2003, Los ahogados del Tíber, Premio Wichy Nogueras 2004, y Efecto Babel, 2007, Letras Cubanas.

Alberto Marrero Fernández. Foto: Cubaliteraria
 

En puridad, No mates a Mayakovsky podría definirse como un greatest hits, un libro que reúne los grandes éxitos en la cuentística de Alberto Marrero, 17 cuentos, cifra que, en un escritor para el cual lo místico aúlla en derredor, no debe tomarse por mera casualidad: el anagrama de 17 —en numeración romana— al leerse en latín, se traduce como HE VIVIDO, de ahí que en Italia se tenga al 17 como guarismo fatal. Pero al escritor que es Alberto Marrero la numerología, al menos esa desde la cual se invoca a la fatalidad, no le espanta. Y no le espanta porque para los buenos escritores la fatalidad es una prostituta desdentada que ellos, los buenos escritores, el buen escritor que es Alberto Marrero, pone en fuga. El soberano oficio y la desbordante fantasía, la persistencia en esa dualidad, esa suerte de ser corpóreo, de gnomo escritural, de arcángel acompañante, asiste al autor y saca la lengua y desmanda, en retirada, al ectoplasma desdentado.

El 17 es también el tercer número primo de Fermat, podría decir un matemático. Número que, según Carl Friedrich Gauss, se emplea para construir heptadecágonos. Vaya por Dios. Resulta que en Geometría un heptadecágono es un polígono de 17 lados y 17 vértices. El mismo Gauss, se dice, anheló que un heptadecágono fuese su lápida, pero el artesano encargado de ello no logró la figura, dada su enorme complejidad. Precisamente eso, el heptadecágono que no logró aquel artesano, nos traza desde este libro Alberto Marrero. Un heptadecágono que —desde mi punto de vista— reúne lo mejor de su narrativa. La corta. El cuento. Porque Alberto Marrero acaba de ganar el Premio Alejo Carpentier con su primera novela. Y no ha logrado el autor este libro, en modo alguno, para consignar una lápida, no, esa pancarta luctuosa que denota muerte, no, sino para bosquejar, jubiloso y sagaz, una brújula rotundamente imantada de vida. Porque eso precisamente trasuda este libro y la narrativa de este autor: vida. Vida con los puros colores de Eros y, como tal, negador sempiterno del injusto y luctuoso Thánatos. Cada cuento de ese heptadecágono que es este libro grita, a voz en cuello, a voz en hombro, el cuello y los hombros de cada uno de sus lectores, el cuello y los hombros de todos, en favor, honor y loor a la vida.

Se dice que Leopold von Sacher Masoh deseó escribir acerca de las grandes pasiones humanas y erró. La narrativa de Alberto Marrero resulta un compendio de las más grandes —y traumáticas— pasiones humanas: amor, muerte, sexo, envidia, violencia, arte, traiciones, olvidos, deseos insatisfechos, narrativa esta que cabalga a lomo de un espectro vasto, un duende que asciende hasta el realismo más rotundo para navegar, brújula segura, hacia las ignotas regiones de lo fantabsurdo, palabra que —me temo— derivo de la fantaciencia cortazariana para, después, recalar en las costas, siempre escarpadas y adornadas por traicioneros promontorios, de la Historia. Realismo, fantabsurdo e historia, he ahí las tres vertientes de la narrativa de Marrero, de ese heptadecágono que nos regala este artesano de la palabra.

He ahí historias como Cien escalones y Livio, que nos inundan de un realismo de tintes, por un lado románticos y soberanamente eróticos; en el otro imantado por la lucha —a brazo partido, brazo destrozado, se diría, brazo vencido—, esa batalla en la que se pelea por la vida, esa en la que del otro lado se ensaña la desdentada y furibunda dama fatalidad, lucha en la que, urge reconocerlo, no siempre, ¡no siempre!, como acaece en este relato, la vida logra propinar el nocaut a la muy falaz y acechante dama desdentada.

