De mi primer encuentro con Antonia, solo recuerdo sus grandes ojos verdes, la tarde que nos cruzamos bajo las grandes arcadas de ingreso al edificio de Artes Plásticas de la Escuela Nacional de Arte, obra de Ricardo Porro. Ella era la profesora; yo, el becado. Otro arquitecto cubano, Juan Campos, indirectamente, me propiciaría mi segundo encuentro con la pintora, en esta oportunidad, igual de impactante, al ver por primera vez su obra expuesta en las salas de la otrora Funeraria Caballero, de 23 y M. No se espante, estimado lector, ahora le explico… La citada funeraria devino entonces galería de arte con motivo de la terminación del Pabellón Cuba, obra de Campos, inaugurada en el marco del Cuarto Congreso de la Unión Internacional de Arquitectos celebrado en La Habana, en 1963. Es obvio que su otrora función desentonara con el nuevo look de la Rampa capitalina, cuyas aceras también fueron remozadas y ornadas con mosaicos que reproducían pinturas de nuestros más importantes exponentes de la nueva vanguardia. Por supuesto, Antonia no estaba entre los seleccionados; su actividad plástica era todavía algo reciente, aun cuando desde antes ya tenía obras cuyos títulos evidenciaban una franca intención crítica hacia los valores establecidos por el arte oficial de la República, tal y como se manifiesta en Los académicos, tempera sobre cartón de 1958.

Ni muertos (tríptico). Imagen: Tomada del Museo Nacional de Bellas Artes

En cuanto a su exposición en la recién estrenada galería, tal vez, se explique en razón del carácter internacional del citado Congreso, y la importancia que tenía para la política cultural del joven Estado revolucionario evidenciar que al igual que Bélgica tenía un Ensor y España un Saura, Cuba tenía una artista a la par de Europa, que había llevado el expresionismo a cotas impensadas en un contexto histórico y cultural excepcionales, en el que su pueblo se debatía en la construcción y defensa de la primera sociedad socialista del hemisferio occidental. No obstante, fuera esta o no la causa, de cierto queda la exposición de Antonia, la cual fue todo un suceso en el ámbito artístico de inicios de los sesenta.

“Estas obras dieron a conocer entonces un sentir para un hacer muy personal, que siempre apostó por la sinceridad, sin atender a interpretaciones críticas y oportunismos de ocasión”.

Así lo pondría de manifiesto su atrevido tratamiento de las texturas, el uso de materiales desechables para la consecución de retratos como el del escritor José Lezama Lima —en parecida cuerda a la suya en lo que a la literatura de la época respecta—, las primeras propuestas de corte instalativo y el manejo de la ironía en los títulos de las obras, en particular, aquellas cuyas temáticas presuponían reflejar situaciones y expresiones propias del momento, como en los lienzos Ni muertos, El demagogo y los espectrales personajes de En pie, todos de 1963.

Estas obras dieron a conocer entonces un sentir para un hacer muy personal, que siempre apostó por la sinceridad, sin atender a interpretaciones críticas y oportunismos de ocasión, casi siempre agazapados a la vera de una realidad sociopolítica harto compleja y contradictoria. No es de extrañar, pues, que tal exposición permitiera visibilizar un estilo cuasi al margen de lo que se acostumbraba a ver entonces en nuestro ámbito artístico, en tanto propiciador de una sensibilidad rupturista de evidente interés cognitivo, que, prácticamente, sin intermedio alguno, tendría su continuidad en La Anunciación (1963–1964), obra emblemática de nuestras artes plásticas y, dos años más tarde, en La muerte en pelota (1966).

La Anunciación, obra emblemática de las artes plásticas cubanas. Imagen: Tomada del Museo Nacional de Bellas Artes

Todo esto y mucho más, es lo que medio siglo después, las nuevas generaciones de cubanos y cubanas podrán constatar en la muestra antológica El desgarramiento de la sinceridad, inaugurada el 23 de diciembre pasado en el Edificio de Arte Cubano del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA), como parte de la llamada Experiencia número dos de la XIV Bienal de La Habana. Las obras expuestas, una vez más, tienen la última palabra. Pero, antes de poner punto final a mis recuerdos, quiero destacar Hombre con muleta (1964), pieza que nos remite a la pandemia de la poliomielitis paralítica que a tantos niños y niñas dejó minusválidos o con malformaciones en sus extremidades en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, incluyendo a nuestra pintora. Nada…, que por más alto y lejos que se llegue, nadie escapa de sí mismo. La salud es la libertad del cuerpo, y Antonia Eiriz mantuvo la suya a desgarramientos de sinceridad.

1