La Habana con fiesta o sin ella

Aurelio Alonso
23/6/2016

Un afán sempiterno de la humanidad ha sido gloriar sus creaciones más conspicuas. Así consta, desde la antigüedad, en testimonios que exaltan obras magníficas, en especial el que recordamos como las siete maravillas del mundo antiguo. El siete es un número cabalístico, cargado de significado tanto en el judaísmo como en la cultura helenística. Anoto que al menos alguna de aquellas miradas selectivas antiguas privilegiaba a una ciudad —Tebas—; pero las hechuras que eran destacadas normalmente como grandes “espectáculos” ―hasta como “milagros” a veces―, y quedaron finalmente consagradas para la historia como las siete “maravillas” en las pinturas del alemán Marten van Heemskrerck, en el siglo XVII, fueron esculturas y obras arquitectónicas en su totalidad.

Salvo la más antigua de todas, la pirámide de Keops, en el valle del Nilo, ninguna se mantiene en pie: el resto nos llega exclusivamente a partir de las imágenes del artista, y es posible que alguna no haya existido siquiera, pues donde no se cuenta con ruinas la leyenda tiende a cubrir toda referencia histórica. Sin embargo, tan fuerte mostró ser el arraigo de esta necesidad humana que dos de aquellas maravillas dieron su nombre al género: “faro”, tomado el término de la isla de Alejandría donde se levantó, y “mausoleo”, por el sepulcro del rey Mausolo de Halicarnaso, cuyo nombre ni habría por qué recordar si no fuera así.

A principios del siglo XIX Alexander von Humboldt se confesó particularmente impresionado por tres de las ciudades que había visitado: Salzburgo, Nápoles y Estambul. Caracterizó su preferencia en términos de “escenarios”, es de suponer que para subrayar la integración armónica espontánea que se producía en ellas entre el hecho urbano y su contexto natural: en Salzburgo las escarpadas laderas de los Alpes austriacos, en Nápoles el Vesubio y en Estambul el Bósforo.

Hoy esta tradición de seleccionar excelencias subsiste en una modernidad que no se sujeta a mirada personal, por ilustrada que sea. La Fundación New 7 Wonders, creada en Suiza en 1999 por el filántropo Bernard Weber con el propósito de beneficiar con su reconocimiento nuevos escenarios en un mundo que se volvió, en el siglo XX, nítidamente urbano, diverso, desigual y complejo.  Con resonancias en la tradición ancestral de consignar virtudes en la obra y el entorno humano, eligió Siete Maravillas del Mundo Moderno y Siete Maravillas de la Naturaleza.

A continuación New 7 Wonders convocó a la selección de las Siete Ciudades Maravillas del Mundo. El proceso de votación ―no se trata ya de lo que una sola mirada iluminada  decida― comenzó en el 2012, con más de 1200 nominados de más de 200 países. En octubre de 2013 fueron escogidas cerca de 300 ciudades, una por país más las 77 más votadas. De estas últimas un panel de expertos confeccionó la lista oficial de 28 candidatos, y hasta diciembre de 2014 continuaron las votaciones a escala mundial, reduciéndose de siete en siete hasta llegar a las ganadoras, elegidas al cabo por millones de votantes en todo el mundo. La Habana resultó así elegida junto a La Paz (Bolivia), Beirut (Líbano), Doha (Qatar), Durban (Sudáfrica), Kuala Lumpur (Malasia) y Vigan (Filipinas).

Hoy esta tradición de seleccionar excelencias subsiste en una modernidad que no se sujeta a mirada personal, por ilustrada que sea. Al entregarle el galardón a las autoridades de la ciudad, Bernard Weber destacó que La Habana había sido elegida porque “representa la diversidad global de la sociedad urbana”. Nuestra capital clasificó, además, entre las 25 localidades más fotografiadas del planeta y ocupó el puesto número 21  del ranking hecho público en diferentes páginas y portales web.

Habaneros y no habaneros recibimos en Cuba la noticia con sorpresa e inmensa alegría, porque pensamos que, a pesar de las cicatrices de una larga batalla, o precisamente por llevarlas, este es un galardón merecido. En definitiva, toda gran ciudad exhibe cicatrices que hacen la huella de su camino en la Historia.

Von Humboldt, que vivió y amó a la joven urbe —entonces la tercera ciudad de América, cuando Nueva York era solo una aldea—, no pudo admirar, sin embargo, los cuatro kilómetros o más de malecón habanero que se levantarían un siglo más tarde en ese arco oportuno y generoso que se escapa del estrecho canal del puerto, sobre un mar que te recibe casi siempre sereno, con incomparables puestas de sol reflejas como en un espejo. Y en otros momentos, como un juego indómito de espumas, de olas que bañan el paseo y hasta desafían el paisaje solitario del morro, con el robusto Castillo de los Tres Reyes, y la farola que parecería haber nacido de él, con una imagen que cambia según el lugar del paseo de donde lo contemples. No en balde es el malecón habanero, único entre los que conozco, por su belleza gratificante, el lugar preferido de esparcimiento para la población de la ciudad en las tardes y sobre todo las noches cálidas del verano tropical. Si no tuviera otro mérito su silueta —que los tiene— bastaría ese paisaje, acogedor también desde que se arriba por mar, para exaltar su singularidad. Al mantenerse sus edificaciones en la cota de las 20 plantas, la imagen urbana respeta también la belleza del paisaje marítimo.

La ciudad colonial, que fuera intramuros, y más allá de la colonial, ha tenido la dicha de poder contar con la dedicación amorosa, diligente y sabia de un restaurador sin igual. Eusebio Leal ha complementado el magnífico rescate físico con la correspondiente adaptación de los pobladores de los barrios restaurados al renovado entorno, y la provisión de las respuestas a sus necesidades. Eso significa más que haber hecho renacer las tres magníficas plazas del centro histórico, que la prolongación secular del coloniaje español convirtió en el mayor y más hermoso de América. Leal es un verdadero constructor de vida nueva, física y espiritual con una enorme contribución a que la ciudad haya mantenido y recuperado sus virtudes, a pesar de la estrechez que un sostenido cerco económico y financiero ha ocasionado.

¿Pero puede reflejar el casco histórico el ideal de futuro de la ciudad? ¿Existe ese ideal o es algo que quedó diluido en un paradigma ingenuo de superación de la diferencia entre la ciudad y el campo? Nuestra ciudad ha vivido y vive aquejada por el desencuentro de dos procesos paralelos, que en estos 55 años han pasado por distintos balances, pero siempre entre un sensible efecto de deterioro y pauperización del espacio urbano y un esfuerzo insuficiente de construcción y restauración.

Nuestra ciudad ha vivido y vive aquejada por el desencuentro de dos procesos paralelos, que en estos 55 años han pasado por distintos balances, pero siempre entre un sensible efecto de deterioro del espacio urbano.En años que se vuelven lejanos, como los comienzos de los 70, en medio de una primera crisis de nuestra economía revolucionaria (segunda, en rigor), el poeta nicaragüense Ernesto Cardenal dejó un bello recuento testimonial titulado En Cuba. Era la apología trapense de la ciudad sin luz, donde escaseaban autos y ómnibus, con viviendas que comenzaban a afectarse por falta de mantenimiento, vestida de mezclilla y calzada con botas rústicas, ajena al oropel e igualitaria. La austeridad era inevitable, pero no podía convertir el desaliño en virtud. ¿Es que nos convertíamos en una ciudad trapense? 

Confieso que entonces el diagnóstico de la pérdida de modernidad no me angustió, pues a pesar de todo era real algo que me impactó después de la victoria de 1959: sentir por vez primera que La Habana me pertenecía completa, los salones que no había podido pisar porque mi clase social no tenía acceso a ellos, tanto como los espacios de los que antes trataba de escapar por sentirlos impregnados por la miseria. Ahora podía sentir a la ciudad de otro modo, definitivamente más mía, o mejor, mía de manera diferente y plena. Y empezar a sentirme también, de algún modo, responsable de su realidad y su porvenir. Por eso digo que he podido vivir dos Habanas en el tiempo y no solo en el espacio.

Sin embargo, La Habana, que pudo ostentar desde 1959 el legítimo orgullo de ser, como ninguna otra capital de América lo había sido, la ciudad de todos, comenzaba también una dolorosa agonía. Todo hubo que vivirlo, aciertos y desaciertos, en estado de cerco económico. El pueblo habanero, como el cubano en su totalidad, es un pueblo herido; pero en tanto pueda reconocerse en una ciudad y en un país que le pertenece, no será un pueblo derrotado ni amargado. Siempre ha estado listo para los nuevos desafíos. Aun cuando lo que le pertenezca pueda ser caracterizado como una pobreza compartida, no se compara con el estado de desamparo que conocieron sus mayores, y lo sabe muy bien.

Por eso puede constatarse con facilidad que el principal tesoro de esta ciudad maravilla es su población. En términos de gente habría que consignar incluso que es maravilla por su capacidad para dar, más que por la disposición para recibir, sentido que explica de alguna manera lo “real maravilloso” que Alejo Carpentier nos descubrió en su obra literaria, tan decisiva para conocernos.

El principal tesoro de esta ciudad maravilla es su población. En términos de gente habría que consignar incluso que es maravilla por su capacidad para dar, más que por la disposición para recibir.

Se nos ha atribuido el carácter apasionado, pacífico, bromista, simpático, servicial, hospitalario, tranquilo, de todo lo cual hay en mezcla heteróclita. Aunque también se nos tilda de pícaros, habladores, buscavidas y “sabichosos”. Recuerdo de una conferencia de Antonio Núñez Jiménez la caracterización de “parejero”, es decir, esa necesidad de emparejarse al interlocutor, o sería mejor decir, a no permitir el “ninguneo” o el trato desigual. En una u otra medida admito que todo está en ese coctel que hace agradable y único al habanero, y diría al cubano en sentido general; porque dudo que en otra latitud haya un lugar en que el capitalino sea una síntesis más que en una Isla como la nuestra.  

Es sabido que en un mundo de tragedias cotidianas poco controlables, con urbes que rebasan el millón de pobladores, La Habana cuenta con un bajísimo índice comparativo de peligrosidad ciudadana, los niños pueden ir solos a la escuela y los jóvenes salir sin miedo de noche. Con el agudo sentido crítico que le es habitual, el periodista argentino Fernando Ravsberg comentaba en una nota reciente sobre la ciudad: “Vivo saltando charcos, esquivando baches, conteniendo la respiración al pasar por los desbordados tanques de basura, evito los edificios apuntalados, sufro la música de mis vecinos y padezco la tortuga de internet, pero aun así la sigo amando”.

La condición humana ha de constituir, definitivamente, un elemento esencial de lo que se valore, ahora y siempre. Por tanto, para asumirse como ciudad maravilla ante el mundo, es necesario, en primer lugar, serlo para sus pobladores, con sus pobladores y por sus pobladores. Es algo que tiene que ver, sobre todo, con la ciudad que estemos dispuestos y responsabilizados en llegar a ser, más que con la que hoy podamos considerarnos.