Anverso y reverso de Armando Morales (I)

Omar Valiño
12/2/2021

Desde los últimos días de enero, pienso nuevamente en el gran titiritero cubano. Porque se acercaba la Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa, que lo ha traído en muchas fotos mediante esta modalidad virtual. Al evento, de luz martiana, inolvidable y magnífico, llegamos juntos en febrero de 1996, hace un cuarto de siglo. Y lo vivimos desde entonces como nuestro. Porque este primero de febrero se cumplieron dos años de su muerte. Y porque el nuevo aniversario de la aparición de Abdala, de José Martí, el 23 de enero, me compulsó a recuperar este texto, publicado en estas mismas páginas digitales en 2003, y cuyas reflexiones asocio al presente:

Revisitar Abdala

Solemos muchos críticos cubanos abandonar a su suerte valiosos espectáculos teatrales. Después de asistir a su estreno, y acaso valorarlos públicamente en ese momento, la trayectoria de estos se difumina a los ojos de una exégesis en perspectiva, capaz de ubicarlos en su intrínseco desarrollo y en su diálogo con el contexto.

Es mi caso, entre otros, con Abdala, de los actores titiriteros Armando Morales y Sahímell Cordero, del Teatro Nacional de Guiñol y el Teatro de Muñecos El Trujamán (Juglaresca Habana), respectivamente. Pero he recordado la deuda a propósito del sesquicentenario del natalicio del Apóstol.

 Armando Morales se desempeñó durante su vida como actor-titiritero, director artístico, diseñador y pedagogo.
Foto: Internet

 

Es conocido que Abdala es la iniciación dramatúrgica del joven José Martí, quien apenas contaba rozaba los 16 años; se recalca menos, sin embargo, que con esta obra inicia, virtualmente, su gran carrera literaria, demostrando la particular significación peleadora, beligerante que le otorgaba el teatro. El instante de escritura y publicación de Abdala se producirá a la par de los sucesos de Villanueva, directamente derivados e incentivados ambos por el 10 de octubre del 68, fundiéndose así en aquellos días, como apostillara Albio Paz, el “teatro cubano y el deber patriótico”; concurrencia histórica que vendría a signar desde entonces la tradición escénica insular. Martí, tal como ha señalado Fina García Marruz, coloca al héroe de su pieza en África no solo para “alejar” el conflicto del contexto cubano sino, tal vez, para resignificarlo en la figura del negro, cuya liberación constituía uno de los claros motivos de la lucha anticolonial e independentista. Esa hermosa fusión liberadora cumplida por Abdala, drama y personaje, como aspiración inscrita en la voz teatral del casi adolescente José Martí, renovada en sus escritos sobre teatro, sigue siendo hoy un desafío para la escena cubana ante una próxima era.

Y ese fue el reto esencial de sus creadores para este montaje; cómo asumir Abdala en medio de un panorama nacional y mundial donde no está, en absoluto, de moda un cántico por el amor y deber patrios. Riesgo subrayado, en tal sentido, por el manifiesto carácter en esta dirección de la obra, así como por la ingenua sencillez y simplicidad de su elaboración dramatúrgica, sin obviar, además, los frecuentes maltratos de que ha sido objeto en sucesivos intentos de escenificación escolares. Se trataba, en definitiva, de encontrar un nuevo vehículo de emisión de ese texto, con capacidad para generar la atracción del espectador cubano de hoy y de situar su orden ideológico en concordancia con el presente. Ese vehículo lo vieron Morales y Cordero en una representación con muñecos, asumiendo la pieza por primera vez así y salvando de facto el gran obstáculo para su actualización.

Por supuesto, nunca una elección estética es suficiente en sí misma, aun cuando porte tanto valor. Faltaba objetivarla en su aventura escénica. Los cuatro muñecos fueron, entonces, “esculturados” bajo la visión de la fina y resistente corporalidad modélica africana, recogida en su plástica y en sus artesanías populares. En cada uno sobresale un rasgo tipológico asociado al carácter del personaje: la fortaleza y decisión metálicas de Abdala se sustantivan en la corona que porta; los largos y blancos cabellos del anciano senador señalan su sabiduría tanto como la experiencia y el respeto del que es acreedor; el tocado rojo en la cabeza de Elmira, la hermana de Abdala, acrecientan su voluptuosidad, aquí relacionada al sueño transgresor de su tradicional reducto femenino; los senos destacados de la madre subrayan su excesiva maternidad y el sitio simbólico de su dolor.

