Sin destino

Paco Ignacio Taibo
13/1/2017

El caos en el primer combate es de tanta magnitud que sesenta y nueve supervivientes se dispersan en nada menos que veintiocho pequeños grupos. Sin conocer el destino del resto de los expedicionarios, escuchando disparos a lo lejos sin saber quién los hacía, el grupo que conduce Juan Almeida con el Che herido vagará durante el día siguiente de manera errática por los montes, en la angustia de la ignorancia, sin agua y con la desgracia de que con la única lata de leche que teníamos había ocurrido el percance de que Benítez, encargado de su custodia la había cargado en el bolsillo de su uniforme al revés, vale decir, con los huequitos hechos para absorberla hacia abajo, de tal manera que, al ir a tomar nuestra ración consistente en un tubo vacío de vitaminas que llenábamos con leche condensada y un trago de agua vimos con dolor que toda estaba en el bolsillo y en el uniforme de Benítez.

portada del libro Ernesto Guevara, también conocido como el Ché
Portada de la edición cubana. Editorial Casa de las Américas, 2016.

Chao los convence de que deambular así los va a llevar de cabeza a una emboscada y acuerdan refugiarse en una cueva para caminar solo de noche. En esa cueva los cinco expedicionarios deciden asumir un pacto de muerte. Si los descubren combatirán. Nadie se rendirá. El heroísmo de la desesperanza.

Es típico del estoicismo del Che que en todos los textos que ha escrito sobre esos terribles momentos no mencione la herida que trae en el cuello; ni siquiera en su diario hay comentarios sobre la lesión. Almeida, en cambio, recuerda que la herida en el cuello sangraba mucho en el momento en que se encontraron, pero que al día siguiente ya no les pareció tan grande y había dejado de sangrar.

En la noche del 7 de diciembre vuelven a intentar aproximarse a la Sierra Maestra guiados por el Che, quien a su vez se guía por lo que piensa era la Estrella Polar; mucho tiempo después me enteraría que la estrella que nos permitió guiamos hacia el este no era la Polar y que simplemente por casualidad habíamos ido llevando aproximadamente este rumbo hasta amanecer en unos acantilados ya muy cerca de la costa.

Atormentados por la sed, porque han estado comiendo la pulpa cruda de unos cangrejos que se cruzaron a su paso, se ven obligados a beber agua de lluvia retenida en las rocas, que extraíamos mediante la bombita de un nebulizador antiasmático; tomamos solo algunas gotas de líquido cada uno.

Íbamos caminando con desgano, sin rumbo fijo; de vez en cuando un avión pasaba por el mar. Caminar entre los arrecifes era muy fatigoso y algunos proponían ir pegados a los acantilados de la costa, pero había allí un inconveniente grave: nos podían ver. En definitiva nos quedamos tirados a la sombra de algunos arbustos esperando que bajara el sol. Al anochecer encontramos una playita y nos bañamos.

El diario del Che culmina el día 8 de diciembre con un patético: No comimos nada. A la búsqueda de agua Ernesto propone un experimento que termina en desastre. Hice un intento de repetir algo que había leído en algunas publicaciones semicientíficas o en alguna novela en que se explicaba que el agua dulce mezclada con un tercio de agua de mar da un agua potable muy buena y aumenta la cantidad de líquido; hicimos así con lo que quedaba de una cantimplora y el resultado fue lamentable; un brebaje salobre que me valió la crítica de todos los compañeros.

Esa noche bajo una luna tropical que merece mejores situaciones, descubren en una choza de pescadores a un grupo de hombres uniformados. Desesperados y sin pensarlo dos veces avanzan hacia ellos gritándoles que se rindan, solo para descubrir que se trata de Camilo Cienfuegos, Pancho González y Pablo Hurtado.

Tras volverse a recontar la emboscada de Alegría de Pío, una y otra vez la pesadilla, el grupo intercambia cangrejos por cañas de azúcar y prosiguen caminando con la inquietante conciencia de que pueden ser los únicos sobrevivientes del Granma. No se nos escapaba el hecho de que los acantilados a pico y el mar cerraban completamente nuestras posibilidades de fuga, en caso de topamos con una tropa enemiga. No recuerdo ahora si fue uno o dos días que caminamos por la costa, solo sé que comimos algunos pequeños frutos de tuna que crecían en las orillas, uno o dos por cabeza, lo que no engañaba al hambre, y que la sed era atenazante, pues las contadas gotas de agua debían racionarse al máximo.


