Con el rumor de todo el tiempo

Agustín Labrada Aguilera
29/6/2020

Por esos círculos que dibuja la Historia, las analogías se reiteran con pavor en el tiempo. Bajo el mismo cielo donde falleció el primer poeta romántico de nuestro idioma, José María Heredia, dejó de vibrar el corazón de Eliseo Diego, abierto a los latidos de esa “isla pequeña rodeada por Dios en todas partes”.

El diáfano escritor de Orígenes unió su suerte a la de aquel joven rebelde que desde el exilio pudo vislumbrar, azotado por la nostalgia, la desnudez de su tierra. En la ciudad de México, se cerró su mirada para no volver a encontrarse con sus ríos. Nunca lo vio morir la isla más hermosa que ojos humanos vieron.

Pienso en el azar concurrente que una mañana de mi adolescencia me llevó hasta el fondo de una tienda rural, donde estaba abierto un libro de Eliseo que hice mío sin que nadie lo reclamase, pues se hallaban atendiendo a mi padre que traía desde la ciudad, en un camión comercial, la esperada mercancía.

Recuerdo el primer verso leído, que repetí con extraño placer, mientras mi padre conducía por caminos donde se enlazaban los extraños pueblos Las calabazas, Buenaventura, San Agustín de Aguará: “Es así que la casa deshabitada, por la tarde, suena de pronto como el cordaje de un barco…”.

En aquellos días, yo trabajaba en una fábrica e iba por las noches a la escuela. Así que entre ambos actos hallé refugio en la biblioteca provincial y fui identificándome con los versos que tejían, como enigmas hasta rozar el alma, El oscuro esplendor, Versiones, En la Calzada de Jesús del Monte

Poesía bondadosa en su génesis cristiana o como apunta Vitier: “Memoria entrelazada de las imágenes de la infancia, de la patria virginal y de las figuras o revelaciones sagradas de la especie (…) en el discurso que llega a una tensión en que la retórica es el sello espontáneo y sustancial de la alabanza”.

Creí ver el cielo como álamo en el almendro de mi abuela, las polvorosas paredes entre la luz que al taller industrial bajaba…; y, mientras sustituía las piezas vencidas de una sierra circular o ajustaba los frenos de una grúa, llegué a preguntarme cómo era ese escritor que tanto había indagado en la soledad.

La suerte vino a mí y una noche pude escucharlo y verlo en una casa colonial, en el mismo centro de Holguín. Allí leyó algunos textos que enriquecerían su sugerente colección Libro de quizás y de quién sabe; entre ellos, uno —dicho con una ironía más bien triste— en el que se metaforizaba como fantasma (años más tarde se publicó el libro: alianza entre ensayo y poesía, síntesis de las obsesiones espirituales y temáticas que Eliseo fue labrando en toda su obra, cincelada con tal énfasis reflexivo que solo puede sostenerse sobre la profundidad de un pensamiento humanista, en comunión con la belleza).

“Desde muy joven —lo confieso— me han gustado los fantasmas. Me apasionan las historias de sus desventuras. / Hoy —lo confieso—, aproximándose la hora de convertirme en uno, ya no me gustan tanto”, leyó con lentitud para, de inmediato, referirse a las muchachas con una comedida devoción.

No me atreví a manifestarle mi admiración en aquella marea de elogios. Solo estreché su mano y en su mirada descubrí la osadía de un niño fundida con la paz de un patriarca que vuelve para recordar, como el mejor hallazgo de su búsqueda y en términos lezamianos, la fiesta innombrable de la cubanía.

Si en su obra En la Calzada de Jesús del Monte, el poeta se extasía en la celebración del criollismo señorial con un lenguaje levemente oratorio y por instantes como concebido para el teatro, en Por los extraños pueblos se vuelca hacia interioridades de su país, en las costumbres y los ritos de nuestra insularidad.

 Cubierta del libro Por los extraños pueblos. Foto: Cortesía de la Biblioteca Nacional de Cuba

Un caserío en ruinas, un paisaje que muere ante la noche para abrirse a otra escena en la penumbra, hábitos familiares dibujados con sutileza de pintura oriental. Eliseo va exhibiendo así “los colores y sombras de mi patria”, como quien nos presenta a una novia y dice (en silencio) su canción misteriosa.

La identidad no debe buscarse aquí en un nacionalismo a ultranza, ni en una configuración folclorizada de estampas caribeñas, sino en rasgos más sutiles señalados ya por Cintio Vitier: memoria, ornamento, cariño y lejanía, que no requieren de estereotipos para representar la idiosincrasia cubana.

La historia es siempre una versión; la patria, una metáfora. En las versiones, el pasado manifiesta distintos perfiles. Existe un perfil épico y un perfil lírico como hay una patria superficial (como foto turística) y una patria profunda, de resonancia íntima y desgarrada tradición, igual que los recuerdos.

 Cubierta del libro Por los extraños pueblos. Foto: Cortesía de la Biblioteca Nacional de Cuba

El recuerdo es el ámbito y el trazo de su fiesta. No están la pasión desbordada de Whitman frente a la muchedumbre, ni el miedo a los espacios infinitos de Rainer María Rilke. Iglesias y palmas, estíos y llanuras orquestan nuestro símbolo con más aire que tierra en los linderos que dispone la mar.

En la radiante costa de mi pueblo

rompe la paz de la llanura prodigiosa,

en la radiante costa de mi pueblo,

en la pared salvaje.

Dime del mar y de los resonantes caracoles,

en tanto pienso en la llanura vastamente,

y miro la profunda noche,

y escucho su resaca suavísima en las tejas.
 

Misticismo isleño de sosegada alegoría, pensé en el amor a mi país al leer los versos. Sentí también la soterrada angustia de sus ceremonias, la incertidumbre —tras la inocencia musical— que sella al ser cubano como si respondiese a un conjuro y a la vez asumiera eternamente la máscara del baile.

¿Qué fue Diego sino un fotógrafo que supo retener en imágenes escritas esos fragmentos de luz y sombra que establecen su expresivo reino en la realidad? ¿Acaso no se cristalizan en ellas el instante y lo eterno? La fotografía no es entonces, como afirmaba Jean Cocteau, la única forma de matar la muerte.

Parte de esta poesía está sustentada en la cadencia del versículo y en ella se respira un aire barroco tras la enumeración de los objetos cotidianos, que se magnifican con intenciones fundacionales y deseos de permanencia. Se fabula la realidad para equilibrar el sentimiento de pérdida y el temor al vacío.

Al nombrar, con ademanes épicos, el autor de En las oscuras manos del olvido funda los dominios de la memoria como testimonio de su ser en el tiempo, y entabla un diálogo no solo con su circunstancia, sino también con el pretérito (mítico e histórico) en un proyecto de perdurabilidad desde la palabra.

Voy a nombrar las cosas,

los sonoros altos que ven el festejar del viento,

los portales profundos

las mamparas

cerradas a la sombra y al silencio

(…)

Y nombraré las cosas, tan despacio

que cuando pierda el Paraíso de mi calle

y mis olvidos me la vuelvan sueño,

pueda llamarlas de pronto con el alba.
 

Tiempo después viví en La Habana y encontré a Eliseo en sus homenajes, siempre con su barba canosa y a veces con una pipa de marino entre sus labios, dispuesto a irse por los mares de su imaginación para verterlos en páginas de oro. Eliseo asediado también por “…la maldita circunstancia del agua…”

La ciudad del recuerdo transmutada en mito trasciende a la ciudad real, me decía mientras caminaba por el río de piedras —según metáfora de Abel Prieto— donde se alzó la Calzada de Jesús del Monte, convertida en un caos urbano y descolorido, como esos barrios de Lisboa que aparecen en las películas.

Cubierta del libro En la Calzada de Jesús del Monte.

El Dublín de Joyce, el Buenos Aires de Cortázar… transfiguradas igual que esa oscura calzada, donde el demasiado polvo no borra aún los destellos de una poesía, cuyo autor se nos ha ido mientras una muchacha tocaba un violín triste en la estación del metro Balderas y dos niños no encontraban la luna.

El cielo gris de la Ciudad de México es un puerto distante y distinto de esa otra urbe caribeña bajo el sol que nombran La Habana. La muerte convencional en Eliseo asumió una condición de lejanía, y en el juego metafórico de claroscuros —latente en sus ficciones literarias— gana este último acto la tiniebla.

Calzada de Jesús del Monte,

aquí demuestras tu gran sabiduría,

tu corazón inteligente,

porque no cargas la podredumbre tonta de la muerte,

porque no eres el Cementerio mudo de Colón,

que tememos,

y nos enseñas la fertilidad que hay en los cadáveres

calados de intemperie…
 

Recorrí la calzada por curiosidad novelesca igual que la costa en que desembarcó el almirante genovés y el cruce de ríos donde mataron a José Martí sobre un caballo. No busqué la amistad de Diego. Me bastaba dialogar con su poesía, donde aún vive su espíritu y a la que acudo como a una fiel amiga.

Es “Bajo los astros” para mí su texto más estremecedor, que converge con aquel poema de Trilce, donde se pregunta por las personas mayores que han dejado a los niños solos en la casa. En ambos, no se persigue la belleza como fin, sino la exploración en los recodos psicológicos y emocionales del hombre.

Aquí, como en otros fragmentos de su obra, la poesía de Diego se universaliza y se renueva. Alcanza nivel universal porque aborda el tema del miedo, una preocupación del ser humano que (desde sus orígenes) lo ha llevado a crear desde sistemas religiosos hasta fortalezas como la Muralla china.

La renovación no está en las palabras. Diego escoge un lenguaje sencillo y a veces coloquial. Se halla en el conjunto, tal y como proponía el teólogo del romanticismo alemán Scheleirmacher, y no en transgresiones en la sintaxis o en la morfología. En esto es similar a las páginas de Franz Kafka y Marcel Proust.

La última vez que vi a Diego fue en una fiesta, un domingo por la tarde. Entre rones y música, de la fibra más cubana, sonreía, advirtiendo tal vez a los escépticos: “Mañana será la Isla / como la vio Cristóbal (…) en amistad la hierba con el mar, tierra naciente / de transparencia en transparencia (…)”.

Con una mirada cómplice, autografió un cuaderno con el cual festejaba sus setenta años, y me dijo como un secreto: “Yo lo felicito, Agustín, por tener una novia tan bonita”. Ella sonrió y lo dejamos para que mirase cómo el crepúsculo atravesaba los vitrales y extendía su púrpura por la Plaza de la Catedral.

Pero no llegué a decirle que nosotros fuimos también: “…los niños que juegan en las salas del polvo…”, que compartimos su herencia metafísica y que tan “…solo un sorbo de café nos amiga / en su dulzura con la tierra…”; pues su poesía, Eliseo, nos devuelve la luz con el rumor de todo el tiempo.

Del libro Más se perdió en la guerra (1999). Universidad de Quintana Roo, México.