ENTREVISTA A LA ESCRITORA COLOMBIANA PIEDAD BONNETT

Amo la vocación ecuménica de la poesía

Magda Resik
20/3/2018

Curtida por una experiencia de vida que la preveyó de grandes victorias, grandes porque cada paso en esa subida fue una transgresión a su entorno. Pero en ese andar también la atravezó el sinsabor que provoca la pérdida de un hijo. Es Piedad Bonnett, una colombiana que encontró en la poesía la mejor manera de trasmitir sus desafueros, que se abandonó en la escritura para mostrar sin timidez sus dolores, y que encontró en la dramaturgia el reto que impone asumir lo desconocido.

Piedad ha tenido una amplia carrera de estudios académicos. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Los Andes, posee una Maestría en Teoría del Arte, la Arquitectura y el Diseño, en la Universidad Nacional de Colombia, y ha recibido importantes reconocimientos por sus libros tanto de poesía como de novela. Merecedora del Premio Nacional de Poesía que otorga el Instituto Colombiano de Cultura, el Premio Casa de América de Poesía en el 2011 y ha sido distinguida en muy diversos encuentros internacionales de poetas representando a su país con su voz lírica.

Nos acercamos a su mundo literario donde es poseedora de una obra un tanto desconocida por el público cubano.

Foto de la entrevistada. Tomada de Internet

Cuando alguien consagra su vida a las letras uno se pregunta si en la niñez estuvo ese germen, esa semilla, si la pasión por la literatura fue algo posterior, en la madurez. ¿Cómo fue en el caso de Piedad Bonnett?

Soy de un pueblo, de un pueblito que en ese entonces era bastante del montón, que no estaba conectado con las ciudades por tierra sino a través de una avioneta. Hija de una mamá maestra que tuvo que abandonar la docencia cuando se casó, por aquello del machismo. Nieta de maestros. Mi papá un gran lector, digamos no lector de gran literatura sino de lo que le iba llegando, pero todo. Hoy es un lector impenitente, un viejito que toda la vida ha leído.

En mi casa había una pequeña biblioteca y mi mamá me llevaba donde una señora que alquilaba libros a los niños. Recuerdo pasando con mi mamá de la mano por el parque del pueblo y ella me traía esos libros, me los leía, me decía poemas antes de dormirme. Mi papá también era un gran aficionado a la poesía. Entonces digamos, esa es la pequeña semilla de donde yo me hago una gran lectora, de pequeña. Tenía una colección que probablemente muchos cubanos tuvieron o que tienen en sus casa que es El tesoro de la juventud. En El tesoro de la juventud había cantidad de cuentos y poemas, a veces malísimos, de los peores poetas españoles, pero me lo leía con gran fruición.

Luego me voy para Bogotá. Hacemos un salto bárbaro de ese pueblito, a esa ciudad desconocida. En la adolescencia me hago una chica muy rebelde y parte de esa rebeldía tuvo que ver con la lectura. La lectura de los grandes maestros, de Fiódor Dostoyevski, León Tolstói, Honoré de Balzac, Charles Dickens, de lo que leyó la gente de mi generación cuando tenía 15 años. Ahí me enamoro de la novela y decido que voy a ser escritora. Yo quería en realidad ser novelista.

Cuando entro a la universidad a estudiar Filosofía y Letras, quería ser cuentista pero lo que me agarra por el camino y me arrastra y revuelca es un poco la poesía.

¿Pero el camino de la literatura estuvo claro en la universidad o ya desde antes usted escribía?

Escribía desde que tenía 10 años, a esa edad descubrí que sabía rimar, que las cosas me salían en endecasílabos, en octosílabos. Yo era la que en el colegio hacía las composiciones, seguramente un montón de cosas un poco ridículas. A los 14 años me mandan a un internado, precisamente porque en el colegio de monjas en el que estudiaba no me soportaban. Creo que eso fue una coyuntura importante porque me mandan a una ciudad ajena para mí, a un colegio afortunadamente con un entorno físico muy hermoso. Ahí tuve como una especie de interiorización de la pena, porque en realidad era eso, el abandono, la soledad de este mundo desconocido. Empiezo a dudar de la existencia de Dios, empiezo a tener mis primeros conflictos existenciales y a raíz de eso empieza a brotar la poesía.

