Orígenes: sueño, huella y fervor de una generación (II)

Cira Romero
20/5/2016

Las revistas que precedieron a Orígenes dieron las primeras señales de que, en Cuba, algo distinto se gestaba en materia poética. La feliz conjunción amistosa e intelectual entre José Lezama Lima y José Rodríguez Feo hizo posible la aparición del primer número de esta revista trimestral, que pudo exhibir 40, cada uno de ellos identificado con las estaciones del año. El primer ejemplar correspondió a la primavera del año 1944; el siguiente, al verano; el próximo, al otoño; y el último, al invierno, y así sucesivamente, hasta que a partir del número 25 comenzó a aparecer con el número y el año, sin señalar mes o estación.

En el inicial se incluyó ―como suele suceder en toda publicación que comienza― un documento sin título, pero que funciona a modo de editorial y que, suponemos, fue consensuado entre los editores de la revista, cuyos nombres respondían, además de Lezama, a Mariano Rodríguez, Alfredo Lozano y Rodríguez Feo; aunque a partir del número 6 y hasta el 34 solo aparecían en tal desempeño Lezama y Rodríguez Feo. Al volver sobre ese mensaje, se percibe de inmediato la huella escritural lezamiana:

No le interesa a Orígenes formular un programa, sino ir lanzando las flechas de su propia estela. Como no cambiamos con las estaciones, no tenemos que justificar en extensos alegatos una piel de camaleón. No nos interesan superficiales mutaciones, sino ir subrayando la toma de posesión del ser. Queremos situarnos cerca de aquellas fuerzas de creación, de todo fuerte nacimiento, donde hay que ir a buscar la pureza o impureza, la cualidad o descalificación de todo arte. Toda obra ofrecida dentro del tipo humanista de cultura, o es  una creación en la que el hombre muestra su tensión, su fiebre, sus momentos más vigilados y valiosos, o es por el contrario, una manifestación banal de decorativa simpleza. Nos interesan fundamentalmente aquellos momentos de creación en los que el germen se convierte en criatura y lo desconocido va siendo poseído en la medida en que esto es posible y en que no engendra una desdichada arrogancia.

El respeto que merece el hombre afanoso de acercarse a esa creación, cuya obra tiene que desenvolverse dentro de una ganada libertad, engendrando en consecuencia la justicia que nos interesa, que consiste en dividir a los hombres en creadores y trabajadores, o, por el contrario, en arribistas y perezosos. La libertad consiste para nosotros en el respeto absoluto que merece el trabajo por la creación para expresarse en la forma más conveniente a su temperamento, a sus deseos o a su frustración, ya partiendo de su yo más oscuro, de su reacción o acción ante las solicitaciones del mundo exterior, siempre que se manifieste dentro de la tradición humanista, y la libertad que se deriva de esa tradición que ha sido el orgullo y la apetencia del americano.

Sabemos que cualquier dualismo que nos lleve a poner la vida por encima de la cultura, o los valores de la cultura privados de oxígeno vital, es ridículamente nocivo, y solo es posible la alusión a ese dualismo en etapas de decadencia. En épocas de plenitud, la cultura, dentro de la tradición humanista, actúa con todos sus sentidos, tentando, incorporado el mundo a su propia sustancia. Cuando la vida tiene primacía sobre la cultura, dualismo solo permitido por ingenuos o malintencionados, es que se tiene de esta un concepto decorativo. Cuando la cultura actúa desvinculada de sus raíces es pobre cosa torcida y maloliente. In hoc nescio primun, nescio deinde. En estas cosas no hay primero, no hay después. Que siendo ambas, vida y cultura, una sola y misma cosa, no hay por qué separarlas y hablar de ridículas primacías. Un filólogo ha observado que Don Quijote y La Dorotea son consecuencia de vivir la literatura o de literaturizar la vida. En las fundamentales cosas que nos interesan todo dualismo es superficial, todo apartarse de lo primigenio —que no tolera dualismo o primacías— obra de falacia o de apresurados inconscientes.

En música, pintura y poesía, se han alcanzado entre nosotros ya algunas claridades. Para ello era necesario desbrozar los obstáculos que venían demorando nuestro arte. Ya están dichosamente lejanos los tiempos en que se hablaba de arte puro o inmanente, y de un arte doctrinal, que soportaba una tesis, sumergido en un desarrollo que partiendo de una simplista causalidad se contentaba con un final esperado, impuesto y sobreentendido. Si el artista necesita de una cabal libertad para su expresión, su justificación será el rendimiento de esa misma libertad en forma cualitativa. Los frutos de esa libertad serán saludables o cenicientos por la calidad de sus jugos nutricios, escogidos con esa exquisita libertad que señala el árbol bien plantado y suelto frente al cielo. Su pureza estará, repetimos, en la absorción depurada de sus raíces, en lo esencial de su desnudez, o en la plenitud que día a día logre diseñar, nunca en las manifestaciones externas o ruidosas movidas por manos que pueden ser estériles, aunque se agiten en el orbe de una extremada locuacidad.

