No voy a cometer la herejía de decir que era amigo o cercano a Pablo Milanés. Es cierto que, como casi todos los cubanos que por más de medio siglo le hemos escuchado, leído y amado, lo considero cercano. Diría que era como un pariente que está ahí y al que acude casi toda la familia cuando hay un momento crucial; y ese momento crucial —en su caso muy particular— se relacionaba con la necesidad de encontrar consuelo espiritual, alegrías o simplemente tomar de la mano a cualquiera que estuviera cerca. Y como todos los parientes uno siempre lo evoca cuando es necesario.

Pablo; desde que tengo uso de razón, y ya acuso más razón perdida que su uso; siempre ha estado gravitando en la vida nacional y personal de muchos de nosotros. Pudiera decir que de la mayoría; aunque esa minoría que se atrevió a no reconocer su presencia le aceptaba en silencio y era cómplice de quienes gritaban su nombre; solo que una vergüenza o soberbia infinita les impedía abrir sus pulmones. Pablo estaba en la casa, en su rincón expectante y sonriente. Siempre sonriente.

Pablo siempre ha estado gravitando en la vida nacional y personal de muchos de nosotros.

Milanés fue el ícono de muchos en mi generación cuando de una callada manera defendió el especdrum, o peinado afro, que definió al hombre negro cubano de los años setenta; no importa que la primera noticia que tuviéramos de esa forma de usar el pelo por el hombre negro nos llegara en una imagen de la afronorteamericana Angela Davis. El suyo era lo suficientemente elegante y nuestro; tanto que muchos que le rodearon lo asumieron. Tal es el caso del bajista Eduardo Ramos o del periodista Víctor Águila, su primer confesor. Fue en ese entonces que muchos a los que por las buenas costumbres se les exigía “un pelado decente” fuera en la escuela o en algún otro lugar, vieron el del cantante como el de ellos.

Cierto es que no fue el primero en grabar los Versos Sencillos de José Martí, incluso esa otra parte de su poesía que conocemos como Versos Libres o el Ismaelillo. Sin embargo, los que grabó fueron los más conocidos, los que acercaron al homagno nacional a esa masa de hombres que cada día se despierta y se traza un sueño, y con ese sueño intenta poner la tierra a sus pies.

“Milanés fue el ícono de muchos en mi generación cuando de una callada manera defendió el especdrum, o peinado afro, que definió al hombre negro cubano de los años setenta”.

Pablo Milanés fue celado hasta el delirio por más de un amante o un hombre firmemente casado; mi padre entre ellos. No importa que desconociera el nombre de esa mujer; fue que simplemente dijo en su voz muchas cosas que ellas pensaban, que necesitaban oír; que anhelaban para sus vidas. Incluso aunque se tratara de la muerte. También fue el celestino ideal; cuantos no nos valimos de su voz, de sus canciones para impulsar el juego de la seducción; para abrir el pecho —aunque fuera ligeramente— y prometer la tierra, ponerla a sus pies. No olvidar que fue, del mismo modo, la plañidera de otros. Cantó y defendió las cuitas de amor de muchos, que bien pudieron ser las suyas.

La primera vez que le tuve cerca era solo un niño, o acaso comenzaba mi adolescencia. Fue en un concierto en el hoy desaparecido Parque Japonés de La Habana; frente al malecón. En ese espacio que cubría la calle Calzada desde K hasta Línea. Estaba sentado al borde de un camión y una fuerte luz le hacía sobresalir entre todos los presentes.

“Cantó y defendió las cuitas de amor de muchos, que bien pudieron ser las suyas”.

Estábamos todos allí reclamando, exigiendo, el retorno de unos pescadores secuestrados. No recuerdo la canción que cantó. Pudo ser “Cuba va”, pudo ser “Años”, pudo haber sido “Para vivir”, u “Hombre que vas creciendo”. Pudo ser cualquiera. Lo que sí recuerdo a mi padre decirme con voz firme “Ese es Pablo Milanés…”

Crecí. Y en ese lapsus de tiempo me enfrenté a la vida, comencé a idear mis sueños de armar un futuro; y curiosamente Pablo Milanés gravitaba como parte de esa música que me definía. Eso lo saben los de mi generación. En ese entonces consideraba las canciones de Silvio Rodríguez crípticas, rebuscadas; y aunque no las rechazaba me eran más afines las de Pablo. El que me invitaba a compartir su suerte, a buscar al centro del sol esas manchas y luces que me harían un hombre de bien. Debió ser porque él estaba en sintonía con Nicolás Guillén y ese era el poeta que más admiraba.

Mi segundo encuentro ocurrió ya siendo estudiante del preuniversitario. Estudiaba en el Saúl Delgado y uno de mis compañeros de aula llamado Mauricio Blanco era hijo de su segunda esposa. Fue una tarde cualquiera de esas que reúnen a los padres para dar cuentas de la actitud de sus hijos. Él estaba ahí, acompañando a su esposa y a mi compañero de fechorías. Si; porque nunca fui dechado de virtudes o de disciplina mientras estudiaba.

Lo cierto es que llegó y con probada humildad se sentó junto a otros padres. Sabía que era el centro de atención, pero por todos los medios evitó robar protagonismo a Andrea la directora. Eso sí, antes de marcharse saludó a todos los padres del aula, siempre sonriente. Después de ese día, Mauricio pasó a ser el centro de atención del aula; y sus discos, sus canciones, una asignatura opcional para muchos de nosotros.

En ese mismo espacio de tiempo me aprendí sus canciones, coleccioné sus discos y evité perderme alguno de sus conciertos. Era un sacerdocio para mí, y para muchos otros, asistir a ellos. En esas citas encontré amigos, descubrí amores y más de una vez perdí la voz tratando de estar a su altura como cantante. En eso último fracasé, lo admito; pero lo intenté.

Nuestro tercer encuentro, este más trascedente, más cercano, ocurrió la tarde en que anunció que daría una serie de conciertos en el cabaret Tropicana. Volvería a cantar boleros. Regresaba a sus raíces, esas por lo que alguna vez, en sus comienzos, fue aclamado; y que nunca dejó de hacerlo.

“Cierto es que no fue el primero en grabar los Versos Sencillos de José Martí (…) Sin embargo; los que grabó fueron los más conocidos.”

Esta vez fui privilegiado. Fui parte de aquellos con los que conversó una vez terminada la rueda de prensa. Sin saberlo Víctor Águila y Amado Córdoba me introdujeron en uno de sus círculos medianamente cercanos.

Ahora no estaba entre el público. Estaba en una esquina del escenario de su vida profesional, una vida profesional que implicaba un alto compromiso con una cultura y una nación que entraban en un momento difícil.

Entonces Pablo Milanés apostó a una Fundación cultural. Sería la primera que existiría en este país en estos tiempos. Una Fundación que apostó por esa zona de la cultura que le era familiar y como todo hombre de sueño invitó a muchos de sus amigos a que le acompañaran en el sueño. Un sueño que además implicó que se encontrara y convergiera, por vez primera en nuestra historia cultural más reciente, toda la inteligencia negra del país. Y junto a la fundación llegó su curul y entender el sueño y las frustraciones de los que representaba.

Pablo era diputado por el barrio de Los Sitios y estableció su oficina, que no era más que un buró y una persona allí escuchando y recogiendo las inquietudes. Recuerdo que era en el cruce de las calles Reina y Campanario, donde antes estuviera un taller conocido como CUBACOSE. Poco a poco, con fondos que fueron generándose en la Fundación comenzó un proceso de restaurar algunos espacios y atender necesidades de algunos vecinos electores. Así fue por al menos dos años.

Sería la Fundación quien por vez primera organizaría un desembarco masivo de arte y artistas cubanos en Europa, España en lo fundamental —las ciudades de Madrid y Barcelona fundamentalmente—, al organizar “la semana fundacional”. Nuestro arte brillaba en esas ciudades y muchos artistas nuestros encontrarían espacio para su obra en aquellos parajes.

Pero la gran pasión de Pablo en el tema Fundación y música se expresó en tres proyectos fundamentales: la Camerata Romeu, la Scolam Cantorum y Yoruba Andabo. Hubo otras apuestas como el Dúo Cachibache, Raúl Torres y un largo y discreto etcétera.

“Pablo estaba en la casa, en su rincón expectante y sonriente. Siempre sonriente”.

En estos tiempos que se habla de cadenas de transmisiones de contenidos es justo reconocer y alabar que sería la fundación de Pablo la adelantada en Cuba de fenómenos como los programas de radio (podcast) y de video listos para emitir en cualquier lugar que fuera necesario. Gracias a ello más de un realizador de esos medios pudo realizar su sueño cultural y estético.

Y yo… seguí viendo a Pablo, unas veces más cercana que otra. Formé parte de quienes le acompañaron en una gira a México y viví acontecimientos que algún día contaré, estuve cuando fraguó algunos de esos sueños que pudo o no realizar y atesoré momentos que me hicieron mejor persona.

Nuestro último encuentro fue en una peña del Ambia en la Uneac. Víspera de su cumpleaños. Estaban invitados Yoruba y los Muñequitos de Matanzas. Pablo rumbeó y algunos terminamos en su estudio. Ese día hablamos de la entrevista que muchos años antes habíamos concertado y compartimos puntos de vista sobre la cultura y la música cubanas. También hablamos de algunos que ya no estaban y que a todos alguna vez nos unieron.

Sabía desde hace unos días que él, como había afirmado en una de sus canciones, también se iría. Que no podría decirle a la muerte amada que no tenía interés en saber de ella. En fin, que no volveríamos a compartir el mismo espacio, la misma dimensión.

En lo personal sé que un día lo encontraré. Sus discos y él siguen en una esquina de mi casa, son una presencia obligada y más de una vez me he valido de sus canciones para completar una frase.

Yo espero recordarlo, en mi vejez con cierto amor y el orgullo de alguna vez haber compartido su suerte al pasar, por la vida de todos nosotros, por esa cultura a la que propuso una y otra vez espacios e ideas que le trascienden.

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