Porque, a veces, hay que estar un poco loco

Yudd Favier
20/4/2016
Carteles: Zenén Calero
 

En abril de 1994  me encontraba  estudiando  frenéticamente para hacer las pruebas de ingreso al Preuniversitario de Ciencias Exactas. Salir bien en las pruebas constituía toda mi meta de ese año; mientras mis padres —ahora lo sé— hacían malabares conjuntos para no convertir la pobreza material en un recuerdo de mi adolescencia. Ese mismo año cumpliría los afanados 15, y aunque nunca me soñé vistiendo pomposos vestidos, sí ansiaba llegar a esa edad porque en mi mente marcaba el fin de mi infancia y el principio de algo que yo soñaba mejor.


 

Recientemente revisaba los exámenes de semestre de los alumnos de la universidad, y me sorprendí al encontrar el negligente término usado por uno de ellos al referirse al pionero del teatro titiritero del siglo XX que había escogido para su prueba: “loco” le llamaba, sin tapujos ni deferencias. Subrayé con énfasis rojo la palabra y releí aquello, pero tuve que coincidir en que lo hecho por el personaje estudiado eran actos tan solo posibles en la cabeza “soñadora”, y quizás insana, de un titiritero. Y cuando lo piensas, las recurrencias son patológicas. Siempre gravita en sus biografías algo de demasiada pasión versus lógica, como sino de la profesión.

Supongamos que a un cubano promedio le planteas que en abril de 1994, unos titiriteros del país quisieron juntarse para compartir experiencias, recibir clases, superarse y consolidar su arte, en medio de las contingencias económicas que atravesaba Cuba en el eufemísticamente —¡casi sarcástico!— llamado Período Especial. Ese entrevistado te dirá que aquellos hombres “estaban locos”.


 

Pues esa locura ha cumplido sus veinte años de existencia, se llama Taller Internacional de Títeres de Matanzas (Titim), y es un conector imprescindible entre nosotros y el teatro titiritero que se produce en el resto del mundo. Esa sabia ha quedado en estas tierras.

En esta Isla, quien quiere hacer del títere su fe de vida, comulga aquí.

Hace más de un año Rubén D. Salazar puso en mis manos sus archivos Titim. Esa información meticulosamente documentada, más que matriz para lo que es hoy este pequeño libro-catálogo, fue su cuerpo todo, al que tan solo hemos tratado de llenar de afeites para que, además de padre, tenga el toque de una madrastra. Sin la constancia que implica ese minucioso asentamiento bibliográfico de Rubén, el proyecto de un libro no se habría consumado. Por eso, y en contra de su voluntad, es el autor de estas páginas.

Sirva el presente como homenaje a sus incansables fundadores: a René, por la idea y la constancia; a Rubén, por el empeño y su gestión permanente; a Zenén, por darle un rostro siempre fresco, y a Mercedes, por el vital impulso; a los titiriteros que en una y otra edición han estado con su teatro y sus anhelos llenando las calles matanceras; a los de casa y los vecinos de otras tierras, para que regresen y su paso por el Titim sea asentado, no solo en los aprendizajes y sueños compartidos en estas dos décadas, sino en la historia que a puro amor han ido construyendo los demiurgos todos.


 

Por estos días me obsesiona un poema de Javier Villafañe, “El banquete”, donde confluyen disímiles comensales: jueces, señoritas, arquitectos, generales, músicos, poetas, y también titiriteros. Mientras aquellos comen cordero, sementales platónicos, vértebras de jirafa, upapas con upitas mojadas en leche, caracoles o albóndigas, respectivamente; los titiriteros comen migajas de pan. ¿Cómo se veía a sí mismo el gran maestre? ¿Como alguien que no tiene que alimentar al cuerpo porque está pleno o como alguien muy humilde que se conforma con tan poco en un banquete? Migajas de pan comían los titiriteros. Ahí sigue la esencia de ser un joculator, un cazurro, un saltimbanqui perpetuo. Sin lugar a dudas, alguien un poco loco.

Nota:
Palabras de presentación del libro-catálogo El Titim se parece a la vida…20 años del Taller Internacional de Títeres de Matanzas