Las estrellas son futuro

Enrique Pérez Díaz
24/11/2016

Para todos los varones de mi generación hubo un ídolo que irrumpió de pronto en las pantallas de aquellos viejos televisores en blanco y negro. Volvía Emilio Salgari en una adaptación de El Capitán Tormenta, uno de los ciclos de aventuras del atormentado autor italiano que, como en toda su obra, refleja el drama de un reino usurpado, una venganza interminable y un amor contrariado por el enemigo y la muerte. Debutaba entonces en aquel rol —unas veces, hermosa damisela y otras, joven y valeroso capitán— un rostro nuevo que enseguida se granjeó la admiración de todos: Cristina Obín en su inolvidable Leonor de Eboli-Capitán Tormenta. Verla montar a caballo, escalar murallas, batirse contra quien se opusiera a su sino, ser amada en silencio por un magnífico El Kadur y amar a un casi marmóreo León de Damasco, nos hizo quererla con vehemencia, reproducir sus aventuras en nuestros juegos callejeros y soñar con la corte de Damasco, un país perdido en el tiempo y la exótica geografía de lo fantástico.


 

Años después, Cristina siguió asomando su rostro en novelas como Doña Bárbara, donde interpretó el personaje de Marisela; en Teatros ICR, cuentos —recuerdo uno donde era detenida por esbirros de la tiranía y torturada—, y luego desapareció sin decirle adiós a su fiel, soñador y joven ejército de voluntarios. Supe que actuaba en otro país. Sin embargo, ya acabando la primera década del 2000, cuando comencé a trabajar en la editorial Gente Nueva, un día alguien me dijo de pronto, con voz de alarma y honda inquietud: “Cristina Obín pregunta por ti, ten cuidado”. ¿Cuidado de qué?, repliqué presto imaginándome que acaso la suerte me iba a complacer y venía espada en mano como antes, quizá a batirse conmigo. Pero no, la realidad superó cualquier ficción. Cristina llegaba, como tantos colegas, a traerme sus libros para niños. Ya sabía que mi otrora capitán, hoy una mujer madura, pero tan soñadora y con aquella cautivante voz de siempre, había publicado un hermoso libro dedicado a su nieta… y luego, pues aquí la tengo llamándome cada vez que un nuevo poema le bordea el asombro, o como tímida gacela, emocionada cuando le confirmo que editaremos otro libro suyo, gozosa como niño con juguete nuevo por su ratón troquelado y dispuesta siempre a ir por el mundo, “pescando un sueño” para compartir con los demás.

La vida suele tener encrucijadas bien raras y mi Capitana Tormenta —que jocosamente hoy me llama mi León Alamareño—, siempre sorprende en cada nuevo libro (incluso esos inéditos que aún me confía) con la gracia de su escritura, su bien amasada ternura en horas de desvelo o ausencia y esa imaginación que le hace tejernos el futuro y la esperanza. Conversar con ella, en una entrevista que publicamos, me la confirmó como siempre la imaginé cuando solo era para mí un personaje: una mujer toda sentimiento, vehemencia y pasión por cualquier causa justa, y la infancia es la más difícil y hermosa entre todas, a no dudarlo…

Cristina inicia su obra literaria hace algunos años cuando da a conocer por Gente Nueva Canciones para contar (2006); a la que luego seguirían, por ese mismo sello, Casa de tela (2010), De papel (Editorial El perro y la rana, 2011), los libros troquelados Otro ratón Pérez (Gente Nueva, 2012) y Un sombrerito mambí (Abril, 2013); Desconcierto en el concierto (también de Gente Nueva, 2013) y Pescando un sueño (Gente Nueva, 2014). Con Dice la luna (Colección Ala y espuela, de la Editorial Oriente), Cristina reverdece para demostrarnos la gran poeta de fibra humana que es; pero su lirismo apela al imaginario universal de la infancia, trasvasada en lo muy cubano y actual, para apelar a sentimientos eternos como el amor, la nostalgia, la soledad, el modo de explicarse el mundo y cuanto de él nos asombra o inquieta desde que apenas levantamos dos cuartas del suelo. Este libro la sitúa, aún más que los anteriores, en una madurez creativa sin concesiones y con el atisbo de nuevas puertas incluso hacia la narrativa, pues se debe reconocer que su poesía no es huera ni intrascendente, sino muy lúdica y siempre con una historia que contar al niño.


