En la muerte de Derek Walcott, Premio Nobel 1992

Nancy Morejón
23/3/2017

El texto que leerán a continuación fue escrito en 1992 a raíz de haber recibido Derek Walcott el Premio Nobel de Literatura. Fue un año en el que las literaturas del Caribe alcanzaron su mayor esplendor así como una presencia sobrecogedora en la escena literaria mundial.  Ese mismo año, la cubana Dulce María Loynaz obtenía el Premio Cervantes y, por su parte, el martiniqueño Patrick Chamoiseau recibía el afamado Premio Goncourt con su novela Texaco.  Se revelaba la originalidad plural de un cuerpo literario único en su vasta tradición y en su innegable excelencia formal. 

De la misma manera que rodó la noticia del Nobel de Walcott, hace ya hoy un cuarto de siglo, la televisión cubana difundía, el propio viernes 17 de marzo, el anuncio de su muerte. Es la razón por la que traemos a La Jiribilla la semblanza que, en aquellos tiempos, realizara Nancy Morejón sobre su obra, ejemplo vivo de la energía de las islas, manifiesta en uno de los pensamientos más trascendentales y, por eso citados, del poeta de Castries: “La historia está en el mar”.


Fotos: Internet

Con la sobriedad acostumbrada, quizás con un poco de desconcierto, los despachos cablegráficos anunciaron la noticia. El escritor antillano Derek Walcott, nacido hace sesenta y dos años en la pequeña ciudad de Castries, capital de la pequeña isla de Santa Lucía, en el Caribe oriental, acaba de merecer el Premio Nobel de la Academia Sueca para 1992. Los teléfonos de la Casa de las Américas no dejaron de sonar en todo el día. El Centro de Estudios del Caribe atrajo la atención de periodistas, escritores y promotores de la cultura, entre otros. No es que Derek Walcott sea o resulte un desconocido. Todo lo contrario; pero su nombre, célebre en simposios, universidades y en los círculos literarios y teatrales más exquisitos del orbe, viene a demostrarnos hoy la antigua experiencia que marca, generación tras generación, el curso del genio artístico caribeño. Nuestra historia es una historia de omisiones en el corazón de una vasta encrucijada cultural. La obra de Walcott forma parte de un Caribe y aunque se identifique con todas quizás sólo en aquella pueda comprenderse a cabalidad la magnitud del acontecimiento. Siempre descuajados, siempre subdivididos, hemos conocido primero El nombre de la rosa o El perfume antes que el esplendor de El golfo (1970) Sueño sobre la montaña del mono (1967) o El burlador de Sevilla (1967).[1] Ocurre una vez más.

Recuerdo que en los años sesenta escribí una serie de ensayos breves sobre la literatura del Caribe para la revista Bohemia. Uno de los más exitosos fue el que dediqué a introducir en el lector cubano la noción de la producción literaria del Caribe anglófono, región que ya para entonces contaba con autores del prestigio internacional que gozan hoy George Lamming, Wilson Harris, V. S. Naipaul y el pionero Andrew Salkey. En aquel texto de los setenta, hice referencia al dramático hecho de que el arte y la literatura de las islas sólo nos llegaba a través de Londres, París, Nueva York. Y lamentaba la existencia de una mentalidad que era incapaz de concebir un poeta en Barbados, un dramaturgo en Santa Lucía. Naturalmente que en aquellos momentos estaba yo aludiendo a Edward Brathwaite (1930) y a Derek Walcott. El Premio Nobel, pues, alcanza a arrojar luz sobre todo un movimiento literario, audaz y rico, que reclama en su ser tradición y ruptura, que se expresa con una vehemencia sólo comparable a los huracanes que azotan a perpetuidad las costas de este gran archipiélago. Sin dudas, estamos de fiesta, en el mismo vórtice de la literatura caribeña.

Difundida su creación, sobre todo como poeta y dramaturgo, Walcott ha cultivado el periodismo y es uno de los más orgánicos hombres de teatro de las Antillas. Su residencia en Trinidad-Tobago donde funda, en 1959, el Taller de Teatro (cuyo nombre original fue The Basement Theatre) marca un hito en su evolución como escritor y en su concepción integradora del Caribe. El teatro de Walcott es callejero y ortodoxo; se enriquece con el tratamiento de personajes clásicos europeos pero su savia proviene del carnaval trinitario a través de máscaras y tipos populares.

