Conocí a Guillermo Rodríguez Rivera y a sus hermanos Luis, Alipio y René a través de mi padre, cuando yo era un adolescente. Aquellos cuatro hombres nos parecían, a mi familia y a mí, un conjunto casi mítico, brillante y espectacular. Cantaban, tocaban guitarra y percusión. Tres eran médicos como mi padre, una profesión que admirábamos, y uno, el Guille, un destacado poeta, profesor universitario, crítico, ensayista y narrador policíaco.

Los Rodríguez Rivera —los RR, decíamos para abreviar—, compartieron con nosotros inolvidables momentos de descargas trovadorescas y conversación sobre los más disímiles temas. Se sabían todas las canciones de la trova y eran entusiastas seguidores y amigos de Silvio, Pablo y de todos sus compañeros. Con Guillermo, además, aprendíamos de la literatura y lo hacíamos en una atmósfera libre de didactismos y pedantería, y repleta de gracia y humor. No puedo imaginar mi primera juventud sin ese recuerdo, decisivo para aprender de la cultura cubana y comprender sus esencias.


Casa de las Américas,  1996. De izquierda a derecha, Guillermo Rodríguez Rivera, Víctor Casaus,
Leo Brouwer,  Silvio Rodríguez, Carlos Ruiz de la Tejera, Eduardo Heras León y Alberto Falla.
Foto: Blog Segunda cita.

Pasó el tiempo y buena parte de él —los últimos 26 años— he trabajado en distintas instituciones de la cultura. Durante varios años dirigí la revista El Caimán Barbudo, de la que Guillermo fue fundador. Teníamos en la revista la costumbre de compartir entre amigos, después de cada editorial y presentación pública; estas últimas siempre con algún músico invitado, por lo general muy joven, con el fin de darlo a conocer. La memoria de los fundadores del Caimán… era esencial para nosotros y su participación en nuestras descargas, también. Así, con Bladimir Zamora, Fidelito Díaz, Manolito Lagarde, Joaquín Borges Triana y otros amigos y amigas, buscábamos más que nada encontrarnos con Guillermo, conocer aquella experiencia fundadora y sacar de ella el máximo provecho para lo que hacíamos.

Era el mismo conversador lúcido de mi adolescencia, el erudito sin empacho, el observador penetrante, el conocedor increíble de toda nuestra música. Aquella relación con el Caimán…, con todos los caimanes, duró hasta mucho después de que dejé la revista para trabajar en otras instituciones. Los mejores aniversarios del Caimán…, de la Nueva Trova, de la Asociación Hermanos Saiz, tenían a Guillermo entre sus imprescindibles y su relación con los músicos jóvenes se mantuvo por siempre. Por eso escribió la nota para el primer disco de Tony Ávila, En tierra.

Ese texto extraordinario que es Por el camino de la mar me reveló una vez más, de golpe y con más fundamento y desenfado, al Guille que conocí, al que afirmaba “Esa es la cosa”, cuando concordábamos en algo o al terminar una siempre agradable discusión, por complicado que fuera el tema. El libro nos descubre, nos indaga y nos advierte, todo a la vez. Pueden y deben leerlo todas las generaciones de nosotros, los cubanos.

Seguí viendo a Guillermo estos últimos años, menos de lo que quise, pero siempre con el mismo afecto y el mismo deseo de aprender. Ahora que el tejido social de mi país se hace más complejo y que se discute tanto sobre ello, nuestra conversación, que dejaba todo el tiempo algo pendiente, pero resolvía cuestiones esenciales sin angustias, al menos por un tiempo, me faltará inevitablemente. Habrá que volver una y otra vez sobre sus últimos textos y, sobre todo, estar muy atentos al libro que Ojalá nos entregará, con las apreciaciones del Guille acerca de la política cultural.

Estuvimos juntos en Mar del Plata, en 2005, en ocasión de la Cumbre de los Pueblos que enterró al ALCA. Guillermo y yo descubrimos una estafeta de correos, el único sitio cercano al lugar donde dormíamos en el que se ofertaban comidas ligeras y bebidas. Una anciana era la única empleada de aquel pequeño lugar y los cubanos nos convertimos en sus únicos —para suerte de la mujer— clientes fijos. Localizamos las bebidas más baratas —ni hablar de su sabor— y se organizó durante pocos días una peña con la asidua presencia de Guillermo, Teófilo Stevenson y Eduardo Sosa, entre otros amigos. Al momento de partir para Cuba, al Guille se le ocurrió que la anciana estaba llamando al Presidente de Cubana de Aviación para que nos dejaran allí.

En Caracas, en 2006, participamos en un foro social. Como yo estaba muy ajetreado con cuestiones organizativas, Guillermo me recomendó que, para tranquilizarme, “pasara un curso intensivo de irresponsabilidad”. En ese punto, creo que lo defraudé. Pero le pagué con creces, porque aquella gracia agudísima —como fue también la simpática discusión sobre que un establecimiento ineficiente no podía ostentar el nombre de un héroe— me convenció una vez más de la necesidad de abordarlo todo con rigor, de estudiar hasta la última coma de cada asunto —como hay que estudiar todo lo que Guillermo nos legó—; pero sin perder la capacidad de reírnos y reírnos fuerte, sobre todo de nuestros propios disparates.

Ojalá Guillermo me oiga en este punto y me diga: “Esa es la cosa, Fernandito”. Fue lo que me dijo la última vez que nos vimos, ayer en la tarde, en el hospital.