Cada nuevo aniversario del natalicio de Martí nos conduce a preguntarnos qué tiene que decirnos a nosotros, ciudadanos y seres humanos de un ya avanzado siglo XXI, ese hombre que vivió en la segunda mitad del siglo XIX. No se trata de encontrar vigencia a ultranza en cada una de sus obras. Se trata de entender que Martí fue un hombre de su tiempo a plenitud, que comprendió su época como pocos, que indagó en los conflictos sociales desde sus mismos orígenes, que estuvo al tanto de los avances de la ciencia y la técnica, así como del pensamiento teórico, tanto en filosofía como en otras ramas de las ciencias sociales, al nivel de un sabio en esas esferas de la actividad creadora del ser humano. Al mismo tiempo, dueño de un verbo privilegiado y de un conocimiento sin igual del español, fue capaz de poner en textos originales, renovadores, todo su caudal reflexivo y poético, de manera que se trata de todo un clásico, pero “sin sombra de vejez”, como alguna a vez escribió sobre él Gabriela Mistral. Ello quiere decir que es, en suma, un hombre de todos los tiempos.

“Lo mismo podía escribir, con igual solvencia poética y capacidad de análisis, de un hecho nimio, que de un acontecimiento magno”. Foto: Cortesía de Kamyl Bullaudy

De ahí se deriva su condición universal, no sólo como cubano, sino como latinoamericano. Era un hombre con una amplitud de miras inusual y estaba atento a todo lo que ocurría a su alrededor con una agudeza sorprendente. Lo mismo podía escribir, con igual solvencia poética y capacidad de análisis, de un hecho nimio, que de un acontecimiento magno. Situemos en esas antípodas, por ejemplo, un texto muy breve, hermosísimo, pleno de lirismo, como “Una novela en el Central Park, inteligencia de las oropéndolas”, dedicado a la construcción del nido por una pareja de esas aves, o esa crónica, que es casi una oda por el sentido laudatorio y el vigor expresivo, que es “Las grandes fiestas de la Estatua de la Libertad.” Entre ambos extremos, cabe un inmenso calidoscopio de temas y recursos, de inquietudes y reflexiones, de saberes y sentimientos.

Su patriotismo raigal no fue nunca obstáculo para su vocación ecuménica. Su mirada amorosa al ámbito insular, conocido de cerca en su infancia y adolescencia, y luego añorado desde el exilio, puede desplazarse cuando es preciso a las culturas precolombinas, a los grandes textos originarios de la cultura universal, a los hechos relevantes en política, ciencia, arte, creación, en suma, en cualquier lugar del planeta, y retornar al terruño, acrecida y tierna, en las páginas incomparables de sus Diarios de campaña. Radicado en Nueva York durante casi quince años, no solo escribió un periodismo vertiginoso, a tono con la realidad de la metrópoli moderna por antonomasia. Al mismo tiempo, ejercía una labor de mediación cultural entre las dos Américas, y alertaba a los pueblos del Sur sobre los peligros cada vez más crecientes que se cernían sobre ellos, y a los que cabía, como hoy, eludir con la habilidad, la firmeza y la unidad.  

“Su patriotismo raigal no fue nunca obstáculo para su vocación ecuménica”.

Como si fuera poco, esa prosa de lujo, en la que se conserva intacta su cualidad mayor de poesía, contribuía de manera decisiva a la fundación del Modernismo, a merced de operaciones culturales inéditas hasta entonces. No olvidemos que detrás de esas páginas deslumbrantes hay todo un proceso de lectura crítico-creativa de textos en inglés, traducción veloz para sí mismo, y reescritura casi simultánea, que da lugar a una eclosión de imágenes, a una efectividad descriptiva y narrativa sin precedentes en nuestra lengua.

Detrás de cada página suya existe un verbo proteico, que se erige con igual vigor y originalidad en el apunte íntimo, la carta personal, la crónica, el discurso revolucionario, el verso, el cuento para niños, o la proclama política. Ese verbo y ese ideario conciernen, en su extensión e intención, a su tierra querida y sus vasos comunicantes con la gran patria americana y las “islas dolorosas del mar”, el vecino voraz, el viejo continente y los pueblos más humildes y aparentemente alejados de nuestro entorno.