Del otro lado, sin embargo, se alzan relatos como Ballena azul, en el que una muy bella adolescente sueña corporizarse en uno de esos cetáceos y, ante el recalo de uno de ellos en la rada habanera, se las arregla para marcharse con el espécimen, relato este henchido de innegables reminiscencias transformativas kafkianas, y en el que, no obstante, distingo cierto momento otro, esta vez desde la obra de otro autor en lengua germana, Herman Hesse, aludo a ese otro instante literario, aquel en el que Joseph Knech, el magister ludi, se funde en las aguas de un lago, en El juego de los abalorios. Aventuro que estos elementos llegan desde tales metatextos, dado que Alberto Marrero es un narrador en el cual lo metatextual, el espacio cultural que se revuelve debajo de la línea de flotación de ese iceberg que es el texto, de ese iceberg que es su literatura, resulta determinante. Digámoslo abiertamente: Alberto Marrero es un narrador místico. Un misticismo pagano. Su narrativa —como, en especial, su excelente obra poética— está henchida de alusiones, simbologías, mitos, ritos, todos ellos vértices de ese heptadecágono mayor que es la Vida, la vida con mayúsculas, y que recibe torrentes multiformes llegados desde la Literatura, el Arte, la Historia, la Sicología (véase si no un texto como Ingrid, que se asoma teñido por ciertos hálitos de paisaje borgeano), o ese otro, La sangre de los pelícanos, (explicable solo desde la poesía, desde el efecto místico que todo lo anuda y encadena, texto donde la vida que llegó —alimento mediante— desde un pelícano, se devuelve —alimento mediante— a esas aves), y todo ello finamente engarzado —se diría que con la maestría de un artesano que sí sabe lograr heptadecágonos— en la más costumbrista cotidianidad del entorno en el que se vive, se muere, se ama y se desama. Podríamos aludir a un ritocostumbrismo. O un costumbrismo feérico. Ese: un costumbrismo feérico. Alberto Marrero presenta la cotidianidad más rotunda para, a renglón seguido, de la mano de un elemento que podríamos llamar desdibujante, desdibujar esa cotidianidad con idéntica rotundidad en función de arrojarnos a una cotidianidad otra, para nada cotidiana. Desde estos vértices fluyen relatos de fantasiosa absurdidad borgeana, kafkiana o cortazariana, como acaece por ejemplo en El cristal de la vida, La muñeca, Camino de humo, El Pintor y La mansedumbre de los elefantes, título este último per se que denota cierta innegable astucia autoral en un libro que exhibe no pocos títulos de esa naturaleza. Y es precisamente de la mano de estos relatos, los mencionados, en los que el autor alcanza las más altas cotas. Tomemos, por ejemplo, Camino de humo, pieza narrativa que puede levantarse por derecho propio ante cada lector como la muy equilibrada y perfecta joya de un orfebre, pieza en la que van a mixturarse tres planos narrativos, a alternarse, a reproducirse en progresión geométrica, genésica para, desde esa progresión, hacer progresar el relato mismo y llevarnos a todos sus lectores, a empujones, empujones llenos de las ansias por desambiguar la historia. Camino de humo es un relato en el cual el Arte, en este caso el pincel con el que el artífice se abalanza sobre el lienzo, resulta el elemento genésico, ese que hará brotar /vibrar /volar la historia toda. Por si fuera poco, el autor elucubra, en el cuento siguiente, El pintor, una suerte de saga, de vaso comunicante entre esos dos relatos de un mismo libro, un relato ofrece las respuestas y las visiones de las que nos priva el otro, relatos en los que con fino pulso —de escritor y de místico, ¿o quizá sean uno los dos?— se va a invertir el fiel, el terreno, el nivel de realidad, el punto de vista, diría el maestro Heras León, desde el que descansan las historias, una afincada en una plantación esclavista del siglo XIX; la otra en un solar de la muy solariega Habana, solar que bulle y rebulle en este muy solariego siglo nuestro. En ambas historias el artífice va a emplear su sangre para bosquejar filigranas de color sobre un lienzo que, a su vez, va a bosquejar cuanto en realidad en la pura vida acaece. El Arte como útero del Arte como útero de la Vida. La Literatura, cuanto de humano se geste, se lee entre líneas, deviene ente genésico y vivificante en función de aliarse al bíblico “levántate y camina, resurge et ambulla, Literatura que debe urdirse / fundirse con el aliento, el color, la fuerza y el caldo mismo de la vida.

Foto: Uneac
 

Una variante del fantabsurdo en Alberto Marrero resulta lo que podríamos tomar como fantahorror en historias como Cucarachas, bonsáis, En Londres ya no hay niebla —otro título, convendrán sus lectores, de verdadero lujo autoral— o esa suerte de orgía fantasmagórica que se agita en un texto como Sin destino, para el cual se me encima no un metatexto literario, sino cinematográfico, de la mano quizá de un Tarantino, o del excelso Kubrick de Eyes wide shut.

El heptadecágono, sin embargo, muestra otra de sus vertientes: ese ángulo de escarpadas furnias que llega —proceloso— desde la Historia. He ahí entonces un texto como No maten a Mayakovsky, entre lo más relevantes y maravillosamente trazados de este libro —bien se sabe que de la mano del humano gusto todos detentamos preferencias—, otra joya de orfebre, pieza en la que corretean los momentos finales en la vida, diríase que los momentos iniciales en la muerte, las diferentes hipótesis —suicidio /asesinato— del poeta soviético, Vladimir Mayakovski. Este relato exhala tal sobrio verismo que, en una primera lectura, y tal vez esto les suceda a sus lectores, se me antojó escrito por un compatriota del poeta, es decir, escrito por un ruso.