Foto: Cubadebate

El martes 11 de diciembre, agotados, en las márgenes del río Toro, el grupo contempla a lo lejos una casa y tras explorar con más cuidado descubren lo que les parece es la silueta de un soldado. Mi opinión inmediata fue no acercamos a una casa de ese tipo, pues presumiblemente serían nuestros enemigos o tal vez el Ejército la ocupara. Benítez opinó todo lo contrario y al final avanzamos los dos hacia la casa. Yo me quedaba afuera mientras él cruzaba una cerca de alambre de púas, de pronto percibí claramente en la penumbra la imagen de un hombre uniformado con una carabina M-1 en la mano, pensé que habían llegado nuestros últimos minutos, al menos los de Benítez, a quien ya no podía avisar porque estaba más cerca del hombre que de mi posición; Benítez llegó casi al lado del soldado y se volvió por donde había venido, diciéndome con toda ingenuidad que él volvía porque había visto «un señor con una escopeta» y no le pareció prudente preguntarle nada.

Realmente, Benítez y todos nosotros nacimos de nuevo. No sabía el Che en aquel momento qué tan cierto era, se trataba de la casa de un colaborador del Ejército, Manolo Capitán, que días antes había entregado a nueve expedicionarios del Granma, ocho de los cuales habían sido asesinados a sangre fría.

Subiendo por el acantilado, el grupo logra acceder a una cueva donde se ocultan durante las horas de luz. Desde allí se observaba perfectamente todo el panorama: este era de absoluta tranquilidad; una embarcación de la marina desembarcaba hombres, mientras otros embarcaban, al parecer, en una operación de relevo. Pudimos contar cerca de treinta.

El Che estaba contemplando a las fuerzas del teniente Julio Laurent, oficial del servicio de inteligencia naval, quien había asesinado a sangre fría a su amigo Ñico López junto con otros expedicionarios cinco días antes y había repetido la ejecución con otro grupo de rebeldes capturados el día siete, ametrallándolos por la espalda.

Pasamos el día sin probar bocado, racionando rigurosamente el agua que distribuíamos en el ocular de una mirilla telescópica para que fuera exacta la medida para cada uno de nosotros y por la noche emprendimos nuevamente el camino para alejamos de esta zona donde vivimos uno de los días más angustiosos de la guerra, entre la sed y el hambre, el sentimiento de nuestra derrota y la eminencia de un peligro palpable e ineludible que nos hacía sentir como ratas acorraladas.

La fortuna los acompañará ese día porque cambiando de rumbo hacia el noroeste irán a dar a un arroyo; tirados en el suelo bebimos ávidamente, como caballos, durante un largo rato, hasta que nuestro estómago vacío de alimentos se resistió a recibir más agua. Llenamos las cantimploras y seguimos nuestro viaje.

Esa noche continuamos nuestro peregrinaje hasta llegar a las cercanías de una casa donde se oía el ruido de una orquesta. Una vez más se suscitó la discusión; Ramiro, Almeida y yo opinábamos que no se debía ir de ninguna manera a un baile o algo así, puesto que los campesinos inmediatamente, aunque no fuera más que por indiscreción natural, harían conocer nuestra presencia en la zona; Benítez y Camilo Cienfuegos opinaban que había que ir de todas maneras y comer. Al final, Ramiro y yo fuimos comisionados para la tarea de llegar hasta la casa, obtener noticias y lograr comida. Cuando estábamos cerca cesó la música y se oyó distante la voz de un hombre que decía algo así como: «vamos a brindar ahora por todos nuestros compañeros de armas que tan brillante actuación… ».

Nos bastó para volver lo más rápido y sigilosamente posible a informar a nuestros compañeros de quiénes eran los que se estaban divirtiendo en aquella fiesta.


Presentacíon en la Semana de autor 2016. Foto: Abel Carmenate

A las 2 de la madrugada del día 13, con el grupo muy bajo de moral, hambrientos y desesperados, los expedicionarios van a dar a la casa de un campesino. Nuevamente se discute si acercarse o no. El Che escribe en su diario que contra su consejo se llama a la puerta de la casa. Afortunadamente se trata de Alfredo González, adventista, que junto con su pastor está comprometido en una de las redes del 26 de Julio coordinadas desde Santiago y Manzanillo por Celia Sánchez para apoyar a los expedicionarios. Allí se produjo el desplome de algunos. Las noticias eran malas. Se enteran de la muerte de al menos dieciséis de los expedicionarios, que han sido asesinados tras su captura, y no en combate.

Nos recibieron en forma amable y seguidamente un festival ininterrumpido de comida se realizó en aquella choza campesina. Horas y horas pasamos comiendo hasta que nos sorprendió el día y ya no podíamos salir de allí. Por la mañana llegaban campesinos avisados de nuestra presencia que, curiosos y solícitos, venían a conocemos y a damos algo de comer o traemos algún presente.

La pequeña casa en que estábamos pronto se convertía en un infierno: Almeida iniciaba el fuego de la diarrea y luego ocho intestinos desagradecidos demostraban su ingratitud, envenenando aquel pequeño recinto; algunos llegaban a vomitar.

La información que va llegando le va dando forma al rumor: Fidel está vivo, y protegido por la red de Celia Sánchez que está a cargo de Crescencio Pérez, el patriarca de la rebelión serrana. Los espeluznantes cuentos de los campesinos nos impulsaron a dejar las armas largas bien guardadas y tratar de cruzar, con las pistolas solamente, una carretera muy controlada. El resultado fue que todas las armas dejadas en custodia se perdieron mientras nosotros nos encaminábamos hacia el lugar de la Sierra Maestra, donde estaba Fidel.

Divididos en dos grupos comienzan a subir la Sierra. Almeida y el Che han tenido la precaución de al menos conservar un par de pistolas ametralladoras Star, pero las armas largas junto con Hurtado, que estaba gravemente enfermo, se quedan en la casa del campesino.

Cuando al día siguiente se encuentran en la casa del pastor Rosabal les llega la información de que la falta de discreción del campesino ha provocado una infidencia y el Ejército ha capturado a Hurtado y las armas. Este compañero, al enterarse de la infausta noticia hizo contacto rápidamente con otro campesino de la zona, muy conocedor de ella y que decía simpatizaba con los rebeldes. Esa noche nos sacaban de allí y nos llevaban a otro refugio más seguro. El campesino que conociéramos aquel día se llamaba Guillermo García y era uno de los cuadros claves de la red de Celia.

El día 15 el grupito del Che lo pasa en una cueva y durante los dos días siguientes van circulando por casas de campesinos que los protegen, los alimentan y transportan, y finalmente el jueves 20 de diciembre, en la madrugada, arriban a la finca de Mongo Pérez, hermano de Crescencio, donde los esperan Fidel, Raúl, Ameijeiras, Universo Sánchez y media docena más de supervivientes.

Uno de los hijos de Crescencio, quien ha estado detenido en esos días porque sospechan que estuvo ayudando a fugarse a los expedicionarios del cerco, observa que el argentino que viene en el grupo traía la ropa destrozada, venía sin zapatos, temblando y que pidió que le regalaran un saco de yute para echárselo por encima porque estaba muerto de frío.

Fidel no oculta su júbilo, pero les lanza tremenda bronca por haber abandonado los fusiles. La reconvención de Fidel fue muy violenta. «No han pagado la falta que cometieron, porque el dejar los fusiles en estas circunstancias se paga con la vida; la única esperanza de sobrevivir que tenían en caso de que el Ejército topara con ustedes eran sus armas. Dejarlas fue un crimen y una estupidez». El Che, avergonzado, omite en su diario la reseña del regaño y se limita a contar que tuvo un ataque de asma y pasó la noche muy mal.

Once días más tarde, una pequeña nota llega por correo urgente a la Argentina donde su familia piensa, a partir de los comentarios de la prensa y el testimonio de un superviviente, quien decía que lo había visto caer con un tiro en el pecho, que Ernesto está muerto. La carta tiene matasellos de Manzanillo. Queridos viejos: Estoy perfectamente, gasté solo dos y me quedan cinco (de las siete vidas teóricas de un gato). Sigo trabajando en lo mismo, las noticias son esporádicas y lo seguirán siendo, pero confíen en que Dios sea argentino… y firma Teté, el apodo de la infancia.

 

Tomado de: Ernesto Guevara. También conocido como El Che. Editorial Casa de las Américas, 2016