Una mirada a México tras el temblor

Javier Contreras Villaseñor
3/10/2017

Creo que ahora al Estado mexicano no lo tomó desprevenido el terremoto, o más bien, las muy previsibles consecuencias éticas, políticas, sociales del temblor. Está claro que nadie puede predecir un sismo, pero las consecuencias solidarias, luminosas, empeñosas con las que la sociedad civil está asumiendo otra vez las tareas de ayuda a los siniestrados, la generalización de una ética que reconoce el nosotros y no la competencia y la guerra de todos contra todos (y especialmente contra todas) como su fundamento irrenunciable, eso sí que lo previó el entramado gubernamental/gran empresarial/militar que nos gobierna, y porque le teme con espanto a esa energía social independiente, se preparó para acotar y erosionar una lógica social que lo rebasa y evidencia en su desfase radical con respecto a los y las ciudadanos de a pie.

Ejército, políticos, medios de comunicación empresariales muy rápido se hicieron presentes para representar, valga la redundancia, su “presencia” en medio del esfuerzo social. No dudo de la buena voluntad de soldados, periodistas y algunos gobernantes, y no desconozco sus esfuerzos ni ignoro que en alguna medida están cumpliendo “su” tarea. Pero, lo que no puedo dejar de percibir es un esfuerzo de no volver a quedar excluidos de las corrientes profundas de nuestra sociedad y de permitirle su autonomía y funcionamiento desligado del mundo institucional dominante. Se nos presenta la imagen de un México unido, caminando junto, a la par, codo a codo. Sin embargo, cosa evidente, hace tiempo que la ruptura ocurrió. Lo hemos vivido ya innumerables veces: terremoto del 85, fraude electoral del 88, irrupción zapatista en el 94, fraude del 2012, los 43 de Ayotzinapa, el feminicidio generalizado, la guerra contra la sociedad vestida de guerra contra el narcotráfico, etc., etc.


El reclamo por los normalistas desaparecidos sigue vigente en México
 

Y son esos Méxicos profundos plebeyos, solidarios y “caóticamente” eficaces los que el grupo social dominante pretende ahora dirigir y encabezar. Y como le aterra la multiplicación de sus lógicas que desbordan los cauces habituales de supeditación o resignación, se empeña en domeñarlos, devaluarlos, normalizarlos. El grupo dominante de poder mexicano necesita una pronta “normalización” de la vida social que el desastre descuadró: la sociedad civil no debe convertirse en protagonista del diseño de las formas de vinculación social, no debe generar subjetividades otras arraigadas en el corazón bueno y la confianza. Los mexicanos y las mexicanas no se merecen la esperanza nacida de su profunda nobleza, deben regresar, y pronto, a sus trabajos, a sus supeditaciones, a sus sumisiones, a la “normalidad”.

No voy a negar las muchas tributaciones que nuestra sociedad hace al autoritarismo, el patriarcado, la resignación, la violencia (tributaciones producto de un no poder imaginarse un más allá del cinismo aplastante del injusto modelo de organización político dominante mexicano), pero también existen corrientes de eticidad profunda, actuante, bullente que trascienden fronteras generacionales. Eso fue posible testimoniarlo en la lucha por la aparición con vida de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa, batalla en la que cientos de miles de ciudadanos y ciudadanas de diversas edades nos dimos la mano y nos vimos rostro a rostro y lloramos lado a lado. Y es posible testimoniarlo en estos momentos también. Creo que estamos encontrándonos en las coincidencias éticas, esto es fundamental, porque a lo mejor no hemos creado las maneras más adecuadas de acción política, pero sí vamos reconociendo las apuestas axiológicas con las que queremos —y vamos a— construir un mundo nuevo. El mundo en el que quepan todos los mundos. Aquí están de nuevo los y las jóvenes dando lo mejor de sí, con sus corazones y sus mentes frescas, comprometidos bondadosamente. En ellos y ellas se continúan luchas que se han enunciado con otros discursos y otros relatos, pero que son afluentes coincidentes de una misma transparencia ética. Y contra eso no puede nada un Estado —esa urdimbre de los poderes del poder—, que miente una y otra vez porque carece del mínimo sustento moral, que debe inventar “verdades históricas” o infantes siniestrados con nombres compuestos.

Celebro la “desnormalización” y la audacia solidaria. Gracias a los muchos y muchas que nos regalan esperanza.