Chávez, corazón del pueblo

Hassan Pérez Casabona
29/7/2020

Desde que los pueblos de América lo escucharon por vez primera, provocó un impacto que aún nos sobrecoge. Aquella frase pronunciada con ecuanimidad y firmeza —el “Por ahora” que trascendió para los revolucionarios del continente como conducta de vida— reveló la esencia más profunda de su corazón (no doblegarse ante las dificultades, por grandes que estas fueran) en la misma medida en que, desde la fuerza premonitoria de esa aseveración, colocó sobre el tapete la hondura de las raíces que nutrían su espíritu.


 

Aquel joven teniente coronel, que no había cumplido los 38 años de edad, puso ante las cámaras su alma al descubierto, sin remilgo alguno, para explicar a sus compatriotas que en lo adelante la lucha seguiría mediante diversas formas, con independencia de que no se hubieran alcanzado los objetivos planteados con la acción cívico-militar.

Algunos pensaron entonces que la jornada del 4 de febrero de 1992 era un hecho aislado, desconociendo que aquella sublevación era una respuesta sentida de los sectores populares, históricamente vilipendiados, frente a la embestida neoliberal ejecutada por los gobiernos de turno.

Claro que los procesos sociales tienen su punto de ebullición —ese instante en que se cuecen factores de toda índole— y en el caso de Venezuela el detonante llegó con el “Caracazo” desatado el 27 de febrero de 1989, bajo el mandato entreguista de Carlos Andrés Pérez.

Pero siempre, más allá de la imbricación de los imaginarios con las cuestiones objetivas, hace falta —es algo que no debemos obviar— la figura que logre capitalizar los sentimientos que fluyen en el sustrato de los pueblos, dotando a la lucha de su dimensión más abarcadora.

La historia latinoamericana y caribeña está preñada de hombres y mujeres que, durante siglos, han sabido interpretar en el momento exacto el clamor que brota desde las entrañas de esos sentimientos, y con esa energía telúrica lanzarse a la búsqueda de propósitos estratégicos, desbordando, la mayoría de las veces, los contornos de su tiempo.

Ese es uno de nuestros tesoros: contar en nuestro devenir con la savia, entre muchos, de Túpac Amaru, Miranda, Bolívar, San Martín, Artigas, Hidalgo, Morelos, Manuelita Sáenz, Martí, Gómez, Maceo, Duarte, Luperón, Alfaro, Hostos, Betances, Sandino, Mella, Farabundo, el Che, Allende, Bishop o Fidel.

De esa estirpe, de principio a fin, de Sabaneta al Cuartel de la Montaña (o de la gorra a los spikes como le habría gustado decir a él, por su amor al béisbol y al deporte en general) está esculpido Hugo Rafael Chávez Frías.

Su estatura moral emanó primero desde las enseñanzas aprehendidas junto a la abuela Rosa Inés y toda su familia humilde (es imposible una obra perdurable si no se cuenta con cimientos sólidos) y se fue agigantando más tarde con disímiles experiencias de vida.

La Academia Militar, en el Fuerte Tiuna, resultó su Alma Mater. En sus aulas se adentró en la historia de nuestros próceres y en las campañas épicas que libraron.[1] Con un estilo irrepetible, en su voz adquirían connotación especial las batallas de Maipú, Chacabuco, Rancagua, Boyacá, Pichincha, Carabobo o Ayacucho y las leyendas de sus héroes.

Ese fue otro rasgo que lo distinguió: la extraordinaria capacidad de llevar adelante el magisterio social, contando historias que nos acercaban a los protagonistas, dibujados en carne y hueso, precisamente desde su condición humana.

Todo en él fue genuino, desde su sueño adolescente de actuar en el montículo de los Navegantes del Magallanes como Isaías el “Látigo” Chávez, hasta la convicción de que Nuestra América debía refundarse, porque estaba pendiente el sueño bicentenario de la integración. [2]

Antes de abrir, con su llegada a Miraflores el 2 de febrero de 1999, ese “cambio de época” que relanzó al continente hacia los ideales postergados durante centurias, asumió con intensidad cada fase de lo que él definió, conversando con Ignacio Ramonet, como “Mi primera vida”.

Después, con los tintes propios de cada cual, e inspirados en Mariátegui y su sabia concepción de que “el socialismo no puede ser copia y calco sino creación heroica”, su peregrinar al frente de una Venezuela que Martí definió como la “Jerusalén de América”, se multiplicó en Néstor y Cristina, Evo, Correa y Lugo, e insufló renovados bríos a veteranos luchadores de la talla de Lula y Daniel.

El prestigio ganado en cada contacto directo junto al pueblo (al que nadie allí le brindó antes un cálido “Aló” para comunicarse) rebasó con creces las fronteras hemisféricas, e imantó también a tierras lejas de Europa, África, Medio Oriente y Asia.

Con esa valentía estrechó las manos de Hussein, Kadafi, Lukashenko, Ahmadinejad, o Bashad al Assad, admirando la riqueza colosal de Bagdad, Trípoli, Minsk, Teherán y Damasco, al tiempo que denunció la demencia de Bush, en el mismísimo podio neoyorquino de las Naciones Unidas. “Ayer estuvo por aquí el diablo. Todavía huele a azufre”, expresó ante el auditorio que estalló en risas por lo original y certero de su afirmación.

Años después, en la Cumbre sobre Cambio Climático de Copenhague, en diciembre del 2009, afirmó que, en vez de salvar a las personas, la prioridad de las élites entonces (y siempre, no es ocioso reiterarlo) fue rescatar a los bancos y al resto de los mecanismos funcionales del capitalismo.

Consciente de que los adversarios temen a los pueblos unidos, no escatimó esfuerzos ni recursos para fomentar la compenetración que nos dotara de una coraza infranqueable, ante las amenazas futuras. No es posible entender el Alba, Petrocaribe, la Operación Milagro, Unasur, la Celac o TeleSur sin la impronta chavista, cada una de ellas testimonio hermoso de cuánto se puede avanzar, si somos conducidos por hombres que sienten tan hondo como él los reclamos de los desvalidos.

A lo interno, se propuso sacar a los olvidados de las tinieblas, entregándoles lo que les pertenecía. Le gustaba exponer que la mejor manera de acabar con la pobreza era dándole poder a los pobres. Y eso hizo mediante múltiples misiones, confiriéndoles a dichos programas (De la Robinson, Sucre, Barrio Adentro o Rivas, hasta la Gran Misión Vivienda Venezuela) el largo aliento de enfocarse, integralmente, en la emancipación social. Como Martí, quiso que la dignidad plena fuera la brújula de la República Bolivariana, que fundó con el respaldo de sus compatriotas.

En las urnas desbancó una y otra vez a los escuálidos, que no se resignaban a perder sus privilegios. Ellos emplearon las más inverosímiles estratagemas, para intentar escamotearle el cariño que desde los cerros y llanos la población le otorgó como manantial puro.

No pudieron doblegarlo, ni secuestrándolo (el “¡Volvió, volvió, volvió… Chávez volvió!” de la madrugada del 13 de abril del 2002 es un himno de combate imperecedero) ni aprovechando, en su última incursión en las urnas, que bregaba contra una terrible enfermedad. La clave, que aquellos nunca entenderán, es que, desde su nacimiento el 28 de julio de 1954, Hugo Chávez estuvo indisolublemente vinculado con el “corazón del pueblo”.

Tenía claro además que esos personajillos disfrazados de demócratas representaban los intereses del gran capital y, principalmente, la voluntad de los inquilinos de Wall Street, que prosiguen delirando por instaurar el Consenso de Washington y el ALCA. Por ello, encaró en todo momento a los verdaderos amos de los acólitos —a estos últimos les asignan el más sucio papel— y a aquellos también los derrotó aplastantemente.

Es imposible atrapar su figura cautivante en pocas líneas, pero no quiero prescindir de evocar ese monumento de la hermandad revolucionaria que significa la inquebrantable amistad entre Chávez y Fidel.

El hijo de Bolívar admiró al discípulo martiano, mucho antes de que ambos se fundieran en el abrazo que cambió definitivamente a la región, con su primera visita a Cuba en diciembre de 1994.[3] 

El héroe rebelde (aclamado por el pueblo morocho como jamás se vio con otro líder foráneo, ni antes ni después de que llegara a esa tierra el 23 de enero de 1959, enfundado en su uniforme verde olivo y con el fusil Fal que los patriotas locales le enviaron a la Sierra Maestra) se percató primero que nadie de la importancia de Chávez para el mundo, y de que era el mejor amigo que conoció el pueblo cubano.[4]

Cada encuentro de los dos (son inmortales, entre muchas, las imágenes dentro de los diamantes beisboleros, conversando con pacientes del Centro de Rehabilitación La Pradera, navegando por un río o encontrándose en las reuniones internacionales, en las que contribuyeron a que dejáramos de ir de “abismos en abismos”) fue una demostración sin par de cariño y compromiso por la causa común y legado excepcional para las venideras generaciones; llamadas a no permitir que se reviertan las conquistas de este período, ahora que los imperialistas hablan de dejar atrás la historia, y los cipayos del momento se envalentonan con triunfos pírricos.

Chávez disertó en diversas ocasiones sobre el paso de grandes hombres por su tierra, sin reparar que su presencia entre nosotros iba más allá de lo físico. “Uno no se va, se queda siempre por ahí”, dijo en uno de los momentos finales, con la convicción de que la lucha no fue en vano, ni que aró en el mar, como sintió Bolívar en el epílogo de su vida.

El “Arañero de Sabaneta”, el “Titán llanero”, el hombre sensible que despertó el cariño y admiración pintado de negro, obrero, mulato, campesino e indio (como soñaba el Che Guevara) desplegó durante su vida una intensa batalla de ideas, convencido de que, como afirmara Fidel en su propia patria, un proceso revolucionario solo podría emanar de ellas y de la cultura.[5]

A los que sabemos que otro mundo mejor es posible (cómo olvidar su rostro escuchando a Silvio cantar en una fría mañana del 2005, en el estadio de fútbol de Mar del Plata, que “solo el amor engendra la maravilla” o reunido con jóvenes en Porto Alegre, en el 2003, durante el Foro Social Mundial) nos acompañará en cada desafío y, especialmente, en el júbilo por las nuevas victorias.

Ese será el mejor tributo a quien, entonando joropos tradicionales, lanzando su “rabo de cochino” en juegos amistosos o firmando decretos presidenciales, lo dio todo por los humildes. En lo adelante, de manera acendrada, porque “viviremos y venceremos”, Chávez crecerá en su siembra como gigante de nuestros pueblos.

Notas:
[1] Sobre la influencia que ejerció en él este centro, en el cual ingresó el 8 de agosto de 1971, confesó décadas más tarde: “Desde el primer día noté que me seducían los símbolos patrióticos de la Academia. Me sentí como un pez en el agua. Aún hoy, cuando voy a la Academia percibo que llegué al vientre de una segunda madre. ¡Fue para mí una madre! Yo soy hijo de esa academia, de esa alma máter, un recinto sagrado […] ¡Yo nací ahí! Uno puede nacer varias veces. Uno nace primero del vientre de la madre, pero vuelve a nacer cuando ve la luz de las ideas y de la conciencia. En esa academia fue donde comenzó todo”. Hugo Chávez: Mi primera vida, conversaciones con Ignacio Ramonet, Editorial José Martí, 2014, p. 246.
[2] Chávez contó la manera en que quedó cautivado por el ideal patriótico, en las aulas de la Academia Militar, en detrimento de su aspiración inicial de ser un afamado pelotero ligamayorista. “[….] pero la Academia cambió mi vida, produjo en mí una suerte de transfiguración […] A los tres meses de entrar en la Academia, cuando me entregaron la daga, ya yo tenía otro proyecto, había tomado una decisión: ser soldado”. Con su sensibilidad característica, en lo que a todas luces fue un momento definitorio en su vida, reveló que: “Sí, ya no quería, digamos, llegar a la meta de ser el nuevo Látigo Chávez e ir a las Grandes Ligas; ahora quería ser soldado. Eso me creó como un remordimiento. Tenía por dentro un nudo, una deuda que se vino formando de la promesa aquella, de la oración que yo le había hecho al Látigo. La estaba olvidando. Me sentía mal por eso. Hasta que un día salí de la Academia con mi uniforme azul y me fui caminando solo hasta el viejo Cementerio General del Sur, en Caracas. Había leído que allí estaba enterrado el Látigo Chávez. Ubiqué su tumba. Recé y pedí perdón. Me puse a hablar con la sepultura, con el espíritu que rodeaba todo aquello. Le expliqué que renunciaba a seguir sus pasos. Le dije: ´Perdón, Isaías, ya no voy a seguir ese camino. Ahora voy a ser soldado´. Cuando salí del cementerio estaba liberado”. Ibídem, pp. 264-265.
[3] El primer contacto de Chávez con nuestro pueblo estuvo cargado de simbolismo. “El líder del Movimiento Bolivariano Revolucionario llegó a Cuba en la noche del 13 de diciembre de 1994 y no supo, hasta que el avión se detuvo en el Aeropuerto Internacional José Martí, que sería recibido al pie de la escalerilla por el Jefe de la Revolución Cubana, Comandante en Jefe Fidel Castro. La visita del teniente coronel (r) Hugo Chávez Frías duró exactamente 36 horas de intenso intercambio con el Comandante en Jefe y otros dirigentes de la Revolución Cubana. Después de una visita a la Academia Militar Máximo Gómez y dictar una conferencia en la Casa Simón Bolívar, el 14 de diciembre los estudiantes y profesores de la Universidad de La Habana le rendirían al visitante honores en el Aula Magna de esa prestigiosa casa de estudios”. En una brillante comparecencia, que le ganó de inmediato las simpatías del pueblo que lo escuchaba por la televisión, Chávez, entre muchos aspectos que confirmaban su pensamiento integracionista, apuntó: “Primera vez que vengo físicamente, porque en sueños, a Cuba, vinimos muchas veces los jóvenes latinoamericanos; en sueños, a Cuba, vinimos infinidad de veces los soldados bolivarianos del ejército venezolano que desde hace años decidimos entregarle la vida a un proyecto transformador”. Fidel, por su parte, expresó: “Si aquí hablamos de la cubanía, con motivo de la presencia de Hugo Chávez podemos hablar de la ʻlatinoamericaníaʼ, porque son las ideas y los principios que nos corresponde defender hoy más que nunca […]. Cada cual lo llamará de una forma o de otra. Nosotros es bien sabido que lo llamamos socialismo; pero si me dicen: ʻEso es bolivarianismoʼ, diría: ʻEstoy totalmente de acuerdoʼ Si me dicen: ʻEso se llama martianismoʼ, diría: ʻEstoy totalmente de acuerdoʼ. Pero algo más, si me dicen: ʻEso se llama cristianismoʼ, yo diría: ʻ¡Estoy totalmente de acuerdo! ʼ”. Palabras en el Aula Magna. Intervenciones en el homenaje al Teniente Coronel (r) Hugo Chávez Frías, (10 años de victorias), Imprenta Alejo Carpentier, 2004, pp. 5; 11-12 y 28-46.
[4] Fidel, es algo que todos percibimos, quiso a Chávez como a un hijo. El venezolano, por su parte, dejó constancia en decenas de oportunidades de que asumía al guerrillero como un padre. El fallecimiento de Chávez conmocionó al líder rebelde. En un escrito titulado “Perdimos a nuestro mejor amigo”, el Comandante en Jefe escribió: “El 5 de marzo, en horas de la tarde, falleció el mejor amigo que tuvo el pueblo cubano a lo largo de su historia […]. Nos cabe el honor de haber compartido con el líder bolivariano los mismos ideales de justicia social y de apoyo a los explotados […]. Ni siquiera él mismo sospechaba cuán grande era. ¡Hasta la victoria siempre, inolvidable amigo!”. Granma, lunes 11 de marzo de 2013, portada.
[5] Como parte de la visita que realizó el Comandante en Jefe con motivo de la primera toma de posesión presidencial de Chávez (el 2 de febrero de 1999, luego de que arrasara en las elecciones celebradas el 6 de diciembre de 1998) impartió una conferencia en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela. En el encuentro con los jóvenes morochos —el segundo de su vida en el histórico recinto docente caraqueño—, Fidel pronunció la legendaria frase de que “Una Revolución solo puede ser hija de la cultura y las ideas”. Ver: Fidel Castro: Una Revolución solo puede ser hija de la cultura y las ideas (Discurso pronunciado en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela el 3 de febrero de 1999), Editora Política, La Habana, 1999.