El esplendor de la escritura de Derek Walcott viene siendo una presencia insustituible desde inicios de los años sesenta. Su poesía, excepcionalmente autóctona y cosmopolita, fue reconocida por Robert Graves (Yo, Claudio) y Joseph Brodsky como una de las más finas y hermosas, escritas en lengua inglesa a lo largo del siglo. Su obra poética (fastuosa y ensimismada) así como su teatro conforman un cuerpo único o indivisible que canta a los fantasmas del escritor en su inconsciente, ante el desgarramiento del fenómeno colonial y la necesidad de perpetuar su personalidad como individuo y como creador. Entre estos dos géneros se ha producido la obra de este inefable antillano, y sobre todo, entre la tinta y el exilio.

 

Ya en 1968 el poeta y crítico guyanés Iván Van Sertima tomaba conciencia de esta situación en su libro fundacional Caribbean Writers: “todo escritor importante del Caribe anglófono, probablemente salvo una o dos excepciones, vive y trabaja en el exilio en la Inglaterra de hoy”. Creo que aunque el fenómeno del exilio es punto central en la estética y en la moral de su obra, en el caso de Walcott hay que anotar su decisión, su vocación de permanencia en las islas asumiendo la aventura que es la vida misma en Castries o en Puerto España. Casi veinte años de residencia en Trinidad amparan el desarraigo del poeta de su pequeña Santa Lucía. Walcott se debate entre el amor y el desamor, entre el amor y la tradición a la vanguardia; entre “el odio a la iglesia y el amor a sus rituales’’, amando a Santa Lucía y deseando, a la vez, huir de la isla.[2]

Walcott, un mulato alto, de ojos claros, es un típico caribeño, ‘‘nacido”, como dijo alguna vez, “de la pobreza Metodista”.[3]  En su hablar mesurado y tranquilo, se esconde la confrontación de identidades, la lucha entre el yo poético y el contexto social que tanto caracteriza a nuestros hombres y mujeres. Muerto su padre siendo él todavía un adolescente, Walcott cultivó en gran medida su recuerdo y su ejemplo pues había sido un hombre de alta cultura. Con su hermano gemelo Roderick se inició en la necesidad del arte dibujando y estudiando pintura, manifestación que ha acompañado constantemente su apreciación de la realidad y de la belleza. Su gusto por las artes plásticas se aprecia en algunas zonas de su teatro así como en su estilo propiamente dicho. Derek, enamorado del mar y del rumor del golfo, de la ecología de las islas que lo vieron crecer, concibe el ejercicio intelectual con un rigor inestimable, puesto al servicio de ideas humanistas que, desde la perspectiva caribeña, no rechazan el legado que Europa Occidental ha dejado en estas tierras.

En el verano del año pasado, asistí en Pointe-a-Pitre, durante el FESTAG, a un panel suyo que compartió con la gran escritora guadalupeña Maryse Condé. Luego de leer fragmentos de Omeros, Walcott respondió a preguntas de los asistentes. Ante una pregunta muy interesada en revelar las “raíces” y la “identidad” del autor de Oh Babilonia, Derek respondió con esa parsimonia que lo caracteriza “Soy un escritor del Caribe; mi formación se ha producido aquí y en Europa. Nada humano me es ajeno. Soy fundamentalmente un humanista. Le debo a mis ancestros: ingleses, africanos, amerindios.”

Ahora sólo nos queda esperar por su discurso de aceptación del Nobel en diciembre, el cual deberá estar precedido por un elogio de la maravillosa narradora surafricana Nadine Gordimer, su antecesora en 1991.

Confío en que ya se esté preparando una suntuosa edición crítica de toda su obra así como la consecuente e impostergable traducción de sus aportes más representativos. Mientras, aquí, saltamos de alegría. Soplan buenos vientos para la buena literatura, es decir la imprescindible.

 

La Habana, 1992

 

 


[1] Los títulos más importantes de su bibliografía son: Otra vida (1973),  El viajero afortunado (1981), En medio del verano (1983), Poesía completa (1986), El testamento de Arkansas (1987) y el fundamental poema largo Omeros (1990). Walcott ha escrito vodeviles, comedias musicales, farsas e infinidad de piezas en un acto – no todas recogidas en libro – entre las que se destacan Malcauchon o Seis en la lluvia, El mar ante el delfín, Ti-Jean y El vino de la comarca. Su producción literaria ha merecido la atención también de críticos como Michael Gilkes (Guyana Británica) y Edward Baugh (Jamaica).

[2] “Leaving School”, en E.A. Markham: Hinterland; Caribbean Poetry from the West Indies and Britain, Glasgow, ed. Bloodaxe Books, 1989, p. 93.

[3] Walcott: op. cit., p. 89