Chocolate, la conexión humana

Omar González
5/1/2017

No es un milagro ni una realidad fortuita, y tampoco viene exactamente de donde parece. Allá los que no ven, los que, de tanto querer olvidarle, nos lo recuerdan siempre. 

A pesar del bullicio, medita. Siempre medita. Quienes lo juzgan a primera vista, se equivocan: lo pueblan de etiquetas, lo encasillan, tratan de acomodarlo en un molde demasiado pequeño. Su vida es un viaje permanente a la semilla, y su patria, la humanidad en pleno. Ahora viene en silencio por la calle Sol, en la reverberante Habana Vieja. Observa con atención el rostro, la figura y la sombra de los transeúntes, se detiene en los recodos de luz y se estremece ante las congojas y holguras del alma ajena y de la propia. Lo registra todo. A su lado, una mujer pasa contoneándose y un vendedor ambulante la convierte en metáfora. Hay picardía en sus ojos, hay también inocencia. Ya los retrató.


 

Mientras camina, pareciera que no toca el suelo; como si levitara, pero afincado en un firme de nubes. Mueve los brazos tímida y acompasadamente, con elegancia y a la vez con misterio, sin gestos obvios que delaten sus verdaderos sentimientos. Son los ademanes secretos que recorren su obra. Porque él es también un enigma, y lo que hace está marcado por la armonía contradictoria no solo de su vida, sino de todas las vidas posibles.

Mira siempre en lontananza, aunque tenga el horizonte al alcance de sus manos. (Vaya manera de ocultar la tristeza). Es alegre y tiene una risa abierta, pero su silencio semeja un abismo que no termina nunca. Piensa cada palabra que dirá, entre otras razones, porque la vida lo enseñó a no equivocarse y porque cultiva la rara virtud de la decencia, de no ofender a quien se quiere, de no hablar mal de los amigos. Él es un caballero.

Nació en la más necesitada e irredenta periferia de Santiago de Cuba, una ciudad donde la historia es también el aire, la luz, el tempo con que fluyen las cosas, y la gente se da a querer de tal modo que no hay visitante capaz de negarse al regreso; sin embargo, ama La Habana hasta el punto de que, fuera de ella, no puede hacer arte, que es su vida. A fin de cuentas, se trata de un santiaguero irreductible y, al mismo tiempo, de un habanero agradecido, lo que en términos simbólicos e, incluso, deportivos, representaría un oxímoron inocultable. Como decir agua seca, hielo caliente, desierto verde; “esta alegre tristeza que todavía es vivir”.

Adora a su familia con una entrega y fidelidad ilimitadas, solo explicable en los códigos de su acendrada hidalguía. Tiene una esposa que sería capaz de gobernar al mundo con tal de que nadie lo importune. Sus hijos lo idolatran, al igual que lo han hecho sus padres, sus hermanos y una legión de amigas y amigos que no cabría en el recinto donde ayer y ahora mismo expone sus ingenios más recientes, sus espléndidas colagrafías, óleos y esculturas de temas y colores raigalmente cubanos, pero inobjetablemente universales.

Les hablo, por supuesto, de un hacedor vitalísimo, de un demiurgo que es fuente inagotable de energía y que responde al nombre de Eduardo Roca Salazar, pero a quien nadie en este mundo sería capaz de identificar por tales señas; en cambio, dígase Choco, evóquese la fuerza ancestral de su cultura, y se tendrá ante sí a uno de los más importantes artistas cubanos de todos los tiempos. Un maestro cuya humildad —pienso en lectores sensibles y no en mercaderes de lágrimas— resalta su grandeza como ser humano y su indiscutible singularidad artística. Choco, entiéndase bien, es único, y diría que irrepetible, en la historia del arte cubano. Y no exagero: dígaseme otro que funde, sea y piense como él, y callaré para siempre.

foto del artista cubano Eduardo Roca Salazar (Choco)
Foto: Cortesía del autor

Si bien su estirpe proviene de una fusión de culturas patrimoniales, donde el resultado —aquello que Fernando Ortiz identificara como ajiaco—, siempre niega y supera a las partes, al tiempo que privilegia una noción de lo cubano no precisamente carnavalesca ni esperpéntica, sino arraigada en la conjugación de lo propiamente conceptual, lo simbólico y lo genuinamente popular; si bien todo eso, o quizás por eso mismo, la práctica artística en Choco rebosa un diálogo que va más allá de lo que se deja ver, inapresable en el disoluto juego de las apariencias, o mejor —ahora cuando todo se vende—, de los abalorios.

