Arturo Corcuera: por un mundo mejor para su Arca

Waldo Leyva
9/12/2016

Para Arturo Corcuera, al recibir la Distinción por la Cultura Cubana 

En estos días, donde el dolor reclama compromiso y solidaridad, resulta especialmente entrañable reconocer al amigo, abrazar a quien desde siempre nos acompañó sin claudicar. Arturo Corcuera, poeta imprescindible de Nuestra América, Noé delirante y comprometido, es ese amigo al que hoy reconocemos mientras regresa Fidel, el invicto Comandante, a reunirse con Martí en Santiago de Cuba, a la sombra de la montaña irredenta, acompañado por el pueblo todo para continuar, multiplicado, esa marcha difícil, pero triunfal, en busca de un mundo mejor donde el Arca que ha cantado el poeta que nos convoca, es decir, el Planeta que nos alberga, pueda soltar definitivamente sus palomas y festejar la lluvia.

Para Mario Benedetti, “Corcuera es un valor indiscutible, no solo de la poesía de su país, sino también de América Latina”; afirmación que comparto. Arturo Corcuera pertenece a esa promoción que irrumpe con una voz propia en la década de los 60, cuando la poesía se sumaba al afán trasformador que caracterizó a esos años donde parecía que la humanidad iba a conquistar, definitivamente, sus más altos destinos. Fue una época coronada por el triunfo de la Revolución cubana, donde los poetas asumieron como principio que todo era poetizable, que nada de lo que formaba parte de la vida del hombre, desde lo más ínfimo y común hasta lo más trascendente, podía formar parte del poema. Corcuera fue y, de alguna manera sigue siendo, fiel a esos postulados. Pero, en su caso, no renunció nunca a la fabulación, al vuelo imaginativo, al diálogo con los más íntimos latidos del ser donde la búsqueda de la libertad es una urgencia impostergable. Lo significativo en su obra toda es que, en el poema, en cualquiera de sus poemas, conviven sin conflicto los pucheros de Santa Teresa con el Cantar de los Cantares. El poeta nos ha dicho, confirmando lo que acabo de señalar, que “sumergido en la tierra se siente levitar”.

Autor de una vasta obra poética, Arturo Corcuera dedicó, sin embargo, varias décadas a la creación de un solo libro, libro que resulta nuevo en cada edición, y no solo porque crezca en número de poemas, o porque el poeta acumule tiempo y experiencias nuevas, sino porque cada generación hace una lectura distinta de sus versos, lo que confirma su trascendencia. La buena poesía, la verdadera, se renueva en cada lector, late con las coordenadas de su época, es contemporánea siempre y se proyecta a los tiempos por venir. Ese libro en el que Corcuera ha trabajado por más de 30 años es Noé delirante, obra fundamental de nuestra tradición poética. El personaje bíblico que el poeta asume e incorpora, no es el destinado a cumplir un mandato divino, sino quien busca la salvación y la transformación de todo lo que habita el Arca que nos contiene. En su caso, Noé no es tan justo como lo retrata el libro de los libros; el personaje simbólico que habita los versos de Corcuera hace suya la grandeza de las imperfecciones humanas.

Para la  crítica especializada, como se consigna en la bellísima edición ilustrada por Gabriel Lefebvre y publicada por La Universidad Alas Peruanas y El Fondo de Cultura Económica, en Noé delirante es ponderable “la exactitud de la escritura, el despegue imaginativo y la capacidad fabuladora del autor, [así como] el tono de inocencia y delirio, de elegante humor y penetrante hondura, sin desmedro de la vocación lúdica que le otorga a su arte poética una atmósfera de amable ternura”. Habría que agregar lo que nos dice el propio poeta en A bordo del Arca, libro con el que ganó el Premio Casa de las Américas, en 2006. En uno de los versos de esta obra, Corcuera nos define su poética: “escribiendo para que lo entiendan hasta las mariposas”. En otro momento, cuando siente que llegará el instante de la partida inevitable, prefigura esa hora a la que quiere llegar “Simple, liso y sobrio, bien dispuesto en el tramo final [convencido de que le será] dado el madero del arca. [Y que] En sus venas abiertas [podrá sentir] el rumoreo del campo.

Hace algunos años, no muchos, según recuerdo, Hildebrando Pérez, poeta y amigo nuestro, me pidió algo para homenajear a Arturo; entonces escribí una Carta lírica que le hice llegar. Con ella quiero terminar estas palabras que acompañan el justo reconocimiento que el Ministerio de Cultura de Cuba hace, entregando a este imprescindible poeta y amigo fiel y entrañable, la Medalla por la Cultura Nacional.

 

Carta lírica para Arturo Corcuera

 

Cuando Hildebrando me pidió, poeta,

que hablara sobre ti, la poesía

insistió en descubrir esa secreta

 

inclinación a la melancolía

que recorre tus versos sin remedio.

Pensé de pronto que tal vez sería

 

el otoño o la muerte cuyo asedio

se descubre en la fuga o en la espera,

antesala regida por el tedio.

 

Yo también como tú, de otra manera

besé el rostro de Jane, soñé con ella,

vi la lluvia iniciar la primavera

 

naciendo de sus senos. ¿Era bella?

¿Realmente era tan bella, caro Arturo,

o fue su condición de actriz-estrella?

 

Entonces no pensaba en el futuro

en ese tiempo incierto, en que sus piernas

no estarían conmigo en ese oscuro

 

rincón de la memoria, tersas, tiernas

abriéndose a ese juego solitario

en que todo es real. Noches eternas,

 

que no tienen sosiego. Corolario

inevitable de la adolescencia,

de ese impulso vital y necesario

 

donde se justifica la existencia.

Pero quiero volver a esos poemas

donde descubro, hermano, la insistencia

 

en ver la soledad, entre otros temas,

como un juego de espejos, donde el verso

y la prosa violentan los esquemas.

 

Sé que tu mundo poético es diverso,

que vas de la tristeza a la ironía

y que logras poeta, sin esfuerzo

 

hablarnos de la angustia o la alegría

sumergirte en el sueño, sufrir la realidad,

lírico ser, con anti-poesía.

 

Puedo dar fe, poeta, de verdad,

que yo también conozco esos espejos

que reflejan el todo. Ingenuidad

 

sería buscar, hermano, catalejos

que nos den otra imagen de la vida;

sería poner al sueño bozalejos.

 

Hablé de Jane, tu eterna prometida,

y no hablé de Tarzán y su locura;

abrí puerta a las penas y a la herida

 

acepté de la luna esa blancura

que es falsa, como dices, pero existe.

Vi el otoño amarillo, en la figura

 

de un canario fugaz, pequeño y triste

que volaba sin rumbo en esta historia;

no pienses en la Jane que un día perdiste

porque vive, poeta, en tu memoria.