No debe obviarse en esta madeja de urdimbres metatextuales que el Arte obra como elemento genésico, como sacra posibilidad de mutar la historia, la pasada, de sanar, reparar, rehacer, desde la recreación literaria, desde la literatura como rito apotropaico, como si reescribir la vida, lo acaecido —suerte de eterno retorno nietzscheano— pudiera devenir reformulación y rehechura, arreglo de lo que mal acaeció, en ese contexto no puede obviarse un relato como Los ojos de Constance Dowling. El metatexto salta acá ya no desde las probabilidades —alevosas, desde luego— de asesinato de un poeta, sino desde el suicidio —factual y comprobado— de otro poeta, suicidio atenazado por la soledad y el desamor —terrible el desamor— de sus congéneres. De, como suele suceder, una mujer. Y es que contra los poetas, contra los escritores, contra los humanos todos, se alza lo mismo el desamor del Poder que el desamor de los seres. En este relato bulle el muy trágico suicidio del poeta italiano Cesare Pavese, el atribulado y divino autor de Lavorare Stanca, Marrero nos devuelve a aquella triste habitación de un hotel en Turín, el poeta ha llamado a varias mujeres, ¡todas se han negado a acompañarlo!, ¡todas!, llama finalmente a la mujer que ama, a Constance Dowling, su “amada inmortal” —todos tenemos una—, y, como suele acaecer, la Dowling lo ha repudiado. Esa es la historia real. Lo que sucedió. Es triste. Pero así fue. Otra mujer sabiéndose tan salvajemente amada quizá habría acudido. La Dowling no lo hizo. Para Pavese solo resta la muerte. Y llegó la muerte. Esa, repito, fue la historia real. Mas… el espécimen masculino que se mueve en esta historia, la de Alberto Marrero, no va a suicidarse, no. Al personaje de Alberto Marrero lo femenino no le será adverso, no le será negado el amor, no, precisamente lo eterno femenino, como sostendría Goethe en su divino Fausto, devendrá cuerda salvadora, asidero, Eros vivificante negador del funéreo Thánatos, en una balada en la cual el sexo y la mujer se alzan como atajos a la vida y no como callejones a la muerte. Sexo y Mujer no niegan: afirman. En este hotel, el de acá, el de La Habana, el de este siglo, el que en este cuento nos ha edificado Alberto Marrero, se saca la lengua a la muerte para, de alguna manera, mística y sin embargo muy real, hacer regresar a la vida al mismísimo Cesare Pavese, y es que el otrora cuarto desolado de aquel trágico hotel de Turín se ha llenado de féminas y de cópulas y de amor, de caricias, ¡de vida!, para que la vida de un hombre anule o desmienta la muerte del otro. Nótese que desde ese vértice que es la Historia el autor nos regala dos muertes: una desde un supuesto asesinato estatal y frío; la otra desde el amor, o su antípoda, amor / desamor, esa bipolar ola que nos alza y nos hunde, nos mancha y nos ilumina, nos hace eternos y a un tiempo mortales, nos hace reír y llorar.

No mates a Mayakovsky es un libro en el cual el qué narro y el cómo narro se entrelazan en idéntico gnomo escritural para sacar la lengua al prostibulario ectoplasma desdentado; un libro émulo literario del heptadecágono un día ansiado por Carl Friedrich Gauss, armado este, el de Alberto Marrero, ya no de 17 lados y 17 vértices, sino de 17 cuentos, textos que, sin embargo, más que a un heptadecágono —como la narrativa toda de Marrero— remiten a un astrolabio, a una brújula cuyo norte señala —inequívocamente— el punto mismo de la Vida. Eso precisamente trasuda la narrativa de Marrero: vida. Oficio. Fantasía. Pasión. Es una narrativa que aúlla en la pura jerga de Eros para negar, rotundo y veraz, al muy cruel Thánatos. Si Carl Friedrich Gauss ansiaba aquella extraña figura geométrica jamás lograda para adornar su muerte… Alberto Marrero alude a esa figura para adornar —adornarse y adornarnos a todos— la vida. Literatura como exorcismo. Como ritual genésico. Ceremonial apotropaico. Porque cada cuento de este heptadecágono, ese híbrido de realismo y fantabsurdo —e Historia— que es este libro, que es la narrativa de Alberto Marrero, grita, a voz en cuello, a voz en hombro, poniendo a salvo los cuellos, todos los cuellos, y aliviando el peso sobre cada hombro, todos los hombros, en favor, honor y loor a la Literatura, que es, definitivamente, en favor, honor y loor a la Vida.