I

El pasado 15 de abril, se cumplieron 84 años del fallecimiento del poeta peruano César Vallejo. Nacido en el poblado andino de Santiago de Chuco, en 1892, fue el menor de once hermanos. El “cholo Vallejo”, sobrenombre que acusa su mestizaje de español e indígena, se inscribe en el selecto grupo de los poetas mayores de Hispanoamérica del pasado siglo. Para mi generación, llegada a las lides de la vida a la par de la primera revolución socialista del hemisferio occidental, el poeta peruano fue uno de los que ocupó un sitial de honor en el altar de los más admirados e influyentes. No fue casualidad que, en solo una década, Casa de las Américas hiciera tres ediciones de su obra poética completa (1965, 1970 y 1975). Tampoco lo fue que su poesía influyera en la renovación del cancionero popular cubano, en particular la llamada Nueva Trova: Silvio Rodríguez, entre otros.

II

La influencia de la poesía vallejiana, aún hoy día, es notable. Su tumba, en el cementerio de Montrouge, es una de las más visitadas por los jóvenes artistas y literatos de Latinoamérica y España de paso por París. Esta realidad la pude constatar una tarde de junio de 2015, cuando coincidí con varios jóvenes hispanohablantes en la garita de la puerta de ingreso al citado camposanto. Al igual que yo, habían buscado en vano la tumba del poeta, evidentemente ubicada en un lugar algo intrincado y sin ningún elemento u ornamento que la distinguiera de las restantes que estaban a su alrededor. Lo cierto es que, ante el chapurreo en francés de uno de los jóvenes de las razones de nuestra presencia allí, el guardián solo comprendió nuestro interés al oír el nombre del poeta; de lo que se infiere que era algo muy común para los custodios del sagrado lugar, porque inmediatamente nos chapurreó en español y de memoria la ubicación de la tumba. Así y todo, para encontrarla tuvimos que dar más de una vuelta, en una fría tarde del verano parisino, al menos para un corazón tropical como el mío.

Finalmente dimos con su tumba. Allí, reverentes, callados, cada uno en compañía de su yo, comprendimos que su cadáver seguía “lleno de mundo”, desde aquella primavera parisina de 1938, cuando se fue “más lejos de lo lejos, al Misterio…”. Su último gran libro, Poemas humanos, sería editado al año siguiente.

César Vallejo en Berlín. Foto: Internet

III

Los primeros pasos en la vida de Vallejo fueron los de todo joven creador latinoamericano y provinciano. En 1913 se traslada a la ciudad cabecera, Trujillo, donde conjuga el trabajo ocasional con los estudios de Filosofía y Letras, graduándose con una tesis sobre la poesía romántica española. El siguiente paso sería la capital. En la regia Lima, en 1918, publica su primer libro, Los heraldos negros, cuyo poema inicial ya presagia una existencia ajena a todo bienestar, salvo el que le propiciara a su espíritu la poesía: “¡Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! / ¡Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… Yo no sé!”.

No transcurrirían dos años de la publicación del poemario, cuando fue absurdamente procesado bajo los cargos de incendio, asalto, homicidio frustrado y robo. La brevedad de la prisión, sin embargo, no impidió que lo marcara para toda la vida. De este “golpe” injusto y absurdo nacería su segundo libro, Trilce, impreso en los talleres de la prisión y publicado en 1922.

“…el poeta peruano fue uno de los que ocupó un sitial de honor en el altar de los más admirados e influyentes. No fue casualidad que, en solo una década, Casa de las Américas hiciera tres ediciones de su obra poética completa”.

Trilce, nombre cuya escritura mi laptop no reconoce, subrayándola en rojo, representaría un urgente reclamo a favor de la renovación del idioma español, una necesidad que se impuso como poesía frente a la tradicional servidumbre al significado. Si bien las vanguardias poéticas del continente ya tenían sus antecedentes en el creacionismo del chileno Vicente Huidobro y el ultraísmo de los poetas bonaerenses, es de admitir que Vallejo no transigió del todo con sus excesos y travesuras retóricas, aunque sí con su capacidad de transgredir la realidad a partir de la desobediencia a lo impuesto. En consecuencia, si tales concepciones vanguardistas implicaban indisciplinas gramaticales y de sentido, al menos para nuestro joven y malherido poeta, también serían capaces de propiciarle la certidumbre otra de una existencia que se le haría presente tanto dentro como fuera de la experiencia carcelaria.

De esta suerte, si es que puede llamársele así, Trilce devino verdadero parteaguas entre el orden poético anterior y el que se iniciaba. Asimismo, puso a las letras hispanoamericanas a la par de lo que harían los poetas surrealistas franceses y el angloestadounidense T. S. Eliot, quien publicara La tierra baldía el mismo año del poemario que nos ocupa(1922). Después de Trilce, todo, o casi todo, sería posible en nuestra lengua, abriéndoles nuevos caminos de significados y bellezas a los poetas más talentosos y transgresores que le sucederían.

IV

Desencantado… Golpeado… Aunque ávido de saber y de mundo, al año siguiente Vallejo partió para Europa… sin un centavo. París, como a tantos otros artistas y escritores latinoamericanos de su tiempo, lo recibió con todos sus encantos y novedades en arte y literatura; pero, también, le hizo más dura y evidente su soledad y pobreza, que ni siquiera la primavera de su amor por Georgette haría reverdecer.

“Finalmente dimos con su tumba. Allí, reverentes, callados, cada uno en compañía de su yo, comprendimos que su cadáver seguía ꞌlleno de mundoꞌ ”. Foto: Pinterest

Desde París hizo nuevos viajes: varios a la otrora Unión Soviética, y uno a España, con motivo del Congreso de Escritores Antifascistas celebrado en Valencia, en plena guerra civil. En ambos países le publicaron libros y artículos, y escribió otros nacidos de tales experiencias sociales y simpatías políticas, que lo llevarían a militar en el Partido Comunista francés.

En Valencia, la cámara del noticioso republicano que diera testimonio del citado Congreso, al hacer un paneo por el público asistente se detiene en el intelectual francés André Malraux; este justificado interés mediático por el autor de La condición humana, por pura casualidad, nos legaría los únicos segundos que tenemos de una imagen fílmica de Vallejo, al estar el asiento del poeta justo detrás del que ocupaba el célebre escritor. En cuanto a la fotografía, a su capacidad de democratizar el acto de hacerse retratar, varias serían las imágenes que nos legó Vallejo. Pongamos por caso una de las más notorias, aquella que lo presenta en la aristocrática Versalles, sentado en algún recodo de su jardinería palaciega, de traje y bastón, mientras su puño bajo el mentón parece ser el único sostén de todos sus sueños, desengaños y aburrimientos, un domingo cualquiera de mañana… para siempre.

1