Sabido es su afán iconográfico ligado a la ritualidad yoruba y la inmanencia antropológica y figurativa que le es consustancial a su obra —el ser humano es su verdadera constante, todo gira en torno a él—; conocida es su relación con la tradición gráfica cubana, la que a su vez mucho debe al amplio registro europeo (España, Francia y Alemania), latinoamericano (México y Argentina) y estadounidense, pero poco se ha dicho de los nexos que la obra de Chocolate, al adentrarse en la neofiguración, establece con artistas tan versátiles como Jean Dubuffet, Francis Bacon, Kooning o José Luis Cuevas y, aún menos, de su cercanía, deliberada o inconsciente, a la obra compartida de John Ross y Clare Camille Romano, cuyo derrotero estético afinca sus raíces en los tempranos hallazgos gipsográficos de Pierre Roche (Algas marinas, 1893), en los metal prints de Rolf Nesh, autor de Hamburg Bridges (1932), emblemática siempre y tal vez la primera obra gráfica en la historia sustentada en recortar, adherir y ensamblar elementos metálicos sobre una superficie plana para después imprimirlos; hasta arribar a lo que parecería ser el parto definitivo del procedimiento colagráfico, con Michel Ponce de León, Boris Margo y sus adhesivos de celuloide, acetona y papel, y William Hayter y la aparición —ya en los años 50 del pasado siglo—, de los pegamentos acrílicos, que agilizarían el proceso con los más diversos materiales, añadiendo consistencia a las planchas, las cuales ya no eran solo de metal, sino también de cartón, madera y otros soportes y añadidos orgánicos o artificiales.

Así, hasta el hoy de esta novedosa técnica, la colagrafía, asumida por Choco y otros grabadores cubanos (Belkis Ayón, Raúl Alfaro y Miguel A. Lobaina e, incluso, mucho más jóvenes) como una expresión de resistencia ante las carencias económicas y materiales vividas en la Isla, principalmente durante los años 90. Pero en Choco la colagrafía ha sido mucho más que un recurso coyuntural, ha devenido el procedimiento distintivo de toda su obra en las últimas casi tres décadas. Y se ha desenvuelto con tal soltura en sus rigores y meandros, que hoy alterna la creación artística en este proceder con la docencia eventual sobre el mismo tema en importantes instituciones de Europa, América Latina y, sobre todo —véase el sentido que toman las cosas de la vida y la vida de las cosas—, en Estados Unidos, que sería, diciéndolo en buen cubano, como bailar en casa del trompo.

Con todos estos artistas, y más, dialoga formalmente la obra de Chocolate, y lo hace sin dejar de ser personal y auténtica. Se mueve con inusitada soltura entre la figuración informalista, la abstracción y un neoexpresionismo cómplice, querencioso de la figura humana. Todo ello sin traumas ni rupturas extremas, diríase que candorosamente; de ahí la confusión que genera en algunos de sus estudiosos. Porque Choco extravía con su habilidad a quienes acostumbran lecturas fáciles, lineales, retóricas o caprichosas de la obra de arte. Los advenedizos poco pueden hacer si de revelárnoslo se trata.

Hay, por supuesto, otros elementos característicos de la complejidad con que se estructura la cosmogonía de Choco. Algunos están a flor de piel, como los que resultan de su relación con lo cubano y la cubanidad; otros precisan de una indagación a fondo en los contextos de su formación y en sus referentes artísticos actuales. ¿Hasta qué punto sus obras representan variaciones de un mismo tema? ¿Por qué esa recurrencia a asuntos como el abrazo, el descanso o la danza y sus danzantes? La explicación estaría en el propio artista, en su capacidad de entregarse en cada obra, pero nunca al extremo de rasgarse las vestiduras.

Una de las revelaciones más divertidas de esos ingredientes definitorios del pensar y hacer de Choco, se manifestó cuando obtuvo el Gran Premio en la IV Trienal Internacional de Grabado de Kochy, en Japón, en 1999, y tampoco fue fruto de la casualidad. La formación académica de nuestros estudiantes de arte —y Choco abundó en ella cuando cursó estudios de Licenciatura en Historia del Arte en la Universidad de La Habana—, comportaba (ojalá que todavía) un vasto y hondo recorrido por las más depuradas técnicas, estilos y tecnologías del dibujo y la gráfica orientales. Profesores artistas como Servando Cabrera Moreno, Antonia Eiriz y Jorge Rigol, por solo mencionar a tres de los más conocidos, se adentraban frecuentemente en la síntesis, sencillez y elocuencia del trazo, la curva, la línea y la mancha del arte oriental, específicamente del japonés, tan diferente del chino y el indio. Mediante la observación permanente, esa eterna relación entre el ideograma y el pictograma ha enseñado al ojo humano de aquellas latitudes a simplificar lo real, procurando siempre la forma equilibrada, agradable, acompasada, de los objetos y hasta de los sentimientos. Todo en el arte oriental remite a un símbolo; todo en la obra de Choco comporta una cualidad no menos alegórica. Por eso, al recordar cómo se produjeron las deliberaciones del jurado de la trienal, no puedo sino reafirmarme en lo que pienso acerca de la universalidad y la eficacia expresiva de la obra de este artista.


Foto: Internet

Me cuenta el propio Choco que la participación de los más de cien mil concursantes fue absolutamente anónima, y que mientras quitaban y ponían el velo que cubría las obras finalistas para decidir cuál sería la ganadora, nadie se percató de que el autor de aquella pieza era un cubano y no un asiático, y que seleccionaron su Elegüá justamente por “el predominio de la síntesis y la eficacia artística”. Se convertía, de hecho, en el primer extranjero que obtenía el Gran Premio en la historia de este importante evento, con lo que se puso de manifiesto, según me ha confesado, “una extraña conexión de mi obra con el arte japonés más genuino”. Una conexión esencialmente humana, nada tecnocrática, raigalmente cultural y, por lo mismo, crítica.

Choco no es un milagro ni una realidad fortuita, y tampoco viene exactamente de donde parece, ni lo hace solo de la manera que muchos le atribuyen; su tránsito hasta lograr la perfección actual de su obra —ha dicho que pinta cuando hace colagrafía y hace colagrafía cuando pinta—, es mucho más complejo, sedimentado y riguroso que las fórmulas antojadizas con que lo clasifican los entomólogos culturales.

Y bien, aquí está Choco ante mí, en su templo de la Calle Sol, sumergido en un torbellino de imágenes que crece diariamente, que se arma y desarma, rodeado de colagrafías en papel, esculturas y óleos no menos colagráficos, arremolinado por los recursos visuales y temáticos que distinguen su obra: el rostro y el cuerpo humano, los símbolos religiosos, los signos cotidianos, la naturaleza, el dolor, el amor, la tristeza, lo sublime, el apego al concepto, el color, el volumen y una composición basada en el collage y en tonos compactos y contrastantes. ¿Acaso también pop?

Por eso, quien tenga la dicha de contemplar este muestrario e interactuar con tal espectáculo de luces y sombras, de claroscuros y reverberaciones, quedará impactado por una diversidad que es mucho más esencial que temática, más humana que formal, más honda que propiamente espectacular, lo que se reforzaría si entendemos, llevados de la mano por Chagall, que el arte es, sobre todo, “un estado del alma”.

Y el alma de Choco es también divertida. Entra y sale de sus obsesiones temáticas con un candor de niño adulto que ofrece guiños y travesuras al espectador y se los prodiga a sí mismo. Es lo que advierto en la pieza titulada Te estoy mirando (¿Te estoy cazando?, me pregunto), en la que el ojo —y “el ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”, al decir del gran poeta español Antonio Machado—, se trasmuta en el señorito blanco de buen vivir (y, por ende, de buen ver), posado en la retina. ¿Quién mira a quién, el cazador o la presa? Es el hombre negro sufrido en su rol tradicional de presa que se rebela, esta vez con atributos de Oshosi, es decir, para proteger y hacer justicia. Y todo este denso aparato conceptual, expresado de la manera más sencilla, precisa y eficaz posible.

Otras colagrafías de connotaciones por rebelar y trasfondos culturales intensos y personalísimos, son las tituladas Colibrí (¿fórmula apresada en la mente, libertad del vuelo, estructura simbólica del propio dibujo, frenesí de la línea, contraste del concepto y la realidad?), El equilibrista (¿homenaje a Leonardo, complejidad de la armonía, crítica social?), Cosido con presillas (dolor, ensañamiento, el ojo mágico ancestral), Bemba colorá (banalización, alegría, folclorismo, desgarramiento, y otra vez el dolor empozado en la mirada), Venus (ironía, parodia, ¿Botticelli a esta hora? Nada es casual: El nacimiento de Venus fue un desafío a la pintura de su época), y, por último, esa joya que resulta el homenaje a Compay Segundo, donde el mayor tributo es la síntesis.

Si de óleos se trata, llamo la atención acerca del titulado Rostro (2004). Profundamente expresivo, un tanto baconiano, pero elocuente de la intención colagráfica del autor, esta pieza clasifica como una de las más importantes de la muestra. Otro tanto me ocurre con Cupido, un lienzo colmado de alusiones y signos contrarios, en el que el pequeño y travieso dios (¿Ossaín repudiado y culpable?), hijo de Venus y Marte —vaya paradoja— aparece en un transculturado porte de infante guerrero.

Las esculturas colagráficas son el compendio de todos los aciertos de Choco en este fugaz recorrido de la mirada cómplice. En ellas alcanza sus cotas más elevadas, y el artista consigue, sin dudas, algunas piezas que se cuentan entre las más sugerentes de toda su trayectoria. Ya lo hacía ver el propio Choco en la extensa confesión ocasional que hiciera para las estampas habaneras filmadas por Thierry Gautier y Annie Cutaia, al referirse a ellas como obras muy importantes para él, contextualizándolas en el entorno cotidiano de su estudio de La Habana Vieja. Y lo señalaba el escultor santiaguero Alberto Lescay cuando, en un documental del realizador Pablo Massip, afirmara que “Choco necesita de la tridimensionalidad” para expresarse cabalmente. Estamos hablando, entonces, de obras de plenitud y madurez, de trabajos esenciales.

Las piezas de la serie “El descanso” refulgen por su concepción, su belleza y el esmero de su acabado. En ellas aparecen, al igual que en otras de sus obras tridimensionales, múltiples fragmentos de las colagrafías que el artista ha realizado y que están o no ahora mismo en el estudio. Al observarlas y relacionarlas con el resto de la muestra, uno siente el efecto que provoca estar en el vórtice de un ciclón de imágenes francamente seductoras, a la vez que descubre cómo la historia personal de Choco, su imaginación y creatividad, así como la impronta del tiempo y de los avatares, se nos revelan en los materiales que ha utilizado y en la supuesta aleatoriedad con que los ensamblara primigeniamente sobre las planchas. Porque es allá, en aquel entonces, donde estaría la explicación de toda su obra; la verdadera semilla.

Dejo 7 potencias —entre las esculturas la más contundente y enjundiosa—, para disfrute de sus posibles espectadores, sea a la vera del puerto de La Habana o en otras latitudes. Fíjense bien cuánta alegoría hay en esta obra mayor.

Este es, en fin, el testimonio de vida que nos va dejando un artista cuya mayor angustia sería no poder trabajar. Este es el Choco que he visto crecer y crecerse en el tiempo, y tal la parte del repertorio que decido mirar cuando lo visito en su estudio. Es el hermano entrañable que pudiera suscribir estos versos de nuestro común amigo Jesús Cos Causse, en el extraordinario poema que dedicara a Fidel: “Nací con las manos vacías y tan lejos de la fuente,
que nunca tuve rostro en la infancia y siempre tuve sed”.

Colmada la sed, Choco es el rostro en gratitud, y su obra, parte esencial de la fuente.

Allá los que no ven, los que, de tanto querer olvidarlo, nos lo recuerdan siempre. Son los ciegos de alma y los tuertos con ley. Yo me entiendo.

Chocolate es un premio para esta isla joven, y Cuba lo agradece. ¿Puede pedirse más?

 

Fuente: El ciervo herido, blog del autor