Cuando me devuelven de ese internado ya tengo muy claro que quería tomar ese camino. Sin embargo, tengo una pequeña disyuntiva entre las Bellas Artes y la Literatura porque me gustaba mucho dibujar, un arte que tuve que abandonar para dedicarme a eso porque generalmente no se puede hacer dos cosas de esa magnitud a la vez. Tuve un problemita también, y es que mi papá no quería que yo estudiara literatura, por supuesto, como pasó tanto. Él había hecho ese esfuerzo de sacarnos de la provincia, llevarnos a la capital, querían educarnos y querían que eso de alguna manera significara un mínimo piso económico. A mi pobre papá le fue muy mal, yo soy literata, mi hermana es historiadora, mi otro hermano estudió teatro y ahora es editor y traductor y mi último hermano es escritor e incursiona en el cine. Algo pasó en esa casa para que eso sucediera, pero claro que fue un golpe rotundo para mi pobre papá que ahora por lo menos se consuela con que no nos fue tan mal en la vida.

Lo primero que llegó fue la poesía y la poesía casi siempre llega a nivel de instinto, a nivel de espiritualidad, se vuelca de una manera en la que los mismos escritores al principio ni se explican el por qué de la poesía. Cuando los años pasan, habitualmente los escritores, en una mirada hacia atrás, descubren de cada género ciertas tipicidades, ciertas singularidades en su obra. La poesía, ¿qué es para Piedad Bonnett?

Ahora en mi madurez es sobre todo un hecho del lenguaje. El lenguaje se comporta de una manera absolutamente particular en la poesía. Pienso que nace de un pensamiento asociativo, de un pensamiento simbólico y de ese gusto por la imagen. Sin embargo, pienso que la poesía siempre está detrás  del poema. De alguna manera, como decía Octavio Paz, pienso que la poesía está en el mundo, que el poeta es el que tiene la receptividad para ver esa poesía del mundo y que luego lo que hace es convertir eso en un hecho de leguaje que tiene que ver con quien es él, cual es su verdadera voz.

Creo que esa es la lucha grande que un poeta da, es por ir hacia dentro de sí mismo y reconocer cuál es la voz que le corresponde, la voz particular y ese es el camino que hace. Creo que los grandes poetas descubren muy pronto cuál es su voz, tienen como una intuición de sí mismos muy poderosa. Cuando uno ve Neruda a los 14 años en los Cuadernos de Temuco, ya se percibe esa cosa volcánica que tiene. Vemos a Vallejo dando pinitos en sus primeros libros, todavía muy hacia el Modernismo y un poquito acartonada su poesía, pero ya también se ve la fuerza que hay detrás. Dicen que los  poetas son tempraneros, mientras el novelista puede ser más tardío como Saramago, por ejemplo. Me gusta una cosa que dice Savater de la lectura, “la soledad del autor se comunica con la soledad del lector”. A pesar de que uno a veces lee frente a las multitudes creo que el lugar más sagrado, más privilegiado de la poesía es en ese silencio del lector que se enfrenta al poema y siente que él abría podido escribir ese poema, como dice Borges también, “es por casualidad que yo lo escribí, pero también tú, lector, podrías haberlo escrito”.

Uno ama los poemas que uno dice me habría gustado escribir esto, ¿no? y lo toma como un tesoro. También con la poesía pasa una cosa, que es la misma que pasa con los cuentos infantiles. Cuando uno le cuenta a un niño Caperucita, y al día siguiente le va a contar Blancanieves y entonces dice, no, no, yo quiero otra vez Caperucita porque le gusta el momento en que el lobo llega… y con la poesía a uno le gusta repetir los poemas y regalar de alguna manera sus poemas.