Cualquiera que sea la actitud que se adopte para valorar el fenómeno artístico, sabemos hoy que nos encontramos ante la dilatada vastedad de un mundo cuantitativo sucesivo, donde las revoluciones y los peces impresionistas, las glorificaciones y la lepra, las más herméticas formas de la clausura y las más dionisíacas descargas populares, ofrecen una violenta riqueza sucesiva que es necesario reducir, en la dolorosa reducción del yo a la nada y de esta a un nacimiento. Frente a ese mundo de violentos ofrecimientos, el hombre muestra su fiera selección, las cosas de las que ha querido hacerse acompañar hasta el final. Las demás modas, inútilmente disfrazadas de modo, de métodos, cultivan un fragmento o un deseo, teniendo la desventura al habitar con tristeza sus porciúnculas, de mostrar un inmenso orgullo, procurando aislar, con un terrorismo retórico, a los que buscan sin encontrar y encuentran sin buscar.

Sabemos ya hoy que las esenciales cosas que nos mueven parten del hombre, surgen de él y después de trazar sus inquietantes aventuras, pueden regresar, tornándolo altivo o humillado, pero dejando su  conciencia sus incorporaciones y las diversas formas de su nutrición, mereciendo un respeto en directa relación con una libertad que estamos dispuestos a defender y a justificar la salud de sus frutos.

Los editores

Se trata de una página de propósitos donde quedan expuestos, con claridad meridiana, los que se perseguían y, bien estudiada, goza de una significativa actualidad desde la perspectiva del surgimiento de un nuevo estado poético: reconocer la fuerza de la creación artística y respetarla, el arte como universo creativo y no como instancia de banalidad, respeto a los artistas y al trabajo intelectual que desempeñan, la vida aprehendida y enriquecida mediante la cultura y la defensa de un arte no maniqueo: ni puro ni doctrinal. Se trata, pues, de un programa transformador y provocativo para bien de la cultura nacional,  desasido de posturas aristocráticas, pero bien lejos de lidiar con lo ramplón.

Leer el sumario de este primer número evidencia el cumplimiento de los fundamentos demandados en su proyecto de revista. Siete trabajos contundentes en el campo de la creación literaria se enuncian:  “Tiempos de jardín”, poema de Ángel Gaztelu; “Canta la alondra en las puertas”, poema de Gastón Baquero; de Lezama Lima, su narración “Juego de las decapitaciones”; del amigo y compañero de tertulia de Lezama en la librería La Victoria, Luis Antonio Ladra, sus Nocturnos; de Aníbal Rodríguez, el ensayo “Notas para una fundamentación de la alegría” y, de igual género, Rodríguez Feo propone “George Santayana: crítico de una cultura”.

Merece la atención subrayar lo que ha sido desvirtuado con el paso del tiempo: José Rodríguez Feo fue fundador y colaborador activo de la revista mediante sus trabajos, sus traducciones y su buen desempeño para, desde el extranjero y gracias a sus relaciones con intelectuales de primera valía, enviar trabajos de estos a la publicación. Casi siempre se destaca de él su calidad de mecenas al sufragar los gastos de impresión en que se incurría —lo cual es cierto—, pero la otra cara de su labor no puede pasar inadvertida.

Sobre este número expresó Lezama: “Yo quería que la poesía que allí apareciera fuera una poesía de vuelta a los conjuros, a los rituales, al ceremonial viviente del hombre primitivo”.

La muestra presentada se completa con una sección titulada “Notas”, que contiene, bajo el rubro de “Exposiciones”, dos reseñas: una de ellas firmada por Guy Pérez Cisneros, y la otra por sus iniciales (G. P. C.) sobre, respectivamente, “Lo atlántico en Portocarrero” y “Diago”, a propósito de las ilustraciones de este a una edición de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. En “Música” se describe el más reciente concierto ordinario de la Orquesta Filarmónica, y en “Especie de actualidad” aparece publicada una entrevista a Marc Chagall realizada por James J. Sweeney, en traducción de Rodríguez Feo. Se acumulan 47 páginas, ilustradas con viñetas de Mariano Rodríguez, donde se exhibe una pauta espléndida de literatura en un amplio espectro de géneros y en feliz conjunción con la plástica y la música.  

Continuaba la aventura de Orígenes como grupo y comenzaba la de la publicación. Sobre esta última se puede seguir su rumbo más íntimo a través del libro-epistolario de José Rodríguez Feo Mi correspondencia con Lezama Lima (1989).