En 1948, estando Andrés Eloy Blanco en París como representante plenipotenciario del presidente Rómulo Gallegos, recibe la noticia del golpe militar que acaba de derrocar al Gobierno constitucional, “y de inmediato envía su renuncia al cargo de canciller: ‘La traición del 24 de noviembre de 1948 en Venezuela no es solo la obra de unos cuantos militares. En ella colaboró, voluntaria o involuntariamente, la incompleta educación política del medio. Hombres de quienes podía esperarse todas las formas de oposición, pero de quienes había el derecho de esperar, asimismo, el apoyo al intento de realizar la República civil, se traicionaron a sí mismos, por ambición o por pasión’”.[1]

El 27 de diciembre de ese año viaja a La Habana, a unas pocas semanas del golpe militar contra el Gobierno legítimo de Gallegos, del que era canciller. Desde Nueva York viaja a la capital cubana donde él y su familia son recibidos, entre otros amigos, por la solidaria hospitalidad de Sara Hernández Catá. En La Habana reside durante esos meses con breves viajes a Venezuela y México, en donde se instala definitivamente con los suyos en abril de 1950. Todavía en mayo de ese año asiste al I Congreso Interamericano Pro Democracia y Libertad, y en par de ocasiones (agosto y octubre de 1951) hace escala en la Isla y ese último viaje pronuncia un discurso contra la dictadura del general venezolano Marcos Pérez Jiménez en acto organizado por la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU) en el Aula Magna de la Universidad de La Habana.   

Alterna con viejos y nuevos amigos, colegas cubanos y compatriotas exiliados, varios cercanos en sus afectos. Comparte angustias y esperanzas literarias, políticas o familiares. A Mariela —para mí una amistad de más de medio siglo, quien me hizo llegar las fotocopias aquí reseñadas—, por demás su ahijada e hija del amigo y correligionario Raúl Betancourt Sucre, con quien comparte el exilio habanero, le escribiría esta cariñosa dedicatoria: “De cuando tú eras chiquita/ y yo grande (…) /…Marielita./ Y ese recuerdo bendito/ del hijo lejano, crea/ esta milagrosa idea/  de tu grande y yo chiquito”.

A su ahijada Mariela Betancourt Seeland, le escribiría esta cariñosa dedicatoria, en lo que debe ser su última visita a Cuba. Imágenes: Cortesía del autor

En lo que debe ser su última estadía caribeña, está fechada y firmada de puño y letra en La Habana, el 10 de octubre de 1951 —por esos azares que siempre nos sorprenden, el mismo día en que yo viniera al mundo en la muy caraqueña Parroquia de la Candelaria—. Líneas que se recogen en un cuaderno de papel grueso, especial para preservar recuerdos de la infancia, conservando fotos, datos de nacimiento, dedicatorias, etcétera; costumbre que hoy se ha perdido. En el cuaderno en cuestión de la niña Mariela se pueden leer también otras breves dedicatorias y autógrafos célebres, como los del novelista Rómulo Gallegos o el boxeador cubano Kid Gavilán, amigos o conocidos de su padre.

Hay una foto del poeta en esa época de exilio donde aparece en el conocido bar-restaurante El Floridita —foto que hasta donde sabemos ha permanecido inédita—, junto a su compatriota Betancourt Sucre tomando cada uno “una cerveza con hielo” —en acto de sacrilegio “espirituoso” para poder alargar el convite—, pues la magra economía del desterrado no les permitía para más, lo que ya de por sí era el lujo que se podían regalar, en el solidario ambiente con que la ciudad los acogería.

A partir de enero de 1949 se convierte en colaborador de la revista de relieve continental que es Bohemia, fundada en 1908. “En La Habana, Andrés Eloy colabora asiduamente con Bohemia, dirigida por Miguel Ángel Quevedo, y en cuyo cuerpo de redactores están sus amigos Raúl Roa, Sara Hernández Catá y Enrique Labrador Ruiz. La revista lo recibe el 23 de enero[2] de 1949 con una nota de elogio: ‘Inicia hoy su colaboración en Bohemia un alto prestigio de las letras americanas, el gran poeta venezolano Andrés Eloy Blanco, ministro de Relaciones Internacionales de su país y hoy en el exilio (…) poeta de fama continental, es también un gran periodista, de intencionada y ágil pluma’”[3].

