Eliseo persona

Laidi Fernández de Juan
29/6/2020

Eliseo cumple cien años. No lo vemos desde hace veintiséis y, sin embargo, su presencia, como duende pícaro y tierno, sigue acompañándonos. De su extraordinaria poesía y de su obra en favor de la literatura infantil de todos los tiempos, no voy a hablar. Para ello, dejo espacio a los estudiosos. Me reservo el lugar íntimo que me corresponde, uno de los tantos regalos que la vida me dio.

Podría decir que no existe en mis memorias un solo Eliseo, sino varios, aunque en todos mantiene su imagen dulce. El más cándido de todos mis recuerdos, le pertenece. No por azar mi padre repetía que “Eliseo es el poeta que más vive la poesía”, curiosa forma de mostrar su admiración no solo hacia los versos maravillosos que era capaz de crear, sino al ser humano de cuya mano brotaban.

Las visitas a Villa Bertha, en Arroyo Naranjo, lugar que tanto Lichi (Eliseo Alberto) como Fefé (Josefina de Diego) han mitificado en sus respectivas literaturas, eran motivo de inmensa alegría para las familias de Agustín Pí, de Cintio y Fina, y la nuestra, entre otras, que se daban cita allí. Yo era la menor de cuantos niños acompañaban a sus padres, de manera que tengo borrosos esos recuerdos, salvo el alborozo que sentíamos al dirigirnos a esa especie de retiro mágico. Vagamente me parece ver la arboleda, que recorríamos Rapi, Lichi, Fefé, Agustinito, Angelina, Sergio, José María, mi hermana y yo; y me parece recordar que, desde la casa donde estaban los mayores, se escuchaban melodías, risas y conversaciones.

Luego, vienen varios saltos en mi memoria. Tres, específicos: Eliseo, Bella y sus hijos, ya instalados en El Vedado, muy cerca de nuestra casa, nos visitaban con cierta frecuencia. El vínculo entre Eliseo —sobre todo— y mis padres se fortaleció con el tiempo, llegando a una complicidad divertidísima. No solo charlaban largas horas, sino que se prestaban libros constantemente, advirtiéndose amenazas mafiosas en caso de no ser devueltos.

Podría pensarse que los poetas Roberto y Eliseo dedicaban tiempo a charlar sobre versos y otros poetas; de otros libros de modo profundo, erudito. Pero la realidad era bien distinta: se comportaban como dos muchachos juguetones, contándose picardías, riéndose siempre. Jamás la religión, ni la ideología, ni las posturas ante determinados hechos influyeron en la amistad entre ambos. Más que amigos, se consideraban hermanos con diez años de distancia. Y lo eran, sin dudas. Mi madre compartía con Eli (me parece escuchar ahora mismo a mis padres, llamándolo así: “Eli”) la afición por la literatura inglesa, con particular énfasis en la novela policiaca, y en ese idioma. Conversaban muchas veces en inglés, a diferencia de mi padre, a quien no le interesaba particularmente ni lo uno ni lo otro. Con esto quiero decir que existían varios motivos para los lazos entre Eliseo y mis padres, no siempre coincidentes. Podía darse el caso de que Eli llegara a nuestra casa y no estuviera en ese momento mi padre, por ejemplo. Mi mamá lo recibía con la misma alegría, y se enfrascaban ambos en largas charlas. Todavía hoy, cuando ya ninguno de ellos nos acompaña, sigo encontrando libros ingleses o norteamericanos, casi siempre de temática detectivesca, y descubro en la primera página la preciosísima letra de Eliseo, dejando constancia de ser el dueño de esa joya. Como es natural, corro a llamar a Fefé y le devuelvo esos libros: ambas nos divertimos con las jugarretas de nuestros padres, como si ellos mismos nos observaran.

Roberto Fernández Retamar junto a Eliseo Diego. Foto: Cortesía de la autora<

Cuando me gradué de médico, en 1985, pasé a atender a los amigos íntimos de mis padres, y así se perpetuó la relación familiar, ya con nuevos motivos. Bella y Eliseo fueron mis pacientes más adorables. Nuestro vínculo, más que de médica a enfermo, era, como bien ha dicho Fefé refiriéndose a mi padre, de sobrina a tíos. No existía horario ni cita previa: ellos sabían que yo estaba siempre dispuesta y, para mí, era una verdadera fiesta ayudarlos en lo posible. A mi regreso de África, empecé a escribir cuentos. “Muéstraselos a Eli” fue el primer y casi el único consejo inmediato de mis padres, y eso hice. Para mi gran orgullo, a Eliseo no le parecieron del todo mal, de modo que se incorporó un tercer motivo para vernos con regularidad. Ya no solo por nuestro parentesco emocionalmente sanguíneo, ni por mi condición de Arúspice particular, sino también porque yo necesitaba de su magisterio en cuanto a la narrativa, y a él le complacía escuchar mis historias. “Escribe más, no dejes de hacerlo”, me dijo muchas veces. Cuando al fin pude armar el libro “Dolly y otros cuentos africanos”, Eliseo me pidió escribir el prólogo, con la humildad que solo tienen los grandes maestros. Al privilegio de su amistad, le debo ese grandísimo honor.

El implacable pasó y llegó un momento —terrible— en el cual no pude hacer más por ese cuarteto inolvidable que conformaron Adelaida, Roberto, Bella y Eliseo. Me consuela saber que me consagré a ellos, sin distinción, hasta sus últimos alientos y en la misma medida me entristece muchísimo saberlos ausentes. Rapi y Lichi también se fueron y Cintio y Sergio y Agustín. De este lado de la luna quedamos Agustinito, Angelina, José María, Fefé y yo. Nos vemos casi a diario esta última y yo, entre otras razones porque nuestros hogares están a media cuadra de distancia. Aunque conversamos de variados temas y nos ayudamos en lo que necesitemos una u otra, siempre, irremediablemente, sin poder evitarlo, evocamos nuestros años felices. Que son —¿qué duda cabe?— cuando nuestros padres, jóvenes, llenos de vida y de ilusiones, armaban fabulosos castillos imaginarios donde refugiarnos, todos juntos.

Antes de concluir, transcribo el poema que, a la muerte de Eliseo, mi padre le dedicó. En él se resumen los vínculos espirituales entre ambos y la indestructible relación que forjaron para nuestras familias, como ya he contado. Escrito en 1994, apareció por primera vez en el libro Aquí (curiosamente, repetido en Alternativas de Ariel, 2020, primer volumen póstumo de R.F.R.) y reverencia un verso de Eliseo, como es natural.

“Las cosas que tú amabas”

A Bella,

clarísima razón.

Están aquí y a la vez te las llevaste contigo.

Las seguimos mirando y tocando, pero sabemos que son otras.

Beso a tus gentes mías, visito tus estancias, acaricio tus libros,

Me detengo ante tus fotos y grabados,

Recorro tus calles, me siento en tus parques

Bajo los altos árboles de entonces,

Y sé que están y no están allí.

No existieron del todo hasta que las nombraste,

Y sin ti van regresando al seno materno

De donde las sacabas con dolor y delicadeza de parto.

Tus palabras están en pie como tus soldaditos de plomo,

Listas para dar las batallas que les ordenaste.

Las hay claras y pardas, azules y rojas, verdes y doradas,

Engalanadas como mariscales y humildes como soldados rasos,

Y hay jinetes y granaderos y abanderados y cornetas.

Por ellas sigues con nosotros

Y vas a seguir siempre en la alegría y en la desolación.

Pero quién vio jamás las cosas que tú amabas.