Antonio Enrique González Rojas:

Antonio Enrique González Rojas
4/3/2017

Este año en los Lucas hubo calidades apreciables en una porción de los videoclips en competencia, pero sin llegar a la categoría de renovadores o aportadores al género en sentido general. Tuvimos un Joseph Ros consolidado, preciosista, impecable, sobre todo en cuestiones de dirección de arte, con piezas competitivas a escala internacional. El clip Final obligado — extremadamente superior al resto—, gracias a la “iniciativa” por parte de los organizadores de buscar “expertos” en los telecentros del país (lo que convirtió el premio a Video del Año en casi un simple premio de la popularidad), no tuvo el lugar merecido. River, de las Ibeyis, también descolló como una exquisita pieza minimalista e incomprendida por personas no conocedoras de la poética audiovisual más experimental y compleja, dentro de la aparente simplicidad de la propuesta. Lo mismo para el clip Mr. Grogan, quizás lo mejor de las carreras de los hermanos Padrón juntos.

Como la calidad siempre es una rareza, bastan diez justos para salvar Sodoma, y por ende, el panorama contó con jalones apreciables. Un panorama predominantemente dominado por estereotipos en HD y con drones de realizadores agotados, tautológicos y sobre todo facilistas, ubicados en la subestimación de la inteligencia de las audiencias, que hasta pueden ser capaces de apreciar el buen arte, como sucede en el mundo con autores como Romanek, Corbijn, Cunninham, Gondry y otros “masters del videoclip” muy solventes, como populares los artistas con los que trabajan. Balance es un término que no emplearía, pues las simplezas y llanezas siempre van a abundar, y este año no es la excepción al respecto.

Nada ni nadie es perfecto. Los premios Lucas tienen un sistema bastante coherente de premiación, que va al conteo básico de votos de los jurados. Está bastante cerca de la democracia en este sentido, aunque tras los números fríos existen subjetividades muy diferentes, cada una con un palmarés personal que nunca se expresa a cabalidad, pero es el riesgo. En sentido general, es un método común, sencillo, no poco efectivo.

Sin embargo, este año se tuvo una idea que considero irrespetuosa con los jurados y fue que no se les convocó para desempatar la decisión final en el conteo por el Video del año. Contrario a lo que se dijo en la premiación, no es la primera vez que esto sucede, pues en 2015 hubo otro empate donde Canción fácil, dirigido por Fernando Pérez, salió triunfador tras una última votación definitoria entre los jurados. Este año se decidió convertir eso en espectáculo y se apeló a una votación populista de personas ajenas a este jurado al que se le confió la tarea inicialmente, incluso sin consultarnos (al menos conmigo no lo hicieron) esa decisión por pura ética. Entonces, el resultado fue que quedó el peor de los videoclips nominados porque una vez más primó el gusto por los músicos y la llaneza anecdótica, sencilla y bufa, a pesar de las calidades de la obra. Casi se convirtió en un premio de la popularidad, que debe existir, pero paralelo al premio del jurado, nunca mezclarse. Este desacierto trae un nefando impacto sobre la debida jerarquización cualitativa que trascienda los “hit parades” de almendrones, bicitaxis y guaguas.

Al César lo que le toca… Espero que eso no se repita, so pena de menoscabar el prestigio de los galardones y los propios jurados involucrados.