Un traductor, Yuli, y el pasado entrevisto como tragedia

Joel del Río
19/8/2019

Recientemente estrenada en salas, la coproducción cubano-canadiense Un traductor relee los años 90 y la Cuba del Período Especial, con sus problemas de reducción de empleos, escasez y crisis de valores, para exaltar la profunda depresión y el agobio que agreden al protagonista, un profesor de ruso, de la Universidad de La Habana, a quien le asignan la misión de trabajar como traductor entre enfermos y médicos en el centro hospitalario que atiende las víctimas del desastre nuclear de Chernobyl. Cada vez más abatido e involucrado con la desgracia de los niños, el traductor pierde todo concepto de los límites y olvida a su propia familia, integrada por una esposa (que debe asumir el timón del hogar), un hijo pequeño y otro en camino.

Fotos: Internet
 

A través de la fotografía, que se recrea en interiores sombríos y verdes inherentes a los espacios de los hospitales, y la dirección de arte que contribuye a definir una atmósfera epocal y espiritual muy precisa, el pasado de la Isla es visto a través de los ojos de un hombre angustiado, que según descubrimos en el epílogo, es nada menos que el padre de los codirectores, los hermanos Rodrigo y Sebastián Barriuso, como se revela en uno de los momentos más emotivos del filme en tanto se le confiere, con la sola aclaración del parentesco, un toque de legitimidad a un dato de conmovedor impacto, porque significa que los cineastas y guionistas están contando desde su personal perspectiva la crisis de un hombre (su padre) y el difícil trance que enfrentaba una familia y un país entero.

Debe aclararse que aunque la narración, el tipo de personaje y el tono se acerquen al melodrama, Un traductor respira comedimiento en cuanto al uso de la música, y es de agradecer la autenticidad en su retrato de época, a tono con la responsabilidad social e intelectual de los jóvenes autores, quienes residen en Toronto, Canadá, pero quisieron contribuir con la relectura e interpretación del pasado, el presente y el futuro de Cuba a la luz de un momento crítico. De todos modos, resulta sintomática la cantidad de coproducciones, sobre todo dirigidas por cineastas extranjeros, que eligieron los rebordes trágicos o el melodrama desatado para retratar el pasado de la Isla o un presente de frustración y parálisis.

Este grupo significativo de cineastas extranjeros llegaron a Cuba impulsados mayormente por el afecto e incluso la admiración por la Isla, su cultura y su pueblo; sin embargo, una buena parte de las obras resultantes insisten en la descripción sombría de las circunstancias y en la victimización de los protagonistas, rehenes de las inclemencias del contexto social o familiar, y así se le rinde culto a los códigos y la tipología del melodrama tradicional en algunas de estas coproducciones estrenadas en los últimos 20 años. Una de las primeras que recuerdo, en este siglo, es la reina de las noches tropicales que interpretaba Luisa María Jiménez, una mujer pasional amenazada por la atmósfera violenta en los bajos fondos habaneros de los años 50 en Rosa La China (2002), de la realizadora chilena Valeria Sarmiento, quien apenas deja un resquicio para la duda cuando aclara que se trata de una época de bolero y radionovelas.

El argentino Jorge Dysze y el español Benito Zambrano, en las respectivas Al fin, el mar (2003) y Habana Blues (2005), hablan sobre jóvenes y talentosos cubanos precisados a emigrar por la imposibilidad de materializar sus sueños de progreso y éxito profesional. Protagonizada por Joel Núñez y Audry Gutiérrez Alea, Al fin, el mar lidia con un yuppie que trabaja en la Bolsa de Nueva York, hijo de madre cubana, que decide conocer la tierra materna, y al llegar conoce a una nadadora de ballet acuático y surge la atracción. Tiempo después ella se va de Cuba, en una balsa, a tratar de buscar una mejor vida en Estados Unidos, pero todo parece indicar que hubo un naufragio.

 

Por su lado, Habana Blues relata la historia de amistad, y finalmente separación, entre dos jóvenes músicos, amigos de la infancia (interpretados por Alberto Yoel y Roberto San Martín), uno que se queda a “batirse con los leones” y otro que decide partir, ilusionado con la idea de iniciar una carrera en España. La tristeza de la separación se subraya cuando el músico que decide permanecer en la Isla, recibe la noticia de que su mujer y su hijo también decidieron emigrar. La despedida de los amigos, en la azotea de la casa, se cuenta entre las mejor resueltas, melodramáticamente hablando, en el cine cubano de estos años.

Otra joven, bella y talentosa cubana, víctima de la estrechez material y la escasez de oportunidades, protagoniza la comedia romántica Habana Eva (2010), que dirige la venezolana Fina Torres, muy interesada desde siempre en el discurso femenino y el empoderamiento de la mujer. Eva (que interpreta la venezolana Prakriti Maduro) trabaja como costurera en una fábrica estatal de ropa mientras sueña con llegar a ser diseñadora de moda y tener un cuarto propio para casarse con su novio (Carlos Enrique Almirante), pero llega un adinerado empresario, exiliado cubano radicado en Venezuela, y la joven deberá elegir entre el novio pobre y pusilánime, y el seductor y pujante emigrado, dispuesto a conquistarla con todas las tentaciones posibles.