Foto del poeta en El Floridita, junto a su compatriota Betancourt Sucre. Hasta donde sabemos, la imagen permaneció inédita.

En agosto realiza una lectura de poemas en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, donde lo acompaña Raúl Roa. “Vivió en La Habana durante todo el año de 1949. Allí recibió la noticia de la gravedad de la madre. Pedro Sotillo, cuñado suyo, logró que se autorizara el viaje a Caracas para acompañar a la anciana agonizante. Era octubre. De regreso a Cuba decide trasladarse a México. Lo hace a comienzos de 1950. Entre los meses finales de vida habanera y los primeros de residencia mexicana comienza a escribir unos tercetos de perfección admirable. Ya en Poda los había ensayado…”.[4]

En diciembre, después de un año de residir en Cuba, con su familia se traslada a México, donde se establece hasta el final de sus días, primero en la acogedora ciudad de Cuernavaca, y luego en el DF. Realiza sucesivas visitas a la capital cubana en mayo de 1950, para asistir al I Congreso Interamericano Pro Democracia y Libertad; en agosto de 1951 acompañando a su familia que regresan por breve tiempo a Venezuela; y en octubre de ese año interviene en acto organizado por la Federación de Estudiantes Universitarios en el Aula Magna, donde “pronuncia un discurso en el que denuncia las torturas físicas a que están siendo sometidos los prisioneros políticos en Venezuela ‘a pesar de las Naciones Unidas y su distraída Comisión de Derechos Humanos’”[5]. Hasta donde tengo conocimiento, tal vez sea este su último viaje a Cuba, de cerca de una decena que realizó desde los años veinte.

El poeta Gastón Baquero, en crónica emotiva así recuerda la infausta noticia de su muerte: “En New York, de la voz conmovida de llanto de Eusebia Cosme, supimos de la muerte de Andrés Eloy Blanco. Todo el tiempo de esa noche se fue en recordar los versos llenos de hondura popular, de coplería y caminos abiertos (…) gobernado por la espontaneidad del corazón y por la palabrería creadora de las cosas, querencias, deseos y magias populares”. Así evocó Baquero, de manera hermosa y sentida, a quien reconociera en su “hondo palabreo”, al “último juglar”.[6]

“El poeta Gastón Baquero, en crónica emotiva, así recuerda la infausta noticia de su muerte: ‘En New York, de la voz conmovida de llanto de Eusebia Cosme, supimos de la muerte de Andrés Eloy Blanco. Todo el tiempo de esa noche se fue en recordar los versos llenos de hondura popular, de coplería y caminos abiertos’”.

En su libro póstumo, La Juambimbada[7], aparecen varios de sus textos antológicos, como “Los palabreos”, y en referentes cubanos, “Palabreo a la muerte de José Martí”, fechado en La Habana, 8 de marzo de 1949; y su “Palabreo de Sara Catá”, donde muestra su afecto y agradecimiento a la amiga solidaria, “con la medida española /de tu corazón cubano /por el sol venezolano…”. En la sección “Navideñas”, asoma uno titulado “Mariela”, que aunque a su ahijada no le conste, me gustaría asociarlo con ella; o los corridos llaneros, como el corrido de caballería dedicado a “Mai Santa”, el ancestro legendario de Hugo Chávez, poema que le oí declamar emocionado a Chávez, vibrante como si fuera la primera vez —de las muchas que lo hizo a viva voz—, a solo una persona de mí, Abel lo recordará, rodeado por un pequeño grupo, una noche de enero de 2004 en el patio de Miraflores: “Y su grito es un machete /con filo, punta y tarama /y es Pedro Pérez Delgado /que va gritando: —Mai Santa!”

El 14 de diciembre de 1994, en su primer discurso ante un auditorio cubano y teniendo a Fidel como el primero de sus oyentes, Chávez recordaría al poeta, una de sus lecturas preferidas como me confirmó en una para mí privilegiada conversación donde celebramos esa preferencia, y lo motivé con la revelación de Barco de piedra. En palabras que cumplirán treinta años, lo evocaría al paso, pero de manera sentida: “Recordaba, dentro de tanto cúmulo de cosas que me llega ahora en este momento, en esta Aula Magna de esta Universidad de La Habana —donde, por cierto, me decía un ilustre compatriota de esta universidad que aquí estuvo Andrés Eloy Blanco, con sus poemas, con sus sueños…”. Por eso, tal vez no fue pura coincidencia que en los primeros años de su gobierno se develara ese otro busto del poeta cumanense asentado en los predios de Arroyo Naranjo.

El 14 de diciembre de 1994, en su primer discurso ante un auditorio cubano y teniendo a Fidel como el primero de sus oyentes, Chávez recordaría al poeta.

En 1975 el espacio Arte y folclor de la televisión cubana me invitó —por iniciativa de su guionista de entonces, el escritor Pablo Bergues, fallecido el pasado año—, a que diseñara y presentara un programa dedicado a los veinte años de la muerte de Andrés Eloy. A raíz del mismo recibí una carta mecanuscrita de quien había sido su secretaria en La Habana, durante su exilio de unos meses entre 1949 y principios de los 50. Guardo desde entonces esa misiva, pero nunca localicé a la destinataria, una de las muchas cosas de que me arrepiento. Estaba dirigida la misma al director del programa, y cito algunos de los párrafos de mayor interés: “(…) le diré que estuve muy ligada a Andrés desde el año 1924 en que vino a Cuba, después de recoger el premio de su ‘Canto a España’. Por eso fue de gran emoción el escuchar su voz en las recitaciones de su poesía, después de veinte años en que un desgraciado accidente le arrebató la vida. Como le dije, me unió a él hasta su muerte una entrañable amistad, hasta el punto que me llamaba ‘su hermana cubana’ y durante su exilio en mi patria a la que él mucho quiso estuve diariamente a su lado y al de su familia, pues durante ese tiempo fui su secretaria particular. Puedo decir con orgullo, que en unión de dos entrañables amigos ya desaparecidos, fui la persona que él más quiso en Cuba y en quien depositó siempre toda su confianza”. Celebraba el programa, “el único homenaje rendido en Cuba a Andrés”, en el aniversario de su muerte, y expresaba “el agradecimiento en mi nombre y en el de sus familiares”, a los cuales había puesto al tanto, dedicando un muy generoso elogio a mi intervención. Y firmaba Anita León, vecina de Lagunas 398, bajos.

Andrés Eloy — “los venezolanos no hablan nunca del autor de Poda sino echando por delante esos dos nombres, atados sólidamente”, como evocaría “machadianamente” Nicolás Guillén en memorable crónica— alcanzó el reconocimiento unánime de su pueblo y de numerosos iguales de diversas latitudes, como los españoles Manuel Altolaguirre y León Felipe, el Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el mexicano Jesús Silva Herzog, o su buen amigo Guillén, quien escribió más de una vez sobre él, ya fuera en vida (“Andrés Eloy Blanco”, Hoy Magazine, La Habana, 20 de enero de 1949, p. 2), o a raíz del doloroso accidente que enlutó a las letras de la lengua (“Ante la muerte de Andrés Eloy Blanco”, Noticias de Venezuela, México, no. 44, 1955, p.2).

Alguien tan cercano a sus avatares literarios y políticos y que en mucho correspondió a su impronta intelectual y ciudadana, su amigo Rómulo Gallegos, lo definiría con justicia como “cifra exacta y cabal de la dignidad venezolana”.[8]


Notas:

[1] Andrés Eloy Blanco. Poesía. Ob. Cit., p. 304.

[2] Fecha que nueve años después pasara a ser emblemática para los venezolanos, con el triunfo de la rebelión popular contra la dictadura.

[3] Domingo Miliani. “Poeta en su tiempo”, prólogo a Andrés Eloy Blanco. Poesía. Ob. Cit., pp. XXXIV-XXXV.

[4] Miliani. “Poeta en su tiempo”, prólogo a Andrés Eloy Blanco. Poesía. Ob. Cit., pp. LXXIII.

[5] Andrés Eloy Blanco. Poesía. Ob. Cit., p. 305.

[6] Gastón Baquero. Paginario disperso (Ediciones Unión, 2014), p. 144.

[7] Andrés Eloy Blanco. La Juambimbada (Editorial Yocoima, Venezuela-México, 1959).

[8] Rómulo Gallegos. Andrés Eloy Blanco. Cifra exacta y cabal de la dignidad venezolana (Ricardo Montilla Editor, Caracas, 1969).