El Eliseo que me acompaña

Arístides Vega Chapú
29/6/2020

Primero fue la fascinación por sus poemas, luego por su letra, y finalmente por su persona. Alrededor de los años 80, siendo aún estudiante del Preuniversitario, me regalaron la edición príncipe de En la calzada de Jesús del Monte. A partir de esta lectura me sentí motivado a buscar toda la poesía de Eliseo Diego.

 Primer poemario de Eliseo Diego, publicado por vez primera en 1949, y nuevamente
puesto a disposición del lector por la Colección Sur Editores. Fotos: Internet

 

Años más tarde la poetisa Bertha Caluff, la madre de mi hija y mi compañera en ese entonces, había escrito una valoración acerca de un poemario de Eliseo. Ella cursaba el tercer año de Filología y, luego de tanto tiempo, no recuerdo cómo ese trabajo —que Bertha insiste era un trabajito menor, muy académico— llegó a manos del poeta. Entonces ella recibió una carta de agradecimiento muy amable y cariñosa, donde el poeta probaba su humildad y demostraba una de las caligrafías más prolijas, hermosas y parejas que he visto en toda mi vida.

Tras toda esta admiración, sostenida durante años, lo conocí en Matanzas. En ese entonces yo vivía en esa ciudad y él la visitaba con frecuencia para reunirse con los jóvenes poetas, entre ellos yo. A veces asistía como jurado de concursos y en otras ocasiones simplemente gustaba de conversar y escuchar las creaciones de los poetas matanceros, para luego ofrecer sus criterios con asombrosa modestia. Los emitía con extremo respeto, como un colega que comparte con los suyos, sin altanería ni petulancia, con total sinceridad. Su saber estaba en función de ser certero sin dañar. Aquellos encuentros permanecen en mi memoria como una de las experiencias más hermosas.

Siempre me pareció que Eliseo tenía la cualidad de estar atento a todo lo que sucedía a su alrededor y, al mismo tiempo, estar conectado a otra dimensión. A veces daba la impresión de que se alejaba de la realidad, sin embargo, en una lectura de poemas probaba su más concentrada atención ofreciendo juicios acertadísimos de cada texto que escuchaba.

Hablaba mediante susurros, como si revelara secretos o como si quisiera acompañarse por el silencio para que sus palabras no tuvieran otra connotación que la del cariño. Era muy peculiar su mirada aparentemente perdida, pícara a la vez, sobre todo si había muchachas jóvenes presente. Sus movimientos eran lentos, refinados, y su mente muy ágil, a pesar de su edad.

Quizás por la cercanía con que se presentaba ante nosotros y por la irreverencia propia de mis años jóvenes, en uno de esos viajes a Matanzas le pedí de favor que me diera botella hasta La Habana en el auto que lo llevaría de regreso hasta su casa. Muy dispuesto me hizo saber que agradecería la compañía, pues le gustaba viajar acompañado y los choferes eran muy parcos, ya que debían mantenerse atentos a la carretera. Viajamos —Bertha Caluff y yo— en el auto que el Ministerio de Cultura había destinado al traslado de Eliseo. Apenas nos acomodamos, él entabló a través de susurros un diálogo con mi entonces compañera, obviándome completamente. Habló de los paisajes campestres que le encantaban, del canto de las aves, de los exquisitos poemas de Juan Ramón Jiménez, y de muchos otros temas que yo escuché con fascinación, en silencio.

 Junto a varios renombrados intelectuales cubanos, Eliseo Diego fundó
el célebre grupo Orígenes y la revista del mismo nombre.

 

Cuando llegamos a La Habana, ya en la puerta de su casa, intenté despedirme y agradecer el viaje, pero antes él nos hizo saber que Bella, su esposa, había hecho un arroz con leche que no podíamos perdernos, y que deseaba presentárnosla. Además, quería regalarnos su último poemario, cosa que no ocurrió, porque la visita fue tan extendida que nos sorprendió la noche en su casa y él olvidó lo prometido. No nos atrevimos a reclamárselo luego de una tarde-noche tan placentera, en la que pudimos conocer a su esposa, disfrutar del arroz con leche —que ciertamente estaba exquisito—, estar en su estudio, revisar muchos de sus libros, y descubrir que detrás de ellos escondía sus canecas de ron. Allí nos fascinamos con ejemplares únicos y muy valiosos, y con dedicatorias de autores a los que admirábamos.

Ese primer encuentro me posibilitó reunirme otras veces con Eliseo, a quien sigo leyendo como un modo de encontrarme con él, sobre todo porque le asiste el poder de hacerme sentir que estoy frente a alguien con el valor de la grandeza, el don de la verdad.

Juro que hasta el día de hoy no he dejado de ver el halo de luz que lo rodea y que de alguna manera vuelve irreal su imagen, a pesar de la lucidez de su conversación.