No me voy a morir nunca, ya tengo una película

Octavio Fraga Guerra / Foto: Cortesía del ICAIC
1/4/2016

Frente a la sinuosa corriente post documental, la realizadora Isabel Santos nos entrega el filme El camino de la vida, una oportuna producción del ICAIC, cuyo texto es incorporado al basto anaquel de la memoria histórica. ¿Su protagonista? Isabel Álvarez Morán, una española afincada en Cuba que vivió los horrores de la Segunda Guerra Mundial: la arremetida golpista liderada por el dictador Francisco Franco, que truncó La República, y el cerco de la Alemania nazi contra la ciudad de Leningrado.

La documentalista nos construye un relato afincado en los recuerdos de esta mujer excepcional. Toma su voz, sus palabras, los dibujos de sus gestualidades, para revelarnos una erguida fotografía en claro retrato humano. Recicla su escritura en primera persona ponderando algunas zonas de sus recuerdos, de la memoria construida como líneas en verbos, reviviendo las notas de un sustantivo libro.

Isabel Santos escucha y distingue los silencios de esta superviviente. El espacio “mudo” en el que tantas veces se refugia el dolor y las agudas historias. Con esta pieza documental, su autora nos invita a razonar desde la emotividad.

El curtido dolor de una niña por las muchas muertes clavadas en su entorno y el empeño por la vida; los crudos pasajes montados como partes esenciales de la narración que la realizadora nos escribe con hondas palabras y acertada luz ola familia, que no está superpuesta, anida en la génesis de su existencia, son parte de los aciertos de El camino de la vida.

La también actriz apela a su probada experiencia de pulsar los sentimientos, las emociones, la mirada. Se sirve del cuidadoso diálogo para reverdecer pasajes escritos por Álvarez Morán en su libro autobiográfico Historia de una niña de la guerra, publicado por la Editorial de Ciencias Sociales.

En el reverso de la pantalla, la sacudida de la memoria, la fuga de una idea, el primer plano de una lágrima que expresa la materialidad de dolor. Todo ello delineado con sensibilidad y talento desde el arte de la entrevista. Y es que estamos ante una narradora que sabe identificar las grietas de la vida humana, la cercanía ante el diálogo cruzado, las precisas palabras para el interrogatorio. Nada teatral, la sensibilidad y la perseverancia afloran en el traspatio de la puesta en escena.

La fotografíaestá sustentada por un concepto: la búsqueda del lúcido retrato, la intencionalidad de legitimar las historias, el discurso y la corporeidad del personaje. Indaga la cámara donde moran símbolos y recuerdos, en los recovecos de su casa. Encuadra en primeros planos o planos detalles la cadencia de sus manos, el brillo de sus ojos, el hacer de sus cotidianeidades.

Logra penetrar en los perfiles de su vida, en los claros de luz que le habitan. Escribe con la lente objetos que son parte de esa entendida acumulación, ante una mujer que no poseía nada. El director de fotografía Rafael Solís escruta, discrimina, conversa con la heroína mientras exhibelos pliegues del tiempo entonando su cometido hacia los derroteros de la evocación.

“No me voy a morir nunca porque ya tengo una película”. Es una declaración de esta gran mujer, revelada por Isabel Santos, que forma parte de los diálogos no publicados en el filme. Un significante enunciado del valor de la memoria y el empeño por contar una historia que el tiempo no debe borrar. El camino de la vida es singular huella de ese esfuerzo.

La autora fílmica sitúa a la escritora en el eje de todas nuestras miradas. Desgrana su historia con otras fuentes que enriquecen el trazo del filme, la curva de la emocionalidad. El humor y la reflexión también tienen espacio por esa ya expresada y requerida autenticidad que exigen los preceptos del género. Las fotos de familia, los objetos del recuerdo, las imágenes de archivo, fortalecen el discurso de sus narraciones erigidas como piezas de valor iconográfico.

La noción de identidad y los capítulos que corresponden a memoria e infancia, son resueltos y entendidoscomo relatos; narraciones que ponenen tensión un nivel experiencial, autobiográfico, imposible de reducir e insertar en otra estructura social. Pero, esta pieza fílmica no es, obviamente, un reflejo directo de una realidad pretérita. Ha sido voluntariamente moldeada por su narradora apelando a la creación de otros significados, los del presente.

No se trata de construir por construir, más bien de edificar coherencia, sentido del ritmo, puntos de giro o el acertado despliegue de códigos. En este filme, Isabel Santos compone su obra, escrita como halos de singulares dimensiones que reciclan elementos tomados de la protagonista y del reservorio documental.

