Las polémicas surgidas sobre el nuevo Código de las Familias, la lentitud en aplicar las medidas establecidas para reanimar la economía, la resistencia de la mentalidad burocrática a asumir la dinámica que requiere el país, incluso las manifestaciones de racismo, homofobia, violencia contra la mujer, remiten a la resistencia que suelen encontrar los cambios aun cuando favorezcan a sus destinatarios y parezca que hay un entendimiento de la necesidad de producirlos.

“Cambiar verdaderamente es un proceso más difícil de lo que parece…”. Imagen: Internet

No hay cambios sin grandes esfuerzos, decía abuela Catuca, que vivió casi 100 años, sufrió de niña los avatares de la guerra de independencia, luego la república mediatizada y alcanzó el triunfo de 1959.

Desde esa fecha mi padre José Antonio alertaba al entusiasmo devoto de mi madre Zoila ante las transformaciones que se verificaban por día a favor de los millones de cubanas y cubanos que no habían disfrutado de las  “venturanzas” del capitalismo que algunos analistas señalan como elementos de comparación contra la Cuba actual.

A mi padre, coincidiendo con el filósofo Spinoza, de quien no había oído hablar en su vida, le preocupaba la tendencia al menor esfuerzo, en la cual incluía el desprecio a la larga a las gratuidades conseguidas sin trabajo, el acomodo a los cambios sin interiorizarlos para ganar ventajas y desmenuzaba las características de la naturaleza humana sin olvidar a los virtuosos, a los altruistas, a los capaces de sacrificar su vida por los otros.

Mi padre, un realista profundo, combatía la idílica visión de  que podríamos tener una sociedad perfecta, inmaculada, donde todo funcionaría estupendamente y se había afiliado a la advertencia del gran líder de que en lo adelante todo sería más difícil, consciente de que habría que luchar con muchas deformaciones acumuladas para hacer obra de valor y de que EE. UU. estaría saboteando el propósito de que las cubanas y los cubanos pudieran crecer sobre sus propias limitaciones.

Mi abuela y mi padre, a pura observación práctica, se percataron de elementos que los más severos analistas de la sociedad cubana ignoran para demonizar el empeño socialista y responsabilizarlo de males que no son exclusivos de la Isla; pero quizás los redentores, los revolucionarios, los gestores de los cambios, animados por las mejores intenciones, simplifican ese entramado en verdad complejo de la diversidad de concepciones, aspiraciones, necesidades de los terrícolas según las influencias ideológicas, religiosas, culturales en general, que contribuyen a construir distintas cosmovisiones de la existencia, modos de comportarse y de interpretar la realidad, que si no explican, al menos ofrecen elementos para tratar de entender la aparición de tendencias nefastas en la historia de la humanidad a las que siempre se les han opuesto otras edificantes.

“Es difícil cambiar, requiere grandes esfuerzos (…), sobre todo cuando se trata de fomentar un bien común, de pensar en los otros”.

Lo cierto es que cambiar verdaderamente es un proceso más difícil de lo que parece, sobre todo si se toma en cuenta el reclamo mayoritario de transformaciones en todos los órdenes de la existencia sin tomar en cuenta la implicación que cada cual tiene en que se verifiquen.

El común de los mortales pretende que los cambios se produzcan con rapidez, beneficien su existencia, satisfagan sus aspiraciones como si fueran obligación de otros y no fuera indispensable su participación como individuo y parte de un grupo social.

Igual ocurre en lo referido a la participación y la democracia, términos que algunos reducen a opinar, criticar, pero se deslindan de la responsabilidad de conocer todos los instrumentos legales que podrían aplicar en sus reclamos, de llegar hasta las últimas consecuencias porque eso ocupa tiempo y da trabajo, pero de esa laboriosa gestión dependen las presiones necesarias para el buen funcionamiento democrático y es esencial para participar realmente.

Si quieres cambiar el mundo cámbiate a ti mismo, proclamó Mahatma Ghandi y en esa misma dirección Che Guevara convocó a crear un ser humano nuevo que pudiera asumir y desarrollar el radical cambio que significaba levantar una sociedad diferente a la que se conocía, donde se cumplieran al fin los principios de libertad, igualdad y fraternidad.

“En la mejor tradición de procurar transformaciones se analiza el nuevo Código de las Familias”. Ilustración: Osval / Tomada de Vanguardia

A pesar de las veleidades de la naturaleza humana, se produjeron grandes cambios palpables en la sociedad cubana. Y dejaron una huella tan profunda en quienes los disfrutamos que los convertimos en talismán protector frente a retrocesos, desintegraciones, errores, disparates, las reproducciones de modos de vida que sabotearon el establecimiento de una cultura de bienestar y felicidad apegada a esencialidades distantes de las recetas ofrecidas por los colonizadores del espíritu.

No obstante tantos desafíos internos y externos para un pequeño país, para sus gentes agobiadas por el cerco del vecino imperial, el desgaste que muchos no han soportado y optan por marcharse, la inflación descontrola, en la mejor tradición de procurar transformaciones se analiza el nuevo Código de las Familias, que concede categoría jurídica a los afectos, propone eliminar los lastres autoritarios patriarcales, propicia libertades como la elección del orden de los apellidos de los hijos, insta a la fraternidad de los vientres solidarios, establece la igualdad de derechos y responsabilidades en la formación de las familias.

A pesar de esos elementos beneficiosos, palpables para las personas y la sociedad, han aparecido negacionistas que van desde atacar las nuevas perspectivas civilizatorias porque las auspicia el gobierno hasta los que alegan razones religiosas para admitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, la posibilidad de adopción de niños por esas parejas y los argumentos se sostienen en prejuicios que no escuchan los elementos ofrecidos por juristas, psicólogos y otros especialistas que demuestran las razones humanas que hasta Dios entendería.

Es difícil cambiar, requiere grandes esfuerzos como decía mi abuela, sobre todo cuando se trata de fomentar un bien común, de pensar en los otros; pero en la voluntad de cambiar para mejor en tanto más humano anida la esperanza y atentar contra la esperanza es en verdad el único pecado imperdonable.

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