Cuando Gabriela Mistral definía a Martí como el hombre más puro de la raza, se refería a su relación de consanguinidad compartida con la hispanidad, de la que él mismo se reconoció siempre como hijo. Hacia ella conservaba, para seguir parafraseando a la chilena, la lealtad del idioma, aunque fuera un insurrecto en lo político. Y esa rebeldía, si bien se encauzaba con prioridad indiscutible hacia la independencia de Cuba, también, y en igual medida, pretendía equilibrar un mundo en el que ya eran frecuentes las guerras de usurpación hacia nuestros países, como por ejemplo, la del Pacífico, en la que un pueblo latinoamericano sirvió de instrumento a las rivalidades imperiales, y agredió y despojó a sus hermanos por el mezquino afán de riquezas y expansión. O la Guerra Estados Unidos-México, que costó a los vencidos grandes pérdidas humanas y territoriales, cuyas consecuencias alcanzan a nuestro presente.

Pero no solo le preocupaban las agresiones directas, por la vía de las armas, o los tratados comerciales leoninos, que ya se sumaban a la política de despojo, o los intentos por fortalecer las ideas anexionistas, o las campañas de descrédito contra nuestros pueblos, tildados de “inferiores”, a las cuales siempre respondió con moderación y firmeza, como fue el caso de Vindicación de Cuba.

Le inquietaban en igual medida la guerra cultural, entonces incipiente, dirigida a lesionar la autoestima de nuestros pueblos, y la emigración latinoamericana hacia los Estados Unidos, un tema preocupante entonces y candente hoy. Las motivaciones, sin embargo, para esta última, eran casi las mismas: el sueño americano se erguía rutilante, como faro que encandilaba a muchos incautos, urgidos por las necesidades económicas, o deseosos de labrarse un porvenir exitoso en lo profesional.

Cuando alude al tema directamente en sus textos, siempre destaca la capacidad de los cubanos que han emigrado para vivir del fruto de su trabajo honrado, como hace en Vindicación de Cuba. Los nombres de José María Heredia, Aniceto García Menocal, Francisco Javier Cisneros, Manuel Márquez Sterling, son tenidos como ejemplos de éxito profesional y grandeza intelectual, pero también de fidelidad a sus raíces y servicio a la patria.

“Detrás de cada página suya existe un verbo proteico”. Foto: Tomada de Canal Caribe

A finales de 1889 tuvo lugar el Congreso de Washington, conocido también como la Conferencia Panamericana. La creación de la unión aduanera de toda América y la implantación de una moneda única y un sistema de arbitraje obligatorio, con sede en Estados Unidos, eran los objetivos centrales de la Conferencia, en la que el republicano James G. Blaine jugaba un rol protagónico en el afán de garantizar la supremacía yanqui en el hemisferio. Martí desarrolló una ardua labor para contrarrestar la estrategia de deslumbramiento hacia los delegados del Sur que trazara el gobierno norteño. La Sociedad Literaria Hispanoamericana, con sede en Nueva York, realizó una velada de homenaje a los ilustres visitantes, que tendría lugar en la noche del 19 de diciembre de 1889. El discurso central lo pronunció José Martí, y en él valoró el peso de la emigración de los países de la América española hacia el Norte. Explicaba así las causas de ese flujo migratorio:

A unos nos ha echado aquí la tormenta; a otros, la leyenda; a otros, el comercio; a otros, la determinación de escribir, en una tierra que no es libre todavía, la última estrofa del poema de 1810; a otros les mandan vivir aquí, como su grato imperio, dos ojos azules. Pero por grande que esta tierra sea, y por ungida que esté para los hombres libres la América en que nació Lincoln, para nosotros, en el secreto de nuestro pecho, sin que nadie ose tachárnoslo ni nos lo pueda tener a mal, es más grande, porque es la nuestra y porque ha sido más infeliz, la América en que nació Juárez.[1]

En el párrafo anterior, además de las razones que motivan la emigración y la propia referencia a los que como él viven allí exiliados, en espera del momento propicio para conquistar la independencia definitiva de su patria, se esboza algo que será la característica distintiva de este discurso: el paralelo histórico entre las dos Américas. Con ese recurso explica convincentemente las diferencias del grado de desarrollo entre ambos territorios. Más adelante dará su visión personal del modo digno en que ha de vivirse en tierra extranjera:

Por eso vivimos aquí, orgullosos de nuestra América, para servirla y honrarla. No vivimos, no, como siervos futuros ni como aldeanos deslumbrados, sino con la determinación y la capacidad de contribuir a que se la estime por sus méritos, y se la respete por sus sacrificios (…). En vano (…) nos convida este país con su magnificencia, y la vida con sus tentaciones, y con sus cobardías el corazón, a la tibieza y al olvido.[2]

