El hombre se aleja de sí cuando habla a cara descubierta, dale una máscara y te dirá la verdad.
Oscar Wilde

Cuando las palabras no eran palabras tal como ahora las conocemos, gracias a las definiciones imprecisas o inexistentes, y la tenue sintaxis en que se engastaban no cumplía la función de camisa de fuerza que hoy padecemos, el lenguaje estaba condenado a ser poético. Pero antes aún, la única opción para comunicarnos fueron los sonidos guturales, tan oscuros de por sí, tan enfáticos de hacer falta, y la mímica, tan referida siempre a la realidad, tan elocuente a su modo. Los sentimientos que acompañaban a las protopalabras en sintaxis sinuosa y, antes aún, a los gruñidos en el acomodo temporal que propicia el gesto, eran los únicos vehículos del relato, es decir, obligaban al bípedo implume a teatralizar.

Y esto viene a cuento porque Carlos Pérez cumple no sé cuantos años. Y cargado de días, hoy mismo, dentro de unas horas, se le puede ver en una función más de Impulso Teatro en la sala Llauradó. Recomiendo que suelten esta descarga y acudan.

“En Carlos Pérez los años pasan y el gesto mantiene su juvenil desvergüenza. Se trata de una mímica que me gustaría denominar, a falta del hallazgo, ancestral”. Foto: Modesto Gutiérrez Cabo / Tomada de Radio Ciudad del Mar

Si no me han hecho caso, ruego que ahora evoquen la manera de actuar de Carlos Pérez, si alguna vez lo han visto. Refrescaré la memoria del que leyere en dos párrafos.

Hacer sonar el texto. En Carlos Pérez las palabras que se van sucediendo no dicen, nos hacen ver. Es como si no bastara con denotar y mostrar un parecer cargado de algo, Carlos Pérez quiere hacernos palpar cuanto dice y siente. ¿Será que gracias al arte de este actor las palabras olvidan su definición precisa y la sintaxis se vuelve flexible? No. Lo que ocurre es que el lenguaje llega a los espectadores con aquella ancestral carga, que por comodidad llamamos poética, aunque las dichosas palabras, para mal, sigan bien definidas y la sintaxis siga siendo nuestra desgracia.

Dibujar el gesto. En Carlos Pérez los años pasan y el gesto mantiene su juvenil desvergüenza. Se trata de una mímica que me gustaría denominar, a falta del hallazgo, ancestral. Narra precisando el tiempo de los hechos y su espacio, y de varios modos el punto de vista sobre lo ocurrido o sobre lo que va a ocurrir. Es algo que no cesa de asombrarme, porque no subraya o anticipa, se trata de algo simple, lo que ocurre es que dice de un modo nuevo. En verdad, de simple no tiene nada.

“¿Cuántos años está cumpliendo?, fue la pregunta que me hizo alguien. Respondí, con convicción, que 25”.

Un ejemplo y termino. Carlos Pérez, el personaje que encarna Carlos Pérez, ríe solo. No es un loco, es alguien con un adentro espléndido que no necesita de los demás, que no necesita más, y brota el júbilo cargado de agüeros propicios. Carlos Pérez riendo con risa infalseable. De pronto, la risa queda congelada en una sonrisa, quizás mueca, que nos hace releer la situación, que anticipa lo que va a ocurrir, y no será nada bueno para el personaje, y se asoma la tristeza, una tristeza que los espectadores comenzamos a compartir.

Pero no quiero terminar así. Pongo un chisme y me voy. Ayer le hicimos una fiesta en mi casa a Carlos Pérez, fiesta modesta en tiempos modestos, por llamarlos de alguna manera, y al viejo actor le dio por cantar a cappella boleros de desencanto. De pronto, Carlos Pérez se dio cuenta de que aquello estaba ganando en gravedad, y cambió la tónica, comenzó el alarde que supone la burla de sí mismo. No creo que un adolescente lo logre, pero sí un joven maduro de mucho talento. ¿Cuántos años está cumpliendo?, fue la pregunta que me hizo alguien. Respondí, con convicción, que 25.

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