En esta cometida de convocar palabras e imágenes, devenidas metáforas, está presente el oficio y la sabia de la montadora Beatriz Candelaria: hilvana en acertados tempos, en requeridos ritmos, las muchas horas filmadas o las fotos o filmes de valor documental, rescatadas del olvido o dilatados silencios. Una composición en la que cada núcleo de la escritura evoluciona como delgados anillos, muchas veces imperceptibles. Un texto de erguidas luces en el que la música es parte del silencio, cuando se trata de narrar la memoria.

El post documental

Bienvenido entonces este filme, ante el “descafeinado” asumido por la corriente post-documental, capitalizadora de una mutable zona del cine contemporáneo y caracterizado por el mestizaje estético que diluye o violenta los tradicionales modos de narrar; sin dudas, una legítima praxis del arte.

Pero se impone precisar sobre este asunto. Narran, bajo el signo de la postmodernidad, una pátina erigida por el neoliberalismo que menosprecia la historia, las esencias sociales del arte, la cultura y los valores que distinguen al pensamiento humanista.

En sus prácticas, estos realizadores del post se apropian de otros géneros y estéticas construidas con las herramientas de las nuevas tecnologías para “entrar” en los receptores más jóvenes, sustentados en la tesis de proyectar una mirada “rompedora”, “de vanguardia”. Son audiovisuales que cuentan las historias descontextualizadas, sin conexiones historicistas, vacías de contenidos o argumentos ideoestéticos.

Otra singularidad de esta línea de cine documental, muchas veces efímera, es la trasgresión de los establecidos códigos y modos de relatar, en “ruptura” con lo escrito por el cine. Estos abordajes están refrendados por vagos argumentos, por una brasa teórica de acento “audaz”, una deshilada consigna en la que se podría leer: “nosotros somos el cine del futuro”.

La marca de la “objetividad”, el distanciamiento del autor fílmico frente al tema o los personajes, la interrogada imparcialidad, el no tomar partido con la obra fílmica ante el complejo entorno social, político y cultural presente en la sociedad global, fuente natural de todo documentalista, son esos atributos no siempre generalizados o aceptados por este círculo del gremio cinematográfico.

Entonces cabría preguntarse: ¿Dónde queda el punto de vista? Sencillamente se menosprecia. Lo importante para estos postmodernos es “contar algo” desde la espectacularidad o el reality show fílmico. La forma se impone al contenido, a lo sustantivo del arte cinematográfico.

Si asumimos este collage como “el documental”, entonces sería inaceptable la implicación del cineasta en el texto fílmico, o más bien en la historia, con todas las interpretaciones que abriga el término. Frente a estos prejuicios sobre las concepciones tradicionales del género, la emotividad del narrador queda desterrada.

Los documentales, como los filmes de ficción, pueden (deben) conmover al espectador, hacerles sentir un abanico de emociones. En estos filmes la implicación del realizador supone también jerarquizar la emocionalidad, un recurso que no desmerita la autenticidad del texto fílmico. Establece, más bien, una escala superior de relación con el lector audiovisual, haciéndole “participe” de esta experiencia. El receptor suele traducirlo en estudio, análisis o discriminación de los íconos y contenidos, desde que se enfrenta a la obra fílmica hasta el arte final.

Las experiencias traumáticas provenientes de la violencia, de la guerra, han sido (y seguirán siendo) pretextos para múltiples encuadres documentales. Esta idea entraña un perenne desafío para los cineastas. Por una parte, individuos o grupos sociales que coexisten sustraídos de esas vivencias. Por otra, quienes las integran en su conciencia, en sus recuerdos, en sus recurrentes lecturas audiovisuales. Es cierto, ninguna imagen, ningún sonido, devuelve esa experiencia en su dimensión real, pero es vital retratarla desde las claves y recursos que nos brinda el género.

Nos asiste el deber de hurgar en la memoria de los supervivientes de un proceso heroico, en las vivencias de los protagonistas de una dolorosa experiencia. Estas acciones creativas y comunicacionales han de ser desarrolladas en pensados ciclos, sustentadas con adecuadas estrategias. Cada obra fílmica reveladora por sus valores historicistas y humanistas se ha de socializar oportunamente, integrada a la biblioteca audiovisual de la nación y la humanidad. Ante nosotros persiste un gran desafío claramente inconcluso: desterrar la violencia y la inoculación de la guerra en nuestro balcón planetario.