Las emotivas palabras, dirigidas no solo a los diplomáticos que acudieron al congreso, sino a la numerosa concurrencia hispanoamericana reunida allí en la fría noche invernal, deben haber calado hondo en los sentimientos de sus oyentes. La patria grande, dejada atrás en busca de mejores horizontes, se perfilaba en el verbo del cubano no como la comarca pobre e infeliz que algunos emigrados no quieren recordar: ella es cuna de los afectos más sagrados y de los ideales más puros. Protegiendo esa zona íntima del ser humano, se presta también un servicio al país de origen, pues la memoria de la cultura propia y de los cariños familiares, es un incentivo para la vida digna y honrada, basada en el trabajo. Los verdaderos propósitos de ese discurso y del análisis que en él se hace de la emigración, los expresaría Martí de este modo en carta a su amigo mexicano Manuel Mercado, fechada el 24 de diciembre de 1889:

(…) y era mi objeto, porque veo y sé, dejar oír en esta tierra, harta de lisonjas que desprecia, y no merece, una voz que no tiembla ni pide (…) Nadie me lo ve tal vez, ni me lo recompensa; pero tengo gozo en ver que mi vigilancia, tenaz y prudente, no está siendo perdida.[3]

Como puede verse, la ejecutoria personal de Martí fue un ejemplo de la dignidad y la firmeza que él mismo esperaba encontrar en sus coterráneos radicados en Estados Unidos, y esto es solo el cabo visible de una madeja extremadamente intricada y diversa.

“La ejecutoria personal de Martí fue un ejemplo de la dignidad y la firmeza que él mismo esperaba encontrar en sus coterráneos radicados en Estados Unidos”.

Tal vez ha sido Martí el único líder que se ha enfrentado al mismo tiempo a dos enemigos formidables: de un lado, el imperio español, ya en decadencia, y de otro, los Estados Unidos, en un momento de expansión a punto de consagrarse como nueva potencia imperialista. Entre esas fuerzas en pugna, eludiendo todos los obstáculos y peligros, emerge, desde inicios de la década de los 80, su labor de alerta a Nuestra América, y posteriormente, su estrategia de preparación de la Guerra necesaria. Ambas tareas se perfilan con tintes magnos, como lecciones permanentes de ética y política. Plagadas de dificultades y obstáculos disimiles, nunca lo hicieron perder su capacidad de amar, pensar y trabajar en bien de su patria y de sus conciudadanos. No olvidemos que las dudas, angustias y zozobras de la vida, aún en medio del espanto, lo condujeron a refugiarse en el amor a su hijo, y a expresar su fe en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud. De esas ternuras del alma nacerá su poemario Ismaelillo, del cual estaremos conmemorando su 140 aniversario en este año. Pero tampoco pasemos por alto que ya casi al final de su vida, el 25 de marzo de 1895, el mismo día que rubrica junto a Máximo Gómez el Manifiesto de Montecristi, redactará otros dos textos emblemáticos por la proyección política y la hondura de los afectos: sus cartas a Federico Henríquez y Carvajal y a su madre, Doña Leonor. 

En las actuales circunstancias que atraviesa la humanidad, y muy especialmente nuestra área geográfica y cultural, es una fortaleza poder contar con ese legado de valores permanentes y con ese ejemplo de entereza y optimismo. Ser martianos significa no solo leer y admirar su obra. Ser martianos significa asumirla conscientemente, poner en práctica su patriotismo, su sentido del deber, su vocación de servicio y solidaridad. Ese debe ser el homenaje jubiloso y agradecido a su memoria.

Muchas gracias.

“Ser martianos significa asumirla conscientemente, poner en práctica su patriotismo, su sentido del deber, su vocación de servicio y solidaridad”.


Notas:

[1] José Martí. “Discurso pronunciado en la velada artístico–literaria de la Sociedad Literaria Hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889”, en Obras completas, La Habana, Ciencias sociales,  1975, t. 6,  p. 134.

[2] José Martí. “Discurso pronunciado en la velada artístico–literaria de la Sociedad Literaria Hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889”, en Obras completas, La Habana, Ciencias sociales,  1975, t. 6, p. 140.

[3] José Martí: Correspondencia a Manuel Mercado,compilación y notas de Marisela del Pino y Pedro Pablo Rodríguez, introducción de Cintio Vitier, La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2003, pp. 328-329.

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