Clarice, yo, la felicidad

Marilyn Bobes
28/4/2017

Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina.

                                           Clarice Lispector

      La mano negra de Clarice me persigue como una fantasmagoría cada vez que enciendo un cigarrillo en la cama. Un cigarrillo es la mejor compañía para el insomnio y la soledad.

      Ella, su mano negra y su rostro desfigurado. Sus ojos verdes. Como los míos. Loba o pantera. Contando historias desde sus sensaciones. Historias muy diferentes a las de otros niños que también enviaban sus cuentos al Diario de Pernambuco. Ella, la rechazada. La que no sabía narrar.

   ¿Algún parecido con Marlene Dietrich antes del accidente?. Una Marlene Dietrich que escribía como Virginia Wolf, leí en alguna parte ¿ Por qué siempre la comparación con paradigmas del Primer Mundo si, como se sabe, la mano negra  de Clarice trazaba signos únicos?. Nada de Virginia. Su pasión no era la  de Misses Dalloway. Era la pasión según G.H.

    Unos soldados rusos violaron a su madre. El padre vendía baratijas y jabones por las calles de Ucrania. Cuando se mudaron a Recife, la pequeña Clarice  almorzaba un pan y naranjada. Quizás por ello tuvo que soportar las humillaciones de aquella niña rica que le negaba el libro de Monteiro Lobato.

       Clarice aceptó su sadismo para conocer cierto tipo de felicidad  y supo desde entonces que, a veces, muchas veces, acabaría por soportar el sufrimiento como si quien la quisiera hacer sufrir necesitara desesperadamente de él y ella se lo entregara como moneda de cambio.

Un joven novelista  de mi país asegura en uno de sus  mejores textos que escribir es delinquir, utilizar todas las influencias hasta  caer en el plagio. O para decirlo en términos postmodernos: la apropiación. Y yo repito con Clarice que escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo: estoy de sobra y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres.

    Por eso-dice ella y digo yo- no sé si mi relato va a ser ¿a ser qué?. No sé nada. Todavía no me he animado a escribirlo. ¿Tendrá acontecimientos?. Los tendrá. ¿Pero cuáles?. Tampoco lo sé.

     Empecemos por la crueldad. Recuerdo, por ejemplo, a mi hermano. Mis padres lo colmaban de juguetes. Tuvo su tren eléctrico y su disfraz de Llanero Solitario. Yo deliraba por aquel tren que me estaba vedado. Quería recorrer el mundo acompañada por un bello príncipe atento y delicado.

      Cuando tenía trece años y quiso aprender a besar, a mi hermano no se le ocurrió cosa mejor que experimentar conmigo, una niña de siete. Jugábamos metidos dentro de un closet. Jugábamos al ascensor. Él pulsaba los imaginarios botones de los pisos y yo esperaba a que anunciara el séptimo para que se abrieran las puertas y llegáramos a nuestro destino ilusorio. De repente, me sujetó por los brazos y pegó sus labios a los míos. Su lengua (todavía infantil pero ya libidinosa) forcejeó con mis dientecitos de leche hasta introducirse en mi garganta. Mis  arqueadas terminaron en vómito. Manché todos los trajes de mi padre y los mejores vestidos de mi madre. Pero no lloré. Estaba paralizada por la repugnancia. No se lo conté a nadie. No sé siquiera si mi hermano grabó aquellas escenas en su memoria.Y digo escenas porque los besos se repitieron.

      He oído decir que los juegos sexuales son naturales entre los niños. Sin embargo, para mi, aquella fue una experiencia traumática. Después de su primera violación, accedí muchas veces a que me besara a cambio de unos minutos con el tren. Era un juguete de varón, decían mis padres. Pero yo lo prefería a mis insulsas muñecas. Las que descoyuntaba sin compasión en la soledad de mi cuarto.

     Mi hermano, como la niña del cuento de Clarice, necesