Censuras y otros delirios en torno al Decreto

Antonio Rodríguez Salvador
27/8/2018
Captura de la publicación contrarrevolucionaria 14ymedio, donde se juega a criminalizar el Decreto,
en nombre de artistas sin la jerarquía y el prestigio de un profesional del sector

 

El lenguaje simbólico no es patrimonio exclusivo del arte; lo escuchamos a diario en cualquier charla de café. Por ejemplo, conversaba yo con cierto amigo, y de pronto este apuntó la nariz hacia una señora y dijo: Caramba, viste qué perfume más escandaloso lleva; parece una rumba de cajón. Asombrosa metáfora. De tal modo mi amigo no solo conseguía dotar de imagen y sonido lo puramente olfativo, sino que también era como si el perfume hiciese bailar a la señora.

A este tipo de recurso lingüístico, que transmuta hacia un sentido lo que es propio de otro, se le conoce como sinestesia. Así, con frecuencia, escuchamos hablar de un rojo chillón, una frase áspera o un calor pesado. Cuántas veces montamos a una guagua, o vamos a una cafetería y, cuando en los bafles empieza a ladrar un reguetón salvaje, vemos cómo alguien arruga la nariz y contiene la respiración: en algún sensible lugar de su conciencia el sonido llegó putrefacto.

Ya sabemos, el sentido del olfato está muy vinculado al del gusto. Sin olor, la comida es insípida. Cuando algo no nos gusta, es como si oliera mal; al menos simbólicamente. Desde luego, el gusto es variable, propio de cada sujeto; así que en esa materia nadie puede dictar cátedras.

Por ejemplo, en algunos países asiáticos se come la carne de perro; algo que al común de los cubanos provocaría repugnancia. Cualquier fanático de ese alimento argumentaría que con ello no hace daño a nadie; y es verdad. Pudiera, incluso, señalar razones culturales: ¿acaso no es plato típico del arte culinario en esa latitud concreta?

Preguntémonos, sin embargo, qué pasaría si cuando usted entra a la cafetería, en vez del reguetón soez, el mesero le aprieta la nariz y a nombre del arte le obliga a comer una costilla de perro. Aquí no se trata de una sinestesia, la repugnancia sería un hecho tangible; pero, ¿cuál es la diferencia? ¿Acaso el paladar es más importante que el oído?

Sé que pudiese parecer exagerado el ejemplo, de modo que brindaré otro. Imaginen que subo a una guagua y parado en medio del pasillo me pongo a leer en voz alta un ensayo sobre la ideología barroca de Schopenhauer. Más aún, para asegurarme de que todos me escuchen, lo llevo grabado y enciendo el equipo a todo volumen. No me importa si molesto a quien disfruta de otra lectura o quiere estar a solas con sus pensamientos. Me excuso con la premisa de que lo hago a nombre del arte, y este se supone que es libre. Así razonan algunos. Mi amigo diría: Estos señores padecen de un tacto muy oscuro.  

Recientemente leí el caso de dos jóvenes artistas que fueron multados por embarrarse de excrementos frente al Capitolio de La Habana. Según dijeron, se trataba de un performance en protesta por la promulgación del Decreto 349  de 2018. Declararon también haberlo hecho en defensa de la libertad artística. Pasemos por alto que si el sentido de la acción es recto, y por demás se impone su concepto a la gente, entonces no hay arte. Pero bueno, literalmente mudaron esa manifestación de las artes visuales en una manifestación de las artes fétidas: y aquí tampoco cabe la sinestesia. En todo caso, alguien cierta vez dijo: “Tu libertad de agitar los brazos termina donde empieza mi nariz”. Supongo que igual pasa si en un lugar público alguien riega excrementos. Ya sabemos, estos no suelen parecer artísticos, así provengan de las latas de Piero Manzoni.  

El Decreto 349, cuya letra y espíritu responde a insistentes reclamos de intelectuales y artistas cubanos, intenta poner orden en el siempre complejo campo de la comercialización del arte. Sin embargo, cierta prensa —que jura ser cubana, pero que es pagada por los Estados Unidos—, ha pretendido tacharlo de “institucionalizar la censura”. Para ello, pretenden confundir al público con un argumento falaz: dicen que el arte ha de ser libre, lo cual es muy cierto; pero callan que su comercialización no lo es.

Un reducido grupo de artistas, vía redes sociales, hacen el coro. Son los mismos que una y otra vez llaman a cambiar el orden constitucional cubano, y a pesar de que consiguen muy pocos likes en sus textos, y casi nadie se los comparte, se presentan como la opción suprema de la nación. Muy bien saben que en cualquier país del mundo la evasión fiscal es un delito; que para comercializar un producto o servicio —incluyendo los artísticos—, deben mediar contratos, facturas y demás registros contables. Sin embargo, adornan con la palabra libertad lo que es un claro llamamiento al caos.   

Ellos, asimismo, saben que tampoco está permitido a un artista, o grupo de artistas, invadir sin autorización un espacio público para realizar espectáculos. En esto no hay excepción ni cuando solo mueva el altruismo o el amor al arte. Ahora mismo recuerdo un ejemplo clásico. El último concierto público celebrado por la afamada banda The Beatles fue realizado en la azotea de sus estudios en Londres. Llevaban varios años sin actuar en vivo, y no pidieron permiso a nadie; simplemente subieron a la azotea y comenzaron a tocar hacia la calle. Al rato, sin embargo, llegó la policía y tuvieron que parar. ¿La causa?: quejas de los vecinos. Moraleja: Por muy artista famoso que seas, no estás por encima del conjunto de principios jurídicos, políticos, morales y económicos que configuran el orden público.

Ciertamente, justo es apuntar que el Decreto 349 censura y penaliza un grupo de acciones; pero el caso es que sus apasionados críticos evitan referirlas. Preguntémonos por qué. Según el Decreto, son consideradas contravenciones cuando en el contenido de los audiovisuales se usan inapropiadamente los símbolos patrios, se exhibe material pornográfico; refleja violencia, lenguaje sexista, vulgar y obsceno; discriminación por el color de la piel, la orientación sexual, una discapacidad, y cualquier otra que atente contra la dignidad humana.

¿Acaso, en el fondo, están a favor de la vulgaridad y la grosería? ¿Era eso, realmente, lo que quiso expresar el artista al embadurnarse de excrementos? ¿Necesitarán de un público vulgar, con bajo espesor perceptivo para recibir aplausos? Ante tales hechos, mi amigo respondería con una doble sinestesia: Es que sus propósitos son de una claridad bullangueramente apestosa.

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