 

A través de Isadora Duncan llegó a mí Isabel Blanco. Creo que no habría mejor forma de conocer a una persona que viéndola desdoblarse en otra. Me iniciaba en el periodismo como adiestrado en Radio Liberación, una emisora que hoy no existe, y de la mano de una periodista (también llamada Isabel) me fui hasta los salones de la entonces Danza Nacional de Cuba. Allí nos anunciaron que se ensayaba una pieza de estreno y, de pronto, vi a aquella mujer apenas vestida y desmelenada que casi siempre iba a caer rendida de extenuación a mis pies. Era 1978, año de un Festival Mundial de la Juventud que a todos nos llenaba de ilusiones de paz universal. Yo tenía 20 años y apenas me asomaba a la capital, acostumbrado desde siempre al salvajismo natural de mi playa de Santa Fe y a mis lecturas de libros de misterio o aventura. De golpe conocí a dos mujeres que vivían una adentro de la otra e interactuaban entre sí para demostrarme toda la emoción de un ser humano. Todo el amor. Todas las pasiones. Amar y morir mil veces muriendo de amor. Pues eso fue Isadora: una mujer que levitó sobre su época para saltar al futuro. Desde entonces me di a la tarea de volver a descubrir a esa bailarina en la simple cubana que tomaba ómnibus, vivía agregada por haber nacido en provincias, tenía un hijo que crió su abuela y buscaba en el sexo opuesto un ideal que quizá no existe.

El tiempo nos hizo amigos y me permitió redescubrir en la mujer de mil rostros en la danza, la Blanco, cuánto de aquella legendaria Duncan hay en ella. Nadie más podría haber estrenado aquí Isadora. De hecho, es una coreografía sin ningún antecedente en el extranjero, del cubano Jesús López. Ya no puedo discernir cuánto de “la mítica e iconoclasta” encontró él en su colega, cuánto le puso ella…; han pasado muchos años y, firme como las rocas que embisten cualquier tormenta, Isabel sigue danzando junto a Isadora en la memoria de mucha gente. La aparición de su primer libro para niños, Nanas de la abuela sola (Gente Nueva, 2008), dedicado a los nietos que viven lejos y a cuantos necesiten escuchar las nanas de una mujer soñadora, me sigue haciendo evocar a aquella norteamericana, famosa por sus amoríos, que también fue madre y en un instante se vio privada de los seres que más quería. Isabel inicia un camino en las letras y por eso su verso es alegre y danzarín como su cuerpo y está poblado de sueños y memorias, de duendes y abuelas y, sobre todo, del amor que nuestra infancia requiere en sus primeras edades. De cómo se funden en una mujer tantas diferentes vetas artísticas solo podría hablarnos nuestra otra protagonista, quien entre sus inspirados versos nos confiesa más de un secreto, apenas entrevisto, entre el asombro y el misterio. Su segundo libro, Triquiñuela, triquitraque. Recovecos del lenguaje, también publicado por Ala y espuela, de la Editorial Oriente, nos la confirma una aventajada en el arte de lograr un lirismo a partir de lo cotidiano, enhebrando no solo sentimientos y vivencias trascendentes para cualquier humano, sino apelando al verso con un sentido de nonsense (disparate) y una imaginería que se sirve de entrecruzar palabras para dotarles de una semántica que cuenta muchas anécdotas. Su poesía, tan musical como la de Cristina, se fundamenta más, sin embargo, en el rejuego fonético que apela a todo tipo de repeticiones, onomatopeyas y símiles para conferir un derrotero diferente a lo que sus versos narran. Mucho tiene todavía que decirnos Isabel en libros inéditos como El hada de invierno y otros que en su momento llegarán a nuestras manos. Ambas autoras, con voces muy propias, entramadas desde el discurso vivencial, la sensibilidad de mujeres y madres —y hasta el magisterio de quien enseña más con hechos que con prédicas moralizantes o retóricas— reivindican a esa infancia que presumen su mejor destinatario pero, ojo, no son nada “infantilistas” o simplonas sus poéticas, que acusan más de una influencia de clásicos como Nicolás Guillén, Mirta Aguirre, Emilio Ballagas y tantos otros que las antecedieron.

Decía el Principito algo que Cristina me hizo recordar en el exergo de su libro: “Me pregunto si las estrellas están encendidas para que cada cual pueda un día encontrar la suya”. Solo me quedaría responderle al inefable niño que sí, las estrellas esperan por nosotros, aunque se hayan ido, su luz traza senderos que luego son confines por descubrir. Eso demuestran con su obra estas artistas, escritoras, mujeres, que siempre serán estrellas en mi particular universo y cuya luz ambas proyectan hoy hacia los niños, que son futuro, promesa de redención para la especie, que son infinito y más allá, el sitio encantado donde mejor pueden brillar las estrellas.