Cuando la gente ama mucho la poesía le pasa  esos poemas a sus amigos, les recomienda. Hay una cosa como la necesidad de compartir. Esa vocación como ecuménica de la poesía, que pueda ser de un recital de poesía algo similar a un gran concierto donde todas las almas están como en ebullición si se logra el contacto.

Mucho tiene la música de poesía…

Y la poesía de música, porque para mí la poesía sin música no puede existir a pesar de que lo que se descubrió en el siglo XIX, que el poeta lo que debe tener es la música de su propia lengua, es decir no es la música que viene de afuera con el endecasílabo, el octosílabo o el alejandrino. Esa poesía la podemos volver a hacer  pero ya con un cierto acento post moderno, con una cierta ironía y distanciamiento. Lo que un poeta hace hoy con el verso libre es descubrir la música de su lengua pero a través de su propia música.

Lo lindo de leer a los poetas es descubrir su propia música. Por ejemplo, un poeta como José Watanabe, que me gusta mucho. Él tiene una música muy distinta a la música que puede tener Blanca Varela o hablo en el mismo idioma, por eso la traducción es tan difícil, porque cuando se sacrifica mucho la música y nos quedamos solo como con el recurso formal y el tema, sentimos que la poesía perdió un poco el alma. Por eso el traductor tiene que ser muy bueno para atrapar el espíritu del poema y lograr que vibremos con todo, con la idea y con los recursos, pero sobre todo con las emociones que provienen de decir las cosas como se han dicho.

Siempre está la polémica de que los géneros literarios o las expresiones artísticas se puedan perder con las nuevas tecnologías, el avance de las nuevas tecnologías. Usted habla de la poesía como un recurso compartido, donde se comparten emociones, se comparte una espiritualidad. Ese lenguaje especial, ¿usted cree que pervivirá aún cuando existan otros modos de trasmitirlo?

Totalmente, porque si hablamos de la poesía, la poesía es como una secta. A mí me asombró que entre mis estudiantes siempre había un enamorado de la poesía, siempre. Mis estudiantes de colegio, cuando fui estudiante de colegio, mis estudiantes en la universidad, siempre hay un loco que ama la poesía y ese loco se encarga de perpetuar eso. Siempre hay como un pequeño entramado de poetas, eso es como una cosa que atraviesa la humanidad, a veces con mejor suerte y a veces con menos suerte.

Creo que los colegios a veces no hacen la tarea y los padres tampoco. A los pobres padres no los puedes culpar porque ellos mismo no han sido relacionados con la poesía, pero el maestro tendría que volver a leer poesía en voz alta en el aula. Pienso que la lectura no explicativa, sino simplemente de lo emocional. La lectura en voz alta puede conquistar a muchos muchachos para la poesía. Pasa también que la poesía se ha ido por unos caminos muy exotéricos, muy oscuros, a veces impenetrables y la gente le tiene miedo a la poesía, incluso los maestros universitarios le tienen miedo a la poesía, pero es porque racionalmente no saben cómo penetrarla. Cuando se da el acto, digamos, como un ritual sagrado de leer al poeta y dejarse llevar por esas imágenes y que nos hable a una parte que no es estrictamente la razón, creo que se pueden lograr cosas muy bonitas. Yo creo que la escuela está llamada a no dejar morir la poesía.

El internet es una vía maravillosa para la poesía porque, yo que soy novelista, si me atrevo a sacar una novela pues mis editores primero me demandan y luego no me vuelven a publicar nada. Porque ellos sacan ventaja económica de la novela, pero como los poetas somos ciertos desprotegidos, que tenemos por ahí unas editorialitas, le decimos al editor, podemos publicar en la red 100 poemas, el editor siempre, generalmente dice, sí, claro, porque eso me sirve a mí, porque ellos van a leer ahí los poemas y van a querer ir a comprar el libro. Internet, como que crea unos caminos maravillosos. Te metes a leer a Walt Whitman y de pronto encuentras aquí al lado otras referencias. Así como se navega en la búsqueda de otras cosas, se puede navegar en el campo de la poesía sin que entremos en demasiado conflicto con el mundo editorial, que no es lo que pasa en la novela.

