Cada pulgada es un país

Yansert Fraga León
5/2/2019

Hoy nos fuimos otra vez a esos lugares donde la desolación asecha, y mientras unos escombreaban sin overoles ni botas, otros entregaban donaciones a las familias afectadas.

—¡Ramón! — grita una voz escurridiza desde un portal deshecho.

—Oye, pero como a Ramón le han traído cosas ,— hace notar una vecina en un tono medio compasivo, medio recriminatorio.

Pienso rápido y me pregunto cuán efectivo es lo que hacemos. Me pregunto si no habrá otras familias que también necesitan la ayuda y qué estrategias trazar para que nuestros esfuerzos no se interpreten como un arar en mar revuelto.

Foto: Juvenal Balán/ Granma

En la calle dos señoras nos señalan que la ayuda se ha concentrado toda en esta zona, “pero en toda la calzada esa cosa acabó y allí también hay gente muy necesitada”. Trato de consolarlas con mi mejor cara de serio y les digo que no se preocupen, que seguiremos viniendo en los días sucesivos. “Ayúdennos para saber quiénes son los que más lo necesitan”, les digo en tono conciliatorio, tratando de ganar tiempo y recabar una ayuda imprescindible para nuestro propósito.

A pesar de la aparente desorientación, nadie nos ha impedido llegar a las casas con las donaciones. Incluso, hasta se ha sumado un joven de la zona que ya tenía preparada una lista previa con los peores casos. En la medida en que entregan la ayuda, los artistas han ido haciendo su propio levantamiento, por eso regresan una y otra vez indagando por ropa para niños, agua o comida. Desde su triste realidad, la gente agradece el gesto y se admira, como una señora de la esquina de San Luis y Remedios (Andrea) que, al ver lo que hemos traído para ella y su hijo impedido físico, se levanta del sillón y nos dice: “espérense, que yo soy agradecida”, y con ojos casi aguados nos estampa un beso y un abrazo.

Efectivamente, en la calzada y un poco más allá, en las confluencias de Rosa Enríquez y Pedro Pena, la cosa también está fea. A pesar del ajetreo de las máquinas cargadoras de escombros, del ir y venir de camiones, y del trabajo ininterrumpido de los eléctricos, allí hay una porción de país herido. Tratamos de avanzar entre los escombros, las discusiones mundanas y el cablerío que inunda las aceras y la calle. De un lado y del otro el barrio es un derrumbe, a tal punto, que se hace imposible el acceso hasta la esquina donde se yerguen en ruinas una escuela y un CV deportivo. Unos vecinos nos orientan e indican los lugares “más afectados” y entramos a uno de ellos.

Ya quedan pocas cosas, pero la tropa de artistas ha decidido que este es el lugar exacto para donar los últimos suministros que hemos podido recabar. También, como opción esperanzadora, reconoce el terreno por el que, sin dudas, comenzaremos a ayudar mañana o pasado.

En el interior, al centro de un solar cuyas fachadas han caído, y donde no hay luz eléctrica ni agua, un fogón improvisado con un caldero cederista, cocina una caldosa colectiva que menguará el hambre de la tarde. Frente a ella, rodeado de los consortes del barrio y del ajetreo de niños y mujeres, todos reconocemos la imagen de un héroe. Ramón Labañino, uno de los Cinco, conversa él solo con aquella gente y se interesa por los pormenores del desastre y por qué cosas necesitan. Al descubrirnos, se acerca y nos dice: “andamos en lo mismo, esta gente necesita ayuda”.

Yo, por pudor, no hago una foto. En este minuto reconozco que la ayuda mientras más anónima, será más efectiva. Otra señora, evidentemente una de las líderes del barrio, se aparta y nos explica, con lujo de detalles, todo lo que ocurre allí, como si nosotros también fuéramos héroes.

En cada pulgada de Luyanó todos somos iguales. Así lo han demostrado muchos artistas que en estos días han llegado con la brigada de la AHS a ayudar en lo que haga falta. Así lo demostraron hoy Eduardo Sosa, Nelson Valdés, Osvaldo Doimeadiós… y una extensa lista de nombres más o menos reconocidos.

La voluntad movilizadora también está en la sensibilidad de los que llegan. En los días sucesivos, esa energía tiene que ser capaz de desbordar a todos, de llenar cada pulgada de barrio para sumar también a los apáticos que aún, a pesar de su lozanía y vigor, persisten en ver el fenómeno desde la cerca o deciden perder el día tomando ron y jugando dominó. A esos hay que traerles un tornado de conciencia que les remueva el piso y los catapulte al centro del problema.

Me vienen a la mente los versos de Fernández Retamar y calculo la dimensión de lo posible, que volveremos a reconstruir «con las mismas manos». Ahora no son tiempos de matar, son tiempos de levantar.

Tomado de La Tizza