Una salva de futuro

Joaquín Borges-Triana
25/11/2016

Parece increíble, pero nuestro Silvio cumple 70 años. Cuando pienso en ello, me doy cuenta también de que yo mismo he ido envejeciendo, por más que me continúe sintiendo como un joven veinteañero. Aquí pudiera hablar mucho de por qué considero a Silvio como uno de los tres o cuatro genios que, en materia de música, hemos tenido en el país en estas últimas décadas, pero de su creación artística se han escrito mares de textos. Solo quiero apuntar que resulta una pena que de un grupo como Sonorama-6 ─fundado por Martín Rojas y con el que Silvio colaboró entre fines de 1967 y comienzos de 1968─, no se conserven grabaciones, porque según comentan las personas que pudieron escuchar aquel trabajo, el mismo fue un antecedente de lo que sucedería después, al fundarse el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC.


Con Fidel, en la Casa de las Américas. Foto: Cortesía de Fidel Díaz Castro

En estas líneas ─mi homenaje a Silvio por sus 70─ prefiero referirme al vínculo personal que me ha unido a él. No puedo precisar el momento en que empecé a escuchar sus canciones. Sé que yo era un niño y que, por entonces, comenzaba a estudiar guitarra y piano. Lo tengo claro porque algunas de sus composiciones estuvieron entre las primeras cosas que aprendí a tocar. Quizá todo fue gracias a mi primo Alfredo Arias, músico de Los Dada, o a Adelaida Borges, una medio hermana que tengo, muy loca y genial al propio tiempo; pero lo cierto es que cuando yo era un chama, ya me sabía uno que otro tema de Silvio, al margen de que no pudiese entender el significado de aquello que repetía como un papagayo.

Un segundo momento en especial que guardo en mis recuerdos a propósito de Silvio, lo viví a finales de 1988 o inicios de 1989. Yo había comenzado a escribir en junio de 1988 mi columna “Los que soñamos por la oreja”, gracias a que mi hermano Alexis Triana me había puesto en contacto con Ángel Tomás, editor por esos días de las páginas culturales del periódico Juventud Rebelde.

Fue Ángel Tomás la primera y única persona que, por entonces, creyó en mí como periodista y me dio la posibilidad de probar que sí, que un ciego podía ejercer la profesión, oportunidad que nadie más de los medios de aquella época me brindó. Por eso, y por nuestras muchas conversaciones acerca de entender lo que es el periodismo y para qué se debe querer en la sociedad contemporánea, tengo a Ángel Tomás como mi maestro en el ejercicio de la profesión.

El caso es que en uno de los primeros escritos de mi columna, bajo el influjo de la rebeldía que uno tiene al salir de la Universidad ─y también con miras a epatar un poco─, la emprendí contra una canción de Silvio titulada “El extraño caso de las damas de África”, conocida por algunos como “Quién se comió mi africana”. Recuerdo que más o menos expresé que aquella composición era una jodedera del trovador o las primeras señales de que la arteriosclerosis comenzaba a adueñarse de su cabeza.

En ese instante Silvio estaba en la cresta de la ola con sus producciones junto a Afrocuba y el tremendo impacto que causaba en los países latinoamericanos recién salidos del período de las dictaduras, así que imaginarán el revuelo que se armó con mis criterios. Incluso, desde instancias de dirección superior, llamaron a Juventud Rebelde para indagar por el periodista “irrespetuoso” que había escrito semejantes barbaridades. Por suerte, en esa etapa (sin discusión alguna, la mejor de ese órgano de prensa) estaba como director del periódico José Ramón Vidal, alguien que supo manejar a la perfección la situación creada, a lo que se sumó, de manera fundamental, la actitud asumida por Silvio ante mi ataque. Él supo comprender las razones últimas de mi proceder como joven recién graduado y para nada se molestó. Muchos años después, me contó la historia que había originado aquella canción, y puedo asegurar que fue por un motivo más que laudatorio y que le engrandece como individuo. No hago la anécdota porque es algo que le corresponde hacer público al mismo Silvio y, de seguro, algún día lo hará.

Una tercera historia personal que tengo con el trovador está vinculada a un libro que él quiso que se escribiese. Es un recuento general del arte trovadoresco en Cuba preparado por varios especialistas y por encargo de Silvio; a mí me tocó redactar el último capítulo del material, o sea, el que tiene que ver con lo sucedido a partir de los 90 hacia acá. Lamentablemente, por mil y un motivos ─ninguno imputable a su gestor material y espiritual─, el libro ha demorado muchísimo en ver la luz, pero cuando lo haga, pienso que será un texto de obligatoria consulta por los interesados en la materia.

La cuarta y última anécdota que me une a Silvio está relacionada con la primera edición de un libro mío, el titulado La luz, bróder, la luz: Canción Cubana Contemporánea, publicado por Ediciones La Memoria, del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. Por aquellos días de 2010, Silvio estaba enfermo con hepatitis. Sin embargo, tuvo la enorme amabilidad de leerse con suma atención mi trabajo. Recuerdo que al final me mandó un largo correo electrónico en el que me daba sus consideraciones sobre lo que yo había escrito. No estábamos de acuerdo en más de un punto, pero para mí es el mejor elogio que he recibido por una de mis obras.

Víctor Casaus, director del Centro Pablo y quien también fue partícipe del contenido de nuestro intercambio de e-mails, quería que los mismos se publicasen en el boletín de dicha institución, pero me negué a ello, porque siempre he pensado que los correos electrónicos son algo estrictamente personal. Aunque aquel de Silvio es el comentario que más valoro sobre uno de mis libros, el hecho de que el hijo de San Antonio de los Baños y otrora morador de mi querido barrio de San Leopoldo y yo discrepábamos conceptualmente en uno que otro asunto, implicaba una sana discusión entre ambos y, en mi caso, la única persona en la tierra con la que jamás entraría en un debate público es Silvio Rodríguez Domínguez. Tal es el grado de admiración que profeso por él. Así que su mensaje de discrepancia con varias de mis opiniones lo conservo como uno de los tesoros que guardaré hasta el fin de mis días.

Y es que Silvio no es de los que callan porque el silencio o el miedo les llena todo el cuerpo. Por eso poco o nada le importó en su momento las acusaciones que le hacían de contrarrevolucionario. Él ha apoyado a la Revolución, pero, a la vez, ha sido un fiel ejemplo de la discrepancia, como un componente más que necesario entre nosotros. Gracias a su proyección en tal sentido, todavía mantengo la esperanza de que alguna vez, aunque para ello nos falte mucho tiempo, Cuba logre ser una sociedad en verdad autocrítica y, en correspondencia con ello, armónica, donde lo diverso y el respeto a la otredad sean la regla y no la excepción, como hasta ahora. Con toda su obra, y lo que todavía es más importante, con su propia vida y su manera de interactuar con la esfera pública a través de ejemplos como su blog personal, Silvio representa una oda al presente con una salva de futuro.