El cartel cubano llama dos veces (I)

Sara Vega Miche
27/1/2017

Luego de la llegada del cinematógrafo en fecha tan temprana como 1897, en Cuba se optó por la importación de filmes y, como en el resto del mundo, por la documentación testimonial de hechos relevantes ocurridos en la sociedad sin pretender en modo alguno desarrollar una cinematografía nacional.

En esos primeros años del siglo XX, el público disfrutaba historias europeas y las famosas divas italianas sin preocuparse por el origen de estos filmes, y no se cuestionaba si en algún momento podrían surgir filmes cubanos. Sin embargo, a lo largo de la primera mitad del siglo hubo algunos pioneros que insistieron en realizar la filmación de eventos religiosos y sociales, y realizar películas criollas. Si a alguien le correspondió el mérito de ser uno de esos pioneros del cine nacional, como director insigne y constante, fue a Enrique Díaz Quesada, quien con el apoyo como productores de los empresarios y distribuidores Pablo Santos y Jesús Artigas —representantes de la casa Gaumont de París—, llevó a vías de hecho muchos filmes en el período iniciático.   

Por otra parte, la influencia norteamericana en la Isla desde mediados del siglo XIX se incrementó a partir de la terminación de la guerra hispano-cubano-norteamericana (especialmente con la primera intervención del país norteño desde 1898 a 1902). Esto condicionó en los cubanos la mirada hacia la modernidad que representó en aquel momento Estados Unidos.

Durante, y con posterioridad a la Primera Guerra Mundial, la importación de filmes europeos se vio afectada al ser sustituida, paulatinamente, por la de filmes norteamericanos y, en menor medida, películas mexicanas y argentinas.

Como resultado de los intentos de aquellos pioneros por realizar filmes, se produjeron en esa etapa algunas películas que, lamentablemente, no sobrevivieron. Sin embargo, en la Cinemateca de Cuba se conservan dos carteles de esos años: La manigua o La mujer cubana (1915), para promover el filme de Enrique Díaz Quesada, y El veneno de un beso (1929), destinado a la publicidad de la cinta dirigida por Ramón Peón, ambos concebidos para ser impresos en los Estados Unidos en litografía y en formato 71,5 x 106,5 cm y  104 x 69,5 cm, respectivamente.

En el caso de La manigua o La mujer cubana llama la atención, en tanto elemento destacado de la composición, el rostro del General Máximo Gómez enmarcado en un óvalo, algo muy usado en la época como recurso para resaltar la importancia de la imagen. Debajo, a la derecha, está la imagen del Castillo del Morro y el dibujo de dos banderas cubanas, una detrás del rostro del General y otra ondeando sobre El Morro. El título del filme y el resto de los elementos usados nos hacen pensar que, aun impreso en Nueva York, es probable que el cartel lo haya realizado un diseñador cubano. Como detalle interesante puede señalarse que el nombre del director del filme, Enrique Díaz Quesada, aparece bajo el rubro de fabricante. Ello ilustra la precariedad de la incipiente producción nacional, concebida como un producto y no como obra artística.

Foto: Cortesía del autor

Por otra parte, en el cartel de El veneno de un beso, realizado con posterioridad, resulta evidente el canon de la época en materia gráfica. Ocupando casi todo el plano bidimensional, aparecen reproducidos los rostros de los actores protagónicos del filme. Estas imágenes impresionan, pues nos remiten a las fotos “retocadas” en los estudios fotográficos debido a la utilización de colores pasteles e iluminación muy al uso en la época. Con una marcada intención, se resalta con un gran puntaje el nombre del actor, Antonio Perdices, y se enfatiza su parecido con el actor de origen italiano Rodolfo Valentino. Es interesante señalar, además, lo que quizás fue una ingenua pretensión: debajo del título, entre paréntesis y en menor tamaño, aparece el título del filme traducido al inglés: The Poison of the Kiss.

Con el paso del tiempo, Hollywood ganaba terreno en la Isla en todo lo referido a la exhibición cinematográfica. Cada año crecía el número de filmes norteamericanos exhibidos tanto en la capital como en otras salas del país. Cuba era un mercado cautivo de los Estados Unidos: códigos y patrones norteamericanos se impusieron gradualmente en el gusto de los cubanos. Los filmes venían acompañados de sus carteles y campañas promocionales, e incluso, para muchos de ellos se construyeron displays —montajes escenográficos— usados como otra variante promocional importada desde los Estados Unidos. En términos de concepción, dibujo, diseño, los diseñadores cubanos asumieron esta importante influencia.

Frente a una exhibición extranjera que no dejaba espacio, ni estimulaba el desarrollo de una cinematografía cubana, no existió interés para la realización de carteles nacionales. Los filmes cubanos realizados durante las décadas de los treinta, cuarenta y cincuenta en Cuba, representaron una exigua cantidad poco comparable con los producidos en otras regiones del área. De estos carteles diseñados por cubanos se conservan solo unos pocos. Resultaba más atractivo, para el espectador medio, conservar el poster de una película extranjera (debido a la presencia de rostros de actores o actrices famosos) que el de una película cubana. Esto dificulta tener certezas y establecer generalizaciones respecto a estos últimos. Sin embargo, el estudio de tal exigua producción nos permite aventurar algunas hipótesis a partir de ciertas evidencias, y considerar así elementos que resultan característicos de la publicidad en Cuba durante esos años. Sobre todo cuando es observable su presencia en otras variantes promocionales: carteles turísticos, postales, cubiertas de revistas, todas concebidas para vender la imagen de la Isla.

A pesar de las influencias ejercidas por los carteles norteamericanos y los mexicanos de su Época de Oro, se advierte en los carteles cubanos la recreación de elementos figurativos considerados como expresión de la «nacionalidad cubana». A esas imágenes correspondientes a la música, el baile y lo rural cubano, se incorporó la figura femenina representada con un vestuario seductor para dejar descubiertos muslos y pechos, exageradas caderas y una sexualidad expresiva en posturas eróticas, todo con el fin de atraer al público, mayoritariamente masculino. En muchos de los carteles aparecen fondos con paisajes típicos cubanos: campos, cañaverales, ingenios, carretas. En otros se reproducen escenas de baile y carnaval con farolas y notas musicales. Una marca distintiva en algunos carteles es la ubicación de rostros conocidos de actores radiales de programas humorísticos, quienes desempeñaban roles en los filmes cubanos con el fin de atraer público, los cuales compartieron espacio con los nombres de los protagonistas. Junto a sus nombres aparecía la imagen de músicos y cantantes famosos: Ernesto Lecuona, Rita Montaner, por ejemplo. También aparecían pentagramas con notas musicales, como fueron los casos de Hotel de muchachas (1950) y Cuba canta y baila (1951).

Los carteles de cine cumplían fielmente determinados parámetros técnicos de la publicidad: alto puntaje de los textos y destaque del título y créditos, imágenes a gran escala, además de la utilización de otros elementos para concitar el interés del espectador. De ahí la reiteración de fórmulas y esquemas. Como era usual, estas imágenes eran puramente figurativas y convencionales, y en algunos casos pretendían despertar la imaginación del espectador potencial falseando, incluso, la esencia del filme. Tan frecuente se hizo esta práctica que en la revista Cinema se llamó la atención sobre el asunto, pues la expectativa creada era, en muchas ocasiones, superior al filme. “En el negocio del cine, en alguna ocasión, se han tenido que sufrir contratiempos inexplicables al parecer, por hacer ver en los anuncios de un filme lo que en la pantalla solo se podía apreciar haciendo un esfuerzo mental para poder justificar la insinuación falsa de una propaganda amañada”. [1]

Esta aseveración de Enrique Perdices, director de Cinema, era válida tanto para los carteles que venían del exterior como para los realizados en el país.

Se nota en estos carteles de gran formato —muy usado en la época, como consecuencia de la influencia norteamericana— un marcado horror vacui en el que todo el espacio era cubierto de letras, imágenes, signos de admiración y aquello que pudiera ser colocado hasta el exceso, con la creencia de que así se cumplían los objetivos publicitarios. La técnica usada en la impresión de estos era la serigrafía, introducida en la Isla a principios de la década de los años cuarenta. A criterio del investigador Jorge Bermúdez:

“En Cuba, las campañas electorales…contemplaron el inicio de la asunción de la serigrafía en el pasquín electoral, y con ella, un primer paso hacia su mejoría estético comunicativa. Su policromía sobre la base de colores planos contrastados optimizó por igual a todos los elementos estructuradores del mensaje…” [2].

El uso sostenido de la serigrafía como técnica de reproducción múltiple en sus muchas variantes, tanto culturales como políticas, hizo que rápidamente los operarios cubanos se convirtieran en expertos y la dominaran a cabalidad. Si bien la producción de carteles para películas cubanas era cuantitativamente baja, en serigrafía también se imprimían los carteles rediseñados para adecuarlos al gusto del público cubano de aquellos filmes extranjeros, sobre todo europeos. El diseñador y serígrafo Eladio Rivadulla tuvo un importante desempeño durante el período, pues realiza muchos carteles tanto para filmes cubanos como para películas extranjeras. La importancia alcanzada como diseñador y su pericia como serígrafo, lo convirtieron en uno de los profesionales que marcaron pauta en la época y su nombre ha quedado asociado a la introducción de la técnica en la Isla.

En serigrafía se imprimieron carteles de bailes populares y para las numerosas campañas políticas durante todo el año. Estos cubrían muros, fachadas y postes eléctricos en el afán de obtener votos para concejales, representantes, gobernadores o cualquier cargo para el que se estuviera postulando el candidato. En ciudades y pueblos, tanto de la capital como del interior del país, aparecían esos carteles serigráficos incitando a votar.

El primero de enero de 1959 triunfa en Cuba la Revolución. Este importante acontecimiento estremece la Isla y de inmediato comienzan a producirse profundos y radicales cambios políticos, económicos y sociales.

La cultura toma un giro diferente cuando es concebida para el alcance de todos sin distinciones ni privilegios. Comienza una elevación del nivel educativo y cultural de la población como imprescindible paso en ese sentido. Es por ello que la primera ley cultural dictada por el Gobierno Revolucionario fue la creación del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), a solo dos meses y pocos días del triunfo revolucionario, es decir, el 24 de marzo de 1959 se establecieron las bases para un nuevo destino del cine nacional.

En el recién creado ICAIC se comenzaron a trazar políticas de producción para la defensa de un cine con otros temas y lenguajes, y así diferenciarlo de la producción anterior al expresar una nueva realidad. Como propósito importante, se transformó la política de distribución y exhibición cinematográficas. La apertura en el espectro de la exhibición hizo que se incluyeran los filmes nacionales que fueran realizándose, y progresivamente se tomaban en cuenta filmes de la cinematografía internacional. Por supuesto, esta política trajo consigo la disminución de filmes norteamericanos en las pantallas cubanas. La nueva estrategia tenía un doble objetivo: por una parte, comenzar a romper en cuanto al gusto por el cine norteamericano, y a la vez enfatizar en la formación de un espectador más culto y avisado. También la creación de cine-clubs y cine-debates en centros de trabajo y estudios, de programas televisivos especializados con el fin de ofrecer nuevas herramientas críticas al espectador, contribuyeron al desarrollo de una nueva cultura visual y cinematográfica. “Y nació, así, el arte del afiche cinematográfico cubano que, más que afiche, más que cartel, más que anuncio, es una siempre renovada muestra de artes sugerentes, funcionales si se quiere, ofrecida al transeúnte” [3].

Otro de los caminos emprendidos fue extender la programación cinematográfica a toda la Isla. Se crearon los cines móviles —camiones equipados con proyectores y pantallas— cuyos choferes fueron capacitados como técnicos y proyeccionistas para llevar el cine a lugares lejanos e intricados en llanos y montañas, e incluso a cayos adyacentes del archipiélago cubano, a bordo de lanchas. Con tal decisión los filmes pudieron, por primera vez, ser vistos y apreciados por campesinos y pescadores.

De forma paralela a estos cambios en la producción, distribución y exhibición con vista a descolonizar a un espectador históricamente cautivo de los cánones hollywoodenses, se diseñó una política de promoción en la cual los carteles jugaron un papel determinante. Comenzó así un camino de promoción, tanto para el cine nacional como para el extranjero, en el que los carteles rápidamente comenzaron a diferenciarse de los producidos con anterioridad. Enseguida llamaron la atención y concitaron el interés por asistir a las salas cinematográficas.

En los primeros años de la década del sesenta, los carteles impresos fueron reproducidos en diversas técnicas de impresión —impresión directa, offset— y tuvieron diferentes formatos. El volumen de carteles creció tanto en solo unos años que el ICAIC aceleró el desarrollo del taller de serigrafía para quedar así integrado a la estructura de la institución: definitivamente los carteles comenzaron a ser impresos en serigrafía. Las características del propio taller, más las dimensiones de las mesas de impresión, determinaron el modesto formato de los carteles ICAIC (76 x 51 cm), a diferencia de la publicidad cinematográfica en otras latitudes, tendiente a ocupar grandes espacios e imprimirse en offset. Sin embargo, los excelentes resultados en materia de belleza y eficacia comunicativa, ya fueran coloridos, o muy sobrios, evidenció su enorme creatividad y una gran diversidad, lo cual no resultó un defecto, sino todo lo contrario: así se unificaron en formato estándar y técnica serigráfica de impresión que los distinguió del resto del mundo.

El primer cartel producido por el ICAIC para la promoción de una película cubana de ficción fue Historias de la Revolución (1960), de Tomás Gutiérrez Alea, quien le encargó la obra al diseñador Eduardo Muñoz Bachs. Este cartel reúne elementos que lo identifican como una obra de transición, pues, a diferencia de otros carteles producidos con posterioridad, este no fue impreso en serigrafía y su formato fue el de mayor dimensión (127 x 90 cm.).

Fragmento del libro El cartel cubano llama dos veces, publicado por Ediciones La Palma, 2016, en colaboración con la Cinemateca de Cuba. Texto cedido por la autora para la revista cultural La Jiribilla.


Notas:
[1] Enrique Perdices. En Cinema. La Habana (974): 1; 26 sept., 1954.
[2] Jorge Bermúdez: La imagen constante. El cartel cubano del siglo XX. Editorial Letras Cubanas. La Habana, p. 34.
[3] Alejo Carpentier, «Una siempre renovada muestra de artes sugerentes». Cine Cubano 54-55. La Habana, 1969, pp. 90-91.