Coral de honor y algunas reservas

Joel del Río
17/12/2018

Por el altísimo nivel de la muestra en concurso, emparejada con un Panorama Internacional (galas incluidas) compuesto a partir de lo mejor y más renovador que ha producido el cine mundial a lo largo de 2018, la cuadragésima edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano muy bien pudiera otorgarse a sí misma un Coral de honor por la actitud de insomnio interrogante y sostenido, durante cuatro décadas, respecto a la continuidad de un proyecto cinematográfico abarcadoramente continental.

Los logros del evento, su calidad sostenida y sus aportes, colindan con el milagro dispuesto a develar la sabiduría, en tanto vuelve a ocurrir, cada diciembre, con una alegría que brota de su salud espiritual, dignidad estoica de apostar a la búsqueda, todos los años desde 1979 hasta ahora, del atajo inconformista capaz de reunir, sobre todo, los filmes más críticos, artísticos y humanistas, capaces de esquivar las peores simplezas del comercialismo más rústico y frívolo.

Una vez reconocidos la suerte y el mérito de la cultura cubana de haber sostenido un festival que suele apresar lo bello trascendental, muchas veces disuelto en el océano de las mercaderías mil veces repetidas, concebidas desde la evasión o el exotismo, se impone repasar los instantes más o menos afortunados de un evento marcado por la disminución perentoria de las salas de exhibición (lo cual obliga a restringir la programación y la cantidad de pases de cada filme), la calidad mediana o francamente mala de algunas proyecciones (sobre todo La Rampa y algunas salas del Infanta, como si se menospreciaran las óperas primas o los documentales nucleados en esas pantallas) y la evidente disminución de espectadores por la crisis del transporte público que se empeora en horas de la noche, aunque debe reconocerse que el entusiasmo alcanzó el tope en las múltiples exhibiciones de la coproducción hispanocubana Yuli, la biografía de Carlos Acosta, o de Inocencia, obra de corte histórico producida por el ICAIC, sobre el asesinato de los ocho estudiantes de Medicina, ocurrido el 27 de noviembre de 1871. Muy bien promocionada en los medios nacionales, un hecho que, junto con sus calidades y honestidad a la hora de acercarse a la historia nacional sin didactismos ni excesos librescos, Inocencia terminó por granjearse las simpatías de un amplio público, simpatías expresas en el premio de la popularidad.

Y es que por mucho que se resalte la vocación universal y ecuménica del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, el evento ha sido, también, a lo largo de sus cuarenta ediciones, índice principalísimo para reconocer los mejores filmes cubanos, como ocurrió cuando recibieron premios Coral Suite Habana, José Martí, el ojo del canario y Últimos días en La Habana, de Fernando Pérez, y ganaron altos reconocimientos por especialidades El cuerno de la abundancia, de Juan Carlos Tabío o La película de Ana, de Daniel Díaz Torres, por solo mencionar algunas de las películas cubanas recientemente galardonadas.

Este año se confirió, para sorpresa de muchos, incluido este redactor, el segundo premio Coral en importancia a tres filmes cubanos producidos por el ICAIC y de muy dispares logros estéticos y narrativos, evidentemente por debajo de algunas piezas en concurso procedentes de México, Argentina o Brasil. Las ganadoras, en igualdad de condiciones, del Premio Especial del Jurado fueron Inocencia (Alejandro Gil), Nido de Mantis (Arturo Sotto) e Insumisas (Fernando Pérez y Laura Cazador), y si bien la primera de ellas resultó ganadora también del premio Signis, y de la popularidad, ninguna de las otras dos producciones cubanas vencieron en alguna otra categoría por especialidades, como si el jurado hubiera querido congratular al país anfitrión, pero le resultaba difícil, o imposible, elegir un título cubano por encima del otro y hubieran recurrido al expediente del galardón grupal, indiscriminado e igualitarista, tal vez temeroso de los cuestionamientos que implicaría una decisión más arriesgada y provocadora.

Cartel de Rojo, del argentino Benjamín Naishtat. Fotos: Internet

El empeño de los jurados por exaltar el talento del país que ha organizado 40 ediciones de un Festival de permanente trascendencia, se manifestó también en la entrega del Coral al mejor cortometraje documental para Los viejos heraldos, de Luis Alejandro Yero (producida por la Escuela Internacional de Cine y TV, de San Antonio de los Baños), mientras que el Coral de Guión Inédito fue para Panamá al Brown, del cubano Manuel Rodríguez, y el Coral de Post-Producción reconoció los méritos de En la caliente, de Fabien Pisani (coproducción cubano-francesa). En los premios colaterales se visibilizaron también los valores de los filmes cubanos Insumisas, que recibió el premio de la campaña Súmate, e Inocencia, la cual alcanzó el premio cibervoto del Portal de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, y el galardón que otorga el Círculo de Cultura de la UPEC.

A juzgar por semejante cascada de premios máximos, y teniendo en cuenta la función medidora del Festival en cuanto al cine nacional, pudiéramos pensar que nuestra producción cinematográfica goza de excelente salud, y atraviesa uno de sus mejores momentos en tanto genera filmes muy por encima de los mejores títulos argentinos, mexicanos, brasileños y de otros países latinoamericanos que vimos en esta ocasión. Sin embargo, tal conclusión resultaría apresurada, inexacta y de un inoperante chovinismo cuando se comprueba que fueron desprovistos de todo reconocimiento títulos de excelencia como el mexicano Museo (Alonso Ruizpalacios), el brasileño Domingo (Clara Linhart y Felipe Barbosa), el uruguayo Belmonte (Federico Veiroj) o el argentino Rojo (Benjamín Naishtat), amén de la paraguaya Las herederas y de la dominicana Miriam miente, óperas primas respectivas de Marcelo Martinessi y de la pareja que integran Natalia Cabral y Oriol Estrada. 

Cartel de Museo, del mexicano Alonso Ruizpalacios. 

Por lo menos, a muy pocos espectadores se les ocurriría discutir que el máximo Coral del evento, en ficción y documental, debía ser entregado, como ocurrió, a sendas producciones colombianas: la muy aplaudida Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego, trágica, poética y elíptica narración sobre el origen del narcotráfico y su incidencia en la comunidad wayú. Este filme también se alzó triunfador en la especialidad de Música Original y, pocas horas antes de que se entregaran los Corales, había resultado elegido, en los premios colaterales, como el mejor por la Asociación Cubana de la Prensa Cinematográfica (ACPC) y ganador del premio del Instituto Superior de Arte. El cine colombiano también ganó un premio Coral por la contribución artística, en la competencia de óperas primas, por Los silencios, dirigida por la brasileña Beatriz Seigner, mientras que la competencia documental fue coronada por el premio a Ciro y yo, de Miguel Salazar.

 Pájaros de verano, de Ciro Guerra y Cristina Gallego, se alzó con el máximo Coral de
la edición 40 del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, de La Habana. 

Además de los cubanos y colombianos, los profesionales del cine mexicano ganaron prácticamente el resto de los principales premios Coral, aunque de todos modos sorprendió el triunfo, contra todo pronóstico, de Nuestro tiempo, opus autoral de Carlos Reygadas, de una honestidad y verismo rayanos al deleite narcisista. El autorretrato autocomplaciente de Reygadas fue reconocido con los premios Coral como mejor dirección y mejor fotografía, además del prestigioso premio FIPRESCI, mientras otros filmes mexicanos accedían a galardones menores como el premio a la mejor actuación femenina para Ilse Salas por Las niñas bien, mientras que el Coral Especial del Jurado, en la competencia de ópera prima, fue para La camarista (Lila Avilés). Y surge la interrogante, cuya respuesta jamás conoceremos, de lo que hubiera ocurrido si esa oda al poder sensorial de la nostalgia que es Roma, de Alfonso Cuarón, no hubiera sido sacada de la competencia por miedo a que la distribución de premios resultara demasiado previsible, en caso de que ganara, o demasiado escandalosa, en caso de que fuera ignorada por el jurado.

La excelente representación argentina, que se esperaba triunfante en todos los rubros, tuvo que conformarse con el premio al mejor guión para Joel (Carlos Sorín), el Coral de Actuación Masculina para Lorenzo Ferro por El Ángel, el premio especial del jurado en documental para El camino de Santiago (Tristán Bauer) y el de Dirección de arte para Sangre Blanca. El muy notable filme histórico uruguayo La noche de 12 años, que revisa los años oscuros de la dictadura militar, alcanzó el Coral de Edición y el de Sonido, además del Premio Glauber Rocha que otorga Prensa Latina y el Roque Dalton que confiere Radio Habana Cuba.

Mientras que el Coral para el largometraje de animación correspondió al brasileño Tito y los pájaros, en la siempre reñida competencia de óperas primas triunfó la peruana Retablo, también reconocida con el premio Caminos que otorga el Centro Memorial Martin Luther King. Precisamente en uno de los segmentos que demuestra mayor emergencia en Cuba, el de los cineastas debutantes, el jurado de ópera prima nunca se dejó impresionar por los méritos de El viaje extraordinario de Celeste García (Arturo Infante) y Un traductor (de los hermanos Rodrigo y Sebastián Barriuso). Esta última terminó ganando el premio colateral El Mégano, de la Federación de Cineclubes de Cuba.

La edición 41 rendirá tributo al aniversario 60 del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), al cumpleaños 80 de Leo Brouwer, quien le puso música a varias de las mejores películas cubanas de todos los tiempos, y al centenario de Santiago Álvarez, uno de los más importantes documentalistas latinoamericanos, a quien estará dedicado el próximo certamen. Merecidísimos homenajes todos ellos, aunque en conjunto pudiera reaparecer cierta sensación sobre un nacionalismo creciente, y bastante impropio, de un evento que nació y creció sobre plataformas ecuménicas y cosmopolitas. Estamos hablando solo de una sensación, una posibilidad, una tendencia quizás aleatoria, originada por la ineludible autovaloración, que nunca debería derivar en la exagerada satisfacción con lo que se ha logrado.

Por suerte, en la práctica, las pantallas de esta edición 40 atendieron al catálogo más completo e impactante del cine realizado durante los últimos doces meses en los más diversos países. Pudimos ver los filmes más recientes y conspicuos del alemán Wim Wenders (El Papa Francisco, un hombre de palabra), el danés Lars Von Trier (La casa que Jack construyó), el iraní Jafar Panahi (Tres caras), el chino Jia Zhang-ke (Ash is Purest White), el francés Jacques Audiard (The Sisters Brothers), el italiano Matteo Garrone (Dogman), el serbio Emir Kusturica (El Pepe, una vida suprema), el español Jaime Rosales (Petra) y el japonés Hirokazu Kore-eda (Un asunto de familia)… Seguramente me salté algún imprescindible, pero el Festival de La Habana también se ha vuelto inabarcable, un adjetivo que suelo reservar para las coberturas del festival de Toronto publicadas en este mismo sitio.