Si el registro de las coproducciones se aligera gracias al colorido y los enredos de Habana Eva, el tono vuelve a recargarse, hasta los rebordes del patetismo y las lágrimas, con La Partida (2014), del español Antonio Hens; Regreso a Ítaca (2014), del francés Laurent Cantet, y Viva (2016), del irlandés Paddy Breathnach. En La Partida hay dos hombres muy jóvenes, casi adolescentes, que descubren la complejidad de la pasión homosexual en un entorno machista y menesteroso. Hay gritos, lágrimas, tragedia en torno a este amor imposible entre Reinier y Yosvani, porque el primero recurre al sexo tarifado para mantener a su esposa, casi adolescente, y a su hijo recién nacido, mientras que Yosvani rompe con una novia que seguramente le iba a reportar cierto estatus económico con tal de estar al lado de Reinier.

Luego de sumarse en 2011 a la lista de cineastas celebridades que dirigieron igual número de cuentos en Siete días en La Habana, Laurent Cantet quiso continuar su idilio con la Isla, conoció la obra de Leonardo Padura y surgió la idea de realizar Regreso a Ítaca, que cuenta con guion del reconocido escritor cubano, y se inspira en uno de los pasajes contemporáneos de La novela de mi vida. Cinco amigos se reúnen en una azotea habanera para recibir a Amadeo, quien ha vivido en el extranjero durante los últimos 14 años, y la reunión se convierte en repaso de los miedos, frustraciones y sueños rotos de toda una generación ahora desencantada y presa de la imposibilidad de vivir humanamente en armonía. En Regreso a Ítaca, Cantet utilizó un equipo técnico donde sobresalen creadores cubanos, entre los cuales se cuentan Jorge Perugorría, Fernando Hechavarría o Isabel Santos.

Protagonizada por Héctor Medina con el soberbio apoyo de Luis Alberto García y Jorge Perugorría, Viva es el filme más decididamente melodramático de todos los mencionados en tanto incursiona en los conflictos filiales, situados en territorio queer, es decir, de temática gay, con un protagonista sensible, vulnerable, huérfano, vapuleado por el desprecio y el utilitarismo de casi toda la gente que conoce. Jesús, el protagonista, trabaja como vestuarista en un club de travestis, pero sueña con actuar y adoptar el nombre artístico de Viva, e interpretar con todo el corazón canciones y baladas de amores vejados y imposibles. Luego, el joven tiene la oportunidad de reencontrarse con su padre, un expresidiario machista a quien no ve hace tiempo, y se ven obligados a convivir en el cuartico mínimo del muchacho, hasta que surgen conflictos insalvables entre el veterano exboxeador y el delicado vestuarista. Al final, después que el pobre muchacho es aplastado por la desdicha, arrinconado por la muerte o el abandono de sus seres queridos, el único alivio consiste en verlo actuar, dueño ya de la escena del club, en una desgarradora canción de Massiel hablando sobre el infortunio que significa amar: “el amor desbarata tus grandes ideas, te destroza, te rompe, te parte, te quiebra, y te hace ser ese que tú no quisieras, y te empuja a ser malo, y te deja hecho mierda…”.

 

Los nombres de los dos protagonistas le dan título a Candelaria (2017), del colombiano Jhonny Hendrix Hinestroza, y a la muy reconocida Yuli (2018), de la española Iciar Bollaín. En la primera de ellas, aparecen mayormente Candelaria y Víctor Hugo, una pareja de ancianos sin hijos, en una época de carencias como los años 90, con la escasez de alimentos y hasta de fluido eléctrico. Sus vidas cambian cuando tienen en sus manos una cámara de video, detonante de emociones y sacudimientos inesperados. Según manifiesta la película, y declaró su protagonista Verónica Lynn: “Candelaria es como Cuba, pues revela fortaleza (…) Es una mujer a quien la vida maltrata, las circunstancias y el paso de los años, pero hay algo que hace que saque fuerza y asuma lo que le depara la vida cada día”.

Por último, está Yuli, muy similar a la inmensa mayoría de los filmes biográficos que se conciben para ganarse la identificación del público mayoritario, en tanto cuenta el triunfo de la voluntad de un protagonista que lucha por sobreponerse a los muchos obstáculos de un medio nada propenso. Como mérito añadido, el filme cuenta con la presencia del célebre bailarín Carlos Acosta, quien se interpreta a sí mismo, pues aquí se relata un viaje a través de la vida del más famoso bailarín cubano, desde su difícil infancia en un barrio periférico, donde todo el mundo lo conocía con el sobrenombre que le da título a la película, hasta convertirse en primera figura de los más exigentes escenarios de ballet en el mundo.

 

Este triunfo de la voluntad y el talento constituye el sustrato melodramático de centenares de películas, porque como dice la directora Iciar Bollaín, lo más atractivo del proyecto fue “el hecho de que el protagonista descendiera de esclavos negros y terminara bailando, con enorme éxito, en el corazón de Londres, porque esto es una patada en el corazón del establishment y de todos los tabúes raciales y sociales”.