Biblioteca y RFR*

Laidi Fernández de Juan
9/6/2020

El término “Biblioteca, cuyo origen, al parecer, proviene de los vocablos griegos biblion (libros) y teka (depósito o caja), mucho más que un concepto, era la verdadera pasión de mi padre. No en abstracto, ni como resultado de una moda, ni por capricho de coleccionista, sino como expresión de sus incontenibles ansias de conocimiento. Su afán por poseer en primer lugar, y luego por conservar todo aquello que le brindara la felicidad de leer, (re)leer, consultar, volver a verificar, disfrutar o padecer literaturas de diversa naturaleza, nació casi junto con él. Niño enfermizo y adolescente atormentado, encontró en la lectura el alivio que nada más le brindaba, mucho antes de que descubriera que el destino de su vida era convertirse él mismo en escritor. La relación que llegó a establecer con los libros constituye una rara forma de amor: era tal su dependencia emocional con dichos objetos, que no podía prescindir de ellos ni en las más inimaginables circunstancias.

Doy fe de su irrenunciable necesidad de sentirse rodeado de montañas de libros a toda hora. Si enfermaba y era necesario internarlo en un Hospital, cargaba con libros como si fueran su fuente de oxígeno, de aliento vital. Si íbamos a vacacionar a alguna playa, llevaba maletas repletas de libros, no recuerdo un solo día en que no tuviera un libro entre sus manos, o una revista: vivía feliz sumergido en la inmensa biblioteca que llegó a construir. Me contaba que a sus diecisiete años se prometió como meta tener una biblioteca personal, y a ese propósito se consagró, sin sospechar nunca las dimensiones del bosque de letras en que convirtió nuestro hogar.

Más que un hábito de lectura, era obsesión la suya por mantenerse todo el tiempo absorbiendo lo que le brindara un libro, sin orden ni concierto, sin horarios, sin convencionalismos. Mi padre leía de madrugada, mientras comía, en sillones, en reuniones, en las fiestas, libros de amigos y de enemigos, si estaba alegre o triste, disgustado o eufórico: pasional en sus costumbres, fue leal hasta en eso, y estuvo leyendo hasta el día de su muerte. No le gustaba que intentáramos ordenar su biblioteca, según él clasificada con una lógica que escapaba al entendimiento del resto de la familia. Muchas veces me enojaba porque en medio de la noche lo descubría en el pasillo de nuestra casa, subido a una escalera, hurgando en lo más alto de un librero, a riesgo de una caída mortal. “Necesito este libro ahora mismo”, me decía a modo de excusa ante el regaño mío, señalando un recóndito y polvoriento tomo casi a la altura del cielo. Mantuvo una jovialidad increíble hasta pasados sus ochenta y cinco años, de modo que no admitía que existiera algún peligro en las acrobacias que hacía para acceder a un libro, cuya ubicación entre otros cincuenta mil, recordaba a la perfección.

Así como vivió y murió rodeado de sus lecturas más amadas, tuvo especial empeño en que la Biblioteca de la Casa de las Américas (sin duda, su segundo hogar por más de cincuenta años), estuviera bien dotada. Para ello, hacía envíos regulares de libros, revistas, discos, fotos, reseñas, todo cuanto le regalaban. Le parecían insuficientes sus donativos periódicos a dicha Biblioteca; y a esa institución nombró como destinataria definitiva a su inmensa colección de libros. “Es el corazón de la Casa”, decía, y como tal, cuidaba celosamente, para garantizar que estuviera no solo nutrida, sino también actualizada. Miles de ejemplares dedicados a él, fueron enviados a la Biblioteca de Casa, y aunque no le gustaba pedir nada a nadie, la excepción fueron precisamente los libros. Solicitaba ejemplares a los más recónditos sitios, para hacerlos llegar a su segunda Biblioteca con el júbilo de quien regala un tesoro. Entregar su fabulosa biblioteca privada a  la de Casa de las Américas, por tanto, es la culminación natural al empeño de un joven de diecisiete, que setenta y dos años más tarde se despide del mundo común para entrar en otra dimensión en la cual, seguirá acompañado de sus imprescindibles amigos, los libros.

9 de junio, 2020.

*A partir de este día, en el que Roberto Fernández Retamar cumpliría 90 años, la Biblioteca de la Casa de las Américas llevará su nombre. La Ventana comparte las palabras leídas por su hija, la escritora cubana Laidi Fernández de Juan, durante el acto oficial. Abel Prieto Jiménez, presidente de la Casa y Alpidio Alonso Grau, Ministro de Cultura, también pronunciaron palabras durante la ceremonia. Al finalizar fue entregado a la institución el libro póstumo del inolvidable poeta y ensayista, Alternativas de Ariel.
Texto tomado de La Ventana.