Como títeres, dada la estatura, arquitectura corporal y mecanismos de funcionamiento de cada uno de ellos, obedecen a la influencia del bunraku japonés y los puppies sicilianos, pero no buscan ser ni son ninguno de ellos. Sin embargo, tampoco en esta elección consciente hacia dos técnicas tradicionales subyace una arbitrariedad o un afán esteticista, más bien el diseño es la cara visible de dos poéticas del teatro de títeres profundamente enraizadas al carácter típico de las narraciones que las ocupan. De ahí su potencial correspondencia con el espíritu de Abdala y las búsquedas del proceso de montaje.

Esta múltiple cercanía entre la sustancia martiana y la filtrada épica teatral de estas manifestaciones, y de ellas a su vez con la visión contemporánea de un Brecht sobre esta categoría, le confieren una continua cualidad extrañada al espectáculo, sintetizada en el propio muñeco como vector “extrañante” por naturaleza. Ese mecanismo provoca en el espectador la sensación de que el poema dramático de Martí, más que representado, es homenajeado desde la situación de enunciación y la singular teatralidad del discurso. Tal distanciamiento opera como un aparente viaje al pasado, ganancia que se traduce en una permisiva asimilación por parte del receptor del lenguaje, el tono y la formalización de las ideas, que de otra manera resultarían desacostumbrados o hasta tal vez vencidos por el tiempo. Así, a través del homenaje al “pasado”, Armando y Sahímell han logrado un diálogo del público con su historia y su presente.

Seguramente por ello Abdala conmueve. Y, sobre todo, por el discurso de imágenes análogas en forma constante, y acentuadamente subliminal, y el espesor de la metáfora martiana a las circunstancias actuales de la nación. Alejados de toda intencionalidad ilustrativa o retórica, sus hacedores, indagando en una producción de sentido compleja, alcanzan una revalorización efectiva del universo ideológico de la pieza.

En medio del despojamiento absoluto de la escena, Armando lee, libro de Martí en mano: “escrito expresamente para la patria”, afirmando la encomienda que llega a ellos y a todos; el príncipe nubio (la) recibe del senador, que en el montaje es más un griot, en encargo de partir a la guerra, de donde Abdala se entrena para emprenderla a través de una cadena de ejercicios físicos que, gracias a la riesgosa y delicada manipulación entre ambos titiriteros, resalta la figura del héroe. Durante ese cuadro el personaje expone sus altas motivaciones, reafirmándose éticamente, lo cual es subrayado por el tono muscular que pareciera exhalar el muñeco debido al esfuerzo físico. Tal combinación crea una tensión capaz de “visualizar” cómo se prefigura el conflicto de Martí con su salud, puesta continuamente a prueba en su vida, amén de la validez equivalente entre trincheras de ideas y trincheras de piedras.

Momento en que Mirtha Beltrán entrega a Armando Morales la distinción Nacional Hermanos Camejo y Pepe Carril. Foto: La Jiribilla
 

Del mismo modo quedará explicitado más adelante el sufrimiento por la incomprensión maternal. Aquí la expresión de Abdala se mueve entre la meditación y las hondas preocupaciones que lo recorren. El campo visual creado rehúye el melodrama con el cual limita. A continuación, la madre quedará sola, su voz recuerda el arrullo a la criatura. Se queja de la muerte del hijo, posibilidad más cierta en la guerra. Los titiriteros explican su dolor acercándonos sus posiciones corporales a las de un parto. Como el autor, no recriminan a la madre, la comprenden. Pero, siguiendo a Martí, no reducen el dolor a lo femenino; Elmira vendrá en apoyo de su hermano; su imagen y comportamiento la acercan a una joven actual, transgresora de reglas, conservadurismos y tabúes sociales impuestos a la mujer.

Y viene Abdala a morir en brazos de su madre que es aquí seno, tierra, isla, nación. Tal vez por eso los titiriteros cubran los cuerpos con la túnica roja que ha sido dotada de varias funciones. Los cuerpos vuelven al polvo, el sacrificio ha horadado la tierra para, desde ese acto fundante, vivificarla.

Con sus trajes negros de trabajo, sus muñecos, una animación imperfecta por riesgosa, una poderosa inversión de tiempo, creatividad e inteligencia, auxiliándose del libro como referencia obligada y recurso escénico, construyendo una presencia hierática e invisible, apelando a una eufonía cercana a la declamación y el homenaje, activando las posibilidades de las figuras animadas para crear planos, imágenes, relaciones, espesores, Morales y Cordero devuelven la vida al poema dramático martiano y lo colocan en las puertas, ya cotidianas, de un siglo XXI cuajado de desafíos para el hombre común; el habitado, no sin contradicciones, por “abdalas”, el exigente espectador cuyo universo social puede ser tocado en el arte solo si se es capaz de un arte verdadero, y cuyo presente no obnubila los vestigios del pasado; ese mismo humano capaz de sentir en Abdala un espectáculo sacro de la patria.