Portada de uno de sus libros

¿Cuándo usted se convirtió en una profesional del testimonio? ¿Qué la llevó a testimoniar su tiempo?

El único libro de testimonio que tengo es Lo que no tiene nombre, que es un libro reciente, lo publiqué en 2013. Tenía 4 novelas escritas y muchos libros de poesía, unos 8. Siempre me dije que ese era el libro que nunca quise escribir. Yo tenía tres hijos —dos mujeres y un hombre—. Ese muchacho que había estudiado Bellas Artes, era un dibujante muy refinado, un intelectual. Era un muchacho muy curioso desde siempre, desde que era un adolescente, un buscador, con una biblioteca inmensa de cosas de arte y un muchacho que siempre había sido como un estudiante con mérito. A ese muchacho le llega una enfermedad mental cuando tiene 18 años, cuando entra a la universidad. Empieza a luchar contra este fantasma aterrador, con este enemigo brutal. Empieza a luchar él y nosotros en el pequeño círculo familiar.

Hicimos todo lo que pudimos, pero sobre todo él hizo heroicamente todo lo que pudo. Estudió su carrera, hizo una especialización de dos años en arquitectura porque en algún momento le dio miedo no sobrevivir de la pintura, terminó con un hermoso proyecto de unos cuadros de perros. Se hizo maestro de adolescentes, de arte. Alcanzó a ingresar en varias universidades para una maestría y se fue a la universidad de Columbia. Todo eso que parece un montón de éxitos estaba acompañado de un enorme sufrimiento. Él llega a esa universidad de Columbia, que es una universidad tan dura, tan competitiva, a un mundo de soledad en Nueva York que a pesar de que amaba mucho esa ciudad, porque había ido muchas veces, él se suicida en mayo de 2011.

Ese era mi hijo más amado, si es que se pudiera decir, por su fragilidad. No es que lo quisiera más que a mis hijas, sino que lo quería de una manera diferente. Tan protectora que lo dejé ir. Yo sabía que no podía, por el miedo, dejarlo confinado en la casa, sino que fuera al mundo y que tratara. Siempre le dije “vas a poder”, pero no pudo.

Cuando regreso a la casa con las poquitas cosas que traje de lo que había dejado y me fui para un viaje, como solemos hacer los padres, el viaje es como un escape momentáneo. Me fui y llevé un libro sobre el suicidio, había leído siempre mucho sobre el suicidio porque es un tema que me interesa, porque es el corazón del dolor existencial. Me llevé una historia del suicidio de un autor inglés que se llama A. Álvarez que yo ya había leído. Mientras leía recordaba también lo que había sido la vida de mi hijo. Empecé a recapitular lo que fueron esos diez años de dolor, de tragedia familiar, pero sobre todo de heroísmo, de una gran lucha por la vida y por el arte y también lo que fueron esos diez meses últimos de equivocaciones. Bueno, diez años de equivocaciones médicas, de un sistema de salud que no reconoce la enfermedad mental, del problema del estigma de cómo un muchacho con enfermedad mental si llega a revelar su condición se lo aparta. Iba haciendo todas esas reflexiones y en un momento dado se me ocurre, porque es una idea muy estremecedora, yo tendría que contar esta historia porque otros se van a reconocer en ella. Pero también yo quería saber quien había sido mi hijo de verdad, qué sabía yo de él y que no sabía, porque la literatura siempre es indagación de lo desconocido y llegué a mi casa e hice un acopio de libros sobre la pérdida, que es un género gigantesco que la gente a veces no percibe así de la pérdida del padre, la madre, a veces la pérdida del chico muy chico, de cinco o seis años. Empecé a leer cosas teóricas también sobre el suicidio y sobre la enfermedad mental aunque yo venía leyendo cosas para tratar de ayudarlo.

Aparece este libro que es muy breve, me lo propuse así. No puedes coger un tema tan doloroso y aplastar al lector con 400 páginas. Quería que fuera un libro literario, lo cual no quiere decir que haya ficción. Me propuse trabajar con la verdad, pero a sabiendas de que no estaba trabajando con la verdad, porque nadie tiene la verdad sobre nada, y menos sobre otro ser humano y sus complejidades y su proceso. Lo primero que planteo es “no sé ni siquiera para que estoy escribiendo este libro, me estoy haciendo preguntas”. Va leyendo esto y va compartiendo con otros autores. Hice un libro que tiene cierto poder intelectual, de iluminación, que vaya en convivencia con esa parte afectiva.

Ese tema también está en otra novela suya que gira alrededor del asunto de la belleza, de la necesaria belleza. Ese tema del diálogo entre la realidad y la ficción. En este otro caso es menos testimonio, usted ha dicho que puede ser una biografía inventada, algo que parece mucha verdad, que no deja de ser la verdad, pero que a la vez está jugando con la ficción.

Yo podría decir que el libro sobre Daniel probablemente tenga, no sea totalmente verídico en la medida que es una interpretación de él, pero ese es otro tema, porque ese libro es anterior a este.  Nació mientras yo iba en un avión con un libro de una escritora que a veces escribe novelas muy buenas y a veces muy malas que se llama Amélie Nothomb. Ella escribe un libro que se llama Biografía del hambre. Ella es muy divertida y habla como de la anorexia y de la bulimia. En ese libro va contando, siempre de forma autobiográfica, pero ficcionada.

Empecé a leer ese libro en el avión y empecé a tomar notas porque se me desbocaron todos mis recuerdos. Siempre un buen libro tiene esa cualidad de que llama las experiencias personales y Amélie fue hermosa, es hermosa y su mamá y su papá la consideraban la reina de la casa y las nanas, porque ella era de familia de diplomáticos y yo era todo lo contrario. Ni había tenido una vida económicamente de posibilidades del mundo, pero sobre todo crecí con la idea de que yo, que era la primogénita, a mi mamá no le había parecido bonita.

Como a los cinco años empecé a percibir que mi mamá me echaba muchas cosas en el pelo, me echaba manteca de cacao para que se me afinara la nariz, me ponía como que más bolas. Mis primas le parecían más bonitas. Creo que eso tuvo mucho que ver con que yo hiciera de la literatura y de lo intelectual… y mi pobre mamá creo que con buenas intenciones dijo, esta niña que no es tan bonita vamos a darle otras fortalezas. Por eso me leía cuentos, me hizo como que intelectualmente. Mi mamá admiró siempre el intelecto, como que vamos a fortalecerle ese ladito.

Empiezo a escribir esa novela, decido hacer una biografía falsa. Teóricamente en la universidad me las había visto con ese tema. La primera escena es cuando estoy naciendo, porque mi mamá me dijo que había nacido con mucha dificultad, duré muchas horas naciendo y nací con meconio. Había sufrido, había tenido una primera muerte en el nacimiento. Me dije, voy a comenzar con algo que no sea realismo, es la niña, está narrando como va saliendo, con humor. Pero en realidad es una novela sobre la educación sentimental. Va desde que estoy naciendo hasta que tengo 15 años. El internado incluido, que fue a los 14, pero esa niña soy yo y no soy yo. Esa niñita se paró y comenzó a andar y la puse a hacer cosas que no me pasaron a mí y muchas otras que sí.

Me gusta ese juego con el lector, que el lector se pregunte, será que ¿de verdad esto le pasó? Cuando saben que fui al internado, ah, entonces sí, eso es verdad. Pero el profesor del internado, ese que me enseñaba literatura y del que yo supuestamente me enamoré, existió, no existió, siempre me gusta dejar eso así, en la penumbra.

Usted también trabaja, además de la novela, la dramaturgia, son dos terrenos diferentes. Con los escritores que he conversado suelen diferenciar mucho la novela de la dramaturgia y sin embargo, tienen puntos en común. Por ejemplo, el empleo del diálogo, muchas veces asocia la dramaturgia con la novelística, pero para usted son territorios muy separados o son territorios que tienen vasos comunicantes. ¿Cuándo podemos decir que se anima a escribirlos a modo de novela y cuándo desde el punto de vista dramatúrgico?

Son territorios muy separados. Me animo a escribirlos porque soy de esa generación de los años 70 del teatro revolucionario, no soy muy gregaria, no me gusta trabajar en grupo, sino la soledad del escritor. Pero uno de mis compañeros, Ricardo Camacho, fundó un teatro universitario que se llamaba el Teatro Libre, que es hoy uno de los teatros con más trayectoria en el país. Él necesitaba que yo hiciera una versión libre de Noche de epifanía, de Shakespeare, ya me conocía como poeta. Él me convenció y comencé con una versión en verso y prosa como hace Shakespeare y me fascinó ese trabajo. Luego me pidió un monólogo para una actriz, Laura García. Le dije que todas esas alusiones cómicas que hay en la obra de Brecht no la van a entender porque es sobre la II Guerra Mundial y yo no voy a poder hacer reír al público, también había cosas muy dramáticas. Le pedí hacer una variación y él me dijo, claro, en teatro todo se puede. Ese fue el punto de partida para un proceso que me ha llevado a trabajar siempre con los actores, primero el Teatro Libre. La última obra fue con unos muchachos que se separaron del Teatro Libre. Como conozco a los actores, ya sé en qué papel se desempeñarían mejor cada uno.

Después de la última obra siempre digo que no voy a hacer más teatro porque me cuesta mucho trabajo, obras muy cortas porque son cortas a la hora de escribirlas, pero muy largas a la hora de montarlas. Eso del diálogo, que no parezca televisión…

El teatro son los cuentos que no escribió, haciendo referencia a la brevedad, de los diálogos…

No. Tengo otra concepción del cuento, tengo siempre mucha nostalgia del cuento que no he escrito, porque todavía la vida me puede dar el chance. Se me están viniendo un montón de cosas que pueden ser cuentos. Es esto de aportar mi pedacito a una cosa que cuando me siento como espectadora se ha transformado porque la música, el vestuario, la dirección ha convertido eso en otra cosa y es muy bonito saber que uno es como el elemento humilde de un conjunto que hace un trabajo que es lejanísimo de la soledad del poeta y de la soledad del novelista. Eso que me permite insertarme en un trabajo colectivo me parece siempre muy rico.

Ahí entra el camino de la función más social de la literatura, cuando deja de ser su territorio íntimo y se comparte.

Sí, es porque mi mundo es más o menos intimista en la poesía y en la novela, pero no quiere decir que esté desprovisto de una mirada sobre lo social, no, todas las novelas tratan de mirar eso en el contexto social  en que me muevo. Me interesa mucho el mundo de la pequeña burguesía, el mundo de la universidad donde me moví 30 años, el mundo del intelectual, qué significa en relación con los sueños que tuvimos en los años 70, que está haciendo esa generación, cómo nos refugiamos en la universidad, qué punto de frustración hay en todo eso, qué de verdad hemos conquistado. Esos son temas sociales que van más allá de mis intereses existenciales, privados.

La periodista Magda Resik junto a Piedad Bonnett, durante su habitual espacio “Encuentro con …”
como parte de la programación de la 27 Feria Internacional del Libro

Piedad, ¿cómo le llegó Cuba? ¿de qué modo Cuba apareció en su vida?

Creo que en ese tesoro de la juventud ya estaba José Martí. Tuve un contacto con la poesía tradicional cubana durante la adolescencia y a principios de la universidad. Pero llegó la Revolución Cubana, tenía 6 años. Cuando llegó la universidad pertenezco a esa generación que está vislumbrada, animada por la revolución cubana, me hago una persona de izquierda en la universidad. Nunca militante de partidos, no tengo ese ánimo gregario, pero entre otras cosas, porque me había casado muy joven. A los 19 años estaba cuidando a unas niñas, tenía mi trabajo. No podía realmente hacer ese tipo de militancia y ahí empiezo a relacionarme con la poesía cubana en toda su amplitud y con la novela, por supuesto, Reinaldo Arena… Empiezo a conocer autores y me enamoro de un poeta que es Eliseo Diego. Una de mis grandes influencias de la literatura cubana es Eliseo Diego, con él tengo una anécdota. Él fue a Bogotá y yo quería entrar pero había mucha gente, entonces me dije, pues no, no veo a Eliseo Diego, me basta con leerlo. Me fui para la casa, pero yo hubiera querido oírlo hablar. Pasan unos años y yo, mi hija viene para Cuba y me digo, le voy a mandar a Eliseo Diego mi libro con el que me gané el premio nacional que está muy influido por él. Se lo envío con una caja de chocolate. Mi hija va hasta su casa del Vedado y cuando llega de Cuba le pregunto, bueno y qué y Eliseo Diego, lo conociste. No mamá me abrió una señora y me dijo que Eliseo estaba en México y que cuando llegue se lo entregaría. A los ocho días leo el periódico “Ha muerto Eliseo Diego”. Nunca le llegó mi libro, ni mi caja de chocolate. Escribí un poema, como una carta de amor a Eliseo Diego que ya no estaba en este mundo.

La relación con Cuba es eso, y digamos la relación, ahora en estos tiempos, afectiva con su gente. Tengo aquí muy buenos amigos. Cuba para América Latina es muy entrañable. Tengamos la idea política que tengamos.  Hay una parte grande en América Latina, de mi generación, que vivió todo eso, todas las penurias como con afectos, como este pueblo está sufriendo, eso no se quita nunca, cuando uno se ha relacionado así con la sociedad eso no se quita. Vengo a acá porque está ciudad me parece deslumbrante, me parece tan hermosa, aún a veces tan achacada. Y por otro lado, mi tesis de pregrado es sobre Alejo Carpentier, Historia y tiempo en la obra de Alejo Carpentier y mi maestría es Una relación entre la obra de Alejo Carpentier y la pintura de Wifredo Lam. Cuando hice mi maestría me interesaba esa forma como el realismo mágico de Alejo Carpentier y luego entendí que en ese mismo tiempo Wifredo Lam, estaba haciendo lo suyo pero desde esa entraña cubana, tan distintos los dos. Esa es una tesis que ya no quiero mirar porque me da miedo de quién sabe qué tonterías habré dicho ahí. Me metí con toda la cosa antropológica de los antropólogos cubanos y toda esa cosa de la negritud, de toda esa cultura, me metí ahí profundamente.

La Feria del Libro de La Habana como que le anima la esperanza a muchos escritores que vienen porque ven una pasión por el libro.

Uno sabe que aquí siempre ha habido un gran fervor por el libro y la lectura. A mí lo que me da tristeza que mi libro no esté al alcance del lector cubano. Tengo mi libro de poesía de Casa de las Américas, el penúltimo de los que he escrito. El último se llama Los habitados, lo publiqué el año pasado. Cierra un ciclo porque son poemas sobre los enfermos que han estado encerrados durante tanto tiempo en los hospitales mentales y también es una despedida en forma de poesía a mi hijo, el reconocimiento de la pérdida, ese es el último libro. No descarto que Lo que no tiene nombre en algún momento se publique aquí basta con hacer esos contactos.

En Casa de las Américas hay algunos de esos libros que he dejado, otros en manos de amigos para que lo circulen, pero por supuesto el ideal sería  que pudiera publicar alguno de esos libros aquí.

Poemas de Piedad Bonnett: