El techo entre el suelo y el cielo

Joel del Río
19/7/2017

A fuerza de autenticidad y frescura, Yasmani, Anita y Vito se apropian del protagonismo absoluto, y de las simpatías del público, en El techo, ópera prima de Patricia Ramos, quien también se encargó del guion. De modo que a la directora-guionista, y al casi imperceptible pero notabilísimo esfuerzo interpretativo de Emmanuel Galbán, Andrea Doimeadiós y Jonathan Navarro, se debe en gran medida el éxito de esta película, rodada con escaso presupuesto en una azotea próxima a las inmediaciones de Soledad y Concordia.

foto de la película cubana el techo
Fotos: Internet

El relato sencillo y amable, de importante significación nacional, pero que nunca descuenta la apelación a otros públicos, cifra en estos tres destinos individuales ciertos conflictos propios del arribo a la adultez, y la consiguiente búsqueda de más amplios horizontes profesionales y espirituales. Así, Yasmani cría palomas y desea a la vecina de al lado sin percatarse de que es amado por Anita, su amiga del barrio y de la escuela, quien aparentemente desconoce la identidad del padre de su bebé; mientras que Jonathan asegura descender de un próspero comerciante italiano y, para salir de la inercia, convoca a sus dos amigos a emprender juntos un negocio particular, y clandestino, de venta de pizzas.

A grandes rasgos esa es la sinopsis, o más bien la premisa, porque el primer punto de giro quizás se localice en el momento en que los tres mancomunan esfuerzos para iniciar el negocio y sobre tales presupuestos avanza la trama, lineal y episódica, ambientada casi siempre en la azotea, lo cual coloca a El techo como uno de los filmes cubanos con un esplendor casi nunca excesivo de luz natural y un lujo de cielos y nubes presentes en la mayor parte de las secuencias.

A pesar de estar varados en la inercia o la confusión, y atravesando situaciones de transitoria o definitiva ausencia parental, Yasmani, Anita y Vito aspiran, al igual que cualquier hijo de vecino, a la expansión, el afecto y la prosperidad. Como están por encima del techo su único límite es el cielo, de modo que, tal vez sin planteárselo verbalmente (y habrá que agradecer la sutileza al guion de Ramos), se aprestan a conquistar un pedacito de cielo, como decía el antiguo bolero del cual difícilmente tengan noticia estos tres jóvenes obnubilados por el reguetón y el consumo, entusiasmados por las noticias de un amigo del barrio devenido magnate de esos con cadenas de oro y descomunales carros.

Entonces, los tres jóvenes se atreven a burlar, desde las azoteas, un doble confinamiento: la rutina y la abulia, y en lugar de continuar refocilándose en los chismes del barrio, tendidos al sol como lagartos, intentan encontrar asideros materiales, emotivos, anímicos, y así, metafóricamente, a través de sus tres personajes, un muchacho blanco, uno negro y una muchacha, Patricia Ramos y sus colaboradores trasmiten sus inquietudes sobre el presente y el futuro, sobre lo que somos los cubanos, o habaneros, sin descontar lo que estamos aspirando a ser, y todo ello se muestra distante de la dicotomía pesimismo-optimismo, pues ellos solo aspiran a crecer, viajar, vivir mejor, amar y ser amados, sacar a sus familias de la precariedad, sentirse a gusto en el barrio donde nacieron y crecieron.

foto de la cineasta cubana Patricia Ramos
Patricia Ramos en la locación de la película. 

Además del sugerente diseño de personajes, sobre todo en cuanto a Yasmani y Anita, más conflictuados y comprensibles que Vito, cuya caracterización descansa a ratos sobre pinceladas más costumbristas y vernáculas, El techo le da voz al contexto, a los ambientes, a las situaciones, en lugar de, como suelen hacer otros filmes cubanos recientes, colocar a los protagonistas en posición de evaluadores que se las saben todas, y dictaminan en función de su hondo conocimiento sobre la vida y las circunstancias.

La candidez, nobleza y espontaneidad de los protagonistas constituyen los ases principal de este juego con los triunfos marcados, solo que es importante reconocer las varias cartas importantes que ofrece cada baraja, y en el trabajo con los papeles secundarios se resiente en parte el diseño de personajes en tanto opta, en exceso, por la táctica de la hipérbole y el subrayado burlesco, como ocurre con los casos del padre neurótico, caricatura de científico “quemao”; la sex symbol coqueta y despectiva; el vendutero superficial e irresponsable; el palomero chivato y envidioso… Esta cierta endeblez se acrecienta con un trabajo interpretativo que, en algunos de los casos anteriores, denota suficiente impericia profesional como para anular la potencialidad del personaje.

Y si los papeles secundarios expresan y recalcan la intención humorística o tragicómica, hasta el punto de restarle verismo al conjunto, hay otras decisiones estéticas que algunos cuestionadores (no es mi caso) pudieran someter a discusión: como los encuadres perfectos y equilibrados o la abundancia de silencios y calma en una banda sonora tan centrohabanera que se esperaría la natural inundación de ruido, gritería y música alta.

Sin embargo, El techo quiso ser franca y cubanísima sin pulsar los decibeles del escándalo y la vulgaridad; se atreve a encontrar cierta belleza e integridad en los seres de apariencia más común, y apuesta por sus valores, por su necesidad de soñar y alentar ideales incluso cuando sus cerebros parezcan achicharrados por el rigor del sol sobre las azoteas, sus neuronas mueran a diario asesinadas por el reguetón u otras naderías, y apenas sepan lo que debe hacerse con un padre loco, una madre ausente, o la desvencijada herencia de un abuelo extranjero y emprendedor. Porque sin presumir de técnicas documentales o testimoniales, desde la ficción clásica, Patricia Ramos nos entrega una obra permeada por la más alta sensibilidad sociológica y ética.