A fines de la década de los noventa y principio de la de los dos mil nos encontrábamos con Antón Arrufat cada semana, quien acudía con entusiasmo y puntualidad asombrosos para sus años a la Azotea de Reina, un pequeño espacio en el Instituto Cubano del Libro donde la poeta Reina María Rodríguez hacía tertulias todos los jueves, en las que se leía, se presentaban libros, se impartían conferencias o se recibían literatos extranjeros de paso por La Habana. Allí nos conocimos y aprendimos a admirarnos mutuamente. Siempre fui muy tímida, pero la sociabilidad nata de Rito contribuyó a que se estableciera un lazo. Una vez le pedí que fuera el presentador de mi poemario La sucesión, a instancias de Rito. Y allá fue él, entre sarcástico y bromista, con su texto pensado, donde alegaba que ciertas poetas al saber que sería mi presentador le dijeron: “¿Y tú vas a presentar a esa?”. Luego de aquella vez siempre fue asiduo en las presentaciones de mis libros de poesía. Junto a los jóvenes de la Azotea compartió aventuras, aprendimos de él y él aprendió de nosotros, y nos sentimos intensamente humanos por pertenecer al paraíso – infierno de la Literatura. En 1999 publiqué unas breves líneas sobre El viejo carpintero, de Antón Arrufat, donde comienzo recordando:

“Su libro más logrado, el que más goza del aire y los torneos de una estancia poética”. Imagen: Tomada de Internet

Varios puntos de contacto tienen el poema y la reseña, entre ellos el hecho de ser ambos ejercicios intensos, destinados a captar las esencias de un todo, en el caso de la poesía; del referente, del texto, también un todo, en el caso de la reseña. De esa suerte de gusto paralelo son testigos estas líneas sobre El viejo carpintero, de Antón Arrufat (Ediciones Unión, 1998). Contemplo allí entrar la sangre en la persona del tiempo o trascender desvirtuando espacios. Se construye dolorosamente una lógica del alma —no ya del cerebro o únicamente del corazón—. Se respira quizá no la nostalgia del tiempo ido, sino la de lo prístino y de lo absoluto tras muchos títulos conversacionales; lo trascendente en lo trivial: lo cotidiano erosionando-se y sedimentando-se. Me seducen allí los espejeos-sensaciones donde la poesía es lo recto y también lo figurado, donde los dos sentidos emergen –permanecen de un significante tenaz, elíptico. La honda plasticidad los signa. Es la orgía y el infierno del espacio, la oda a la caducidad. El bardo te repite: “Es falso todo aquello que no se puede comparar con la naturaleza”. Desgarrada manera de comprender que todo es un mundo en sí mismo, y que tienen que seguir invisibles sus relaciones. Se bendice una contemplación, una pose metafísica, un alimento que implica despojarse. La naturaleza siempre es un monstruo manso que te mira. La vida es ese viaje que conduce del goce frío de la belleza a la infinita sed de conocimiento, y el mundo, un círculo concéntrico, o más intensamente, un punto que destila.

El libro se mueve entre las fuertes e invisibles cadenas que atan al hombre a la naturaleza, y lo cotidiano de lo trascendente “para descubrir —in-ventar— lo disímil en lo semejante. (O al revés)”. Ora naturaleza, ora poesía. Se abraza lo solemne para caer a tierra y se produce para entregar o recibir. Transitan aquí la omnipotencia del artífice, el astro de la poesía, o el esplendor de la literatura. ¿El poeta es acaso sinuoso? ¿Sus tesis sobre el dolor acaso revocan al precepto martiano o lo atacan —se adhieren— por alguno de sus filos?

Más allá de la renegación del goce contemplativo del dolor asistimos a una metamorfosis de lo airado: modo del devenir. Resaltan en el plano expresivo rejuegos lexemáticos y sintácticos, ardid de los contrastes, metáforas, retruécanos, imágenes que dicen lo que dicen y su contrario —yo he de vencer el texto. Yo lo construyo—; la cualidad triple de la línea: verso, confesión, conversación, el verso desborda la línea sin resquemores, como de alguien que va a decir lo suyo y entre todas las cosas nada es más importante que eso, es un ser que está preparado para despedirse; la maestría en el manejo del poema narrativo, a fuerza de parecer que el aliento se explaya, hay una virtud —una furia— contenida, alguien que sabe qué y cómo nombrar. Hay también varios poemas de atmósfera dramática de diversa factura. Sale airoso del lance narrativo más que del ansia teatral; y varios mensajes disímiles que —aparentemente o en parte— se contradicen en una íntima complementación. Así queriendo tan solo “aquello que recibes” producirás “como la naturaleza… sin objeto ni remuneración” aunque “nada que puedas conocer, podrá ser más que un sueño”. El libro bien se hermana con su rótulo o con su ilustración: si deposito mi dedo sobre los carpinteros de la portada veo una cabeza de serpiente.

“Los libros anteriores a El viejo carpintero transcurren entre el gesto conversacional, la condición de frescos y la expresión directa, descarnada, para alcanzar en el volumen publicado en 1998 una elegancia, una altura, una consagración que lo distingue…”.

Hasta aquí aquel artículo. El libro me sedujo con su curiosa mezcla de diario vivir vuelto sustancia, trascendencia: paisaje preso en la medalla. Convocada a estas lides decidí que no podía solo enterarlos de aquel acercamiento. Así que tomé lo que es su Poesía Completa, que él llama Poemas Reunidos, y decidí, luego de su lectura, dictar mi parecer, fijar mi pensamiento sobre lo que veía. Mi primera pregunta tiene respuesta luego de leer el último poema, la última página. ¿Por qué organizó el libro al revés: Primero El viejo carpintero, luego el resto de los libros en orden descendente hasta el cuaderno de 1962? Porque es su libro más logrado, el que más goza del aire y los torneos de una estancia poética. Muchas del resto de sus creaciones allí reunidas más que poemas son viñetas, frescos, en varias ocasiones llenas de plasticidad. En tal sentido, recuerdo haberlo visto reafirmar no sentirse un poeta de raza, sino un creador más abierto, un escritor en desafío ante los lances de la contemplación. Los textos operan como lienzos o viñetas, abiertos, entregados, de enunciación directa, con trazos de rotundidad y cierto desaliño formal. Sin embargo, el abanico ideotemático entra en pugna con aquellos rasgos: se duda de la existencia de Dios, y se descubre que a veces no queda otro remedio que creer. Se es divino para el cuerpo que se ama y a su vez ese cuerpo nos es divino. Se respira una actitud estoica frente a la adversidad, y comprobamos que la imaginación se alimenta de los golpes lujosos de la apariencia: vive pero miente. Tales secretos calman nuestras ganas y le conceden una arista filosófica a sus textos. Las trágicas uniones de la apariencia y la esencia aquí son descritas y se vuelve ridícula la terrible tozudez humana de pensar que la vida está hecha solo de instantes de paz, de instantes felices. Asombran sus laderas, su círculo con evidentes mitades contrarias, donde la culpa es inocencia, y al revés, y el absurdo, la lógica.

A veces la existencia de un modelo preestablecido del argumento o fábula es intuido por el lector y lastra el resultado final del texto. El argumento le confiere un golpe dramático a la progresión del poema, que en ocasiones le da intensidad a lo escrito, otras lo rebaja. En esta lectura invertida, que por supuesto violo, ordeno mi pequeño cuaderno con textos como “El Almendares”, estrechamente vinculado a nuestra poesía del siglo XIX, tan estudiada y admirada por el autor, tan rotundo, una de las virtudes en sus mejores creaciones. Un detenimiento en la paratextualidad y el palimpsesto, íntimamente ligados a la caducidad de la vida, tema recurrente en Arrufat, se nos presenta en el poema “En un libro”. Rescato igualmente la parte I de “Repaso final”, donde la “familia muerta está sentada en la sala y conversa de las cosas del día”, con sus emanaciones dramáticas y amplio espectro emotivo. De la difícil e ingrata relación con los discípulos nos da prueba en dos creaciones que también rescato. Allí coloco “Celari navis”, “Arte del eremita”, “Al filo de la mañana”, “Recordatorio” y “La piedra filosofal”.

Los libros anteriores a El viejo carpintero transcurren entre el gesto conversacional, la condición de frescos y la expresión directa, descarnada, para alcanzar en el volumen publicado en 1998 una elegancia, una altura, una consagración que lo distingue, incluso de la poesía cultivada por la Generación de los años cincuenta, donde hay tantos altos y bajos. El narrador, el dramaturgo, incluso el ensayista, condición que también le vi poner en tela de juicio, reciben con agrado a este inspirado batallador por la poesía, enamorado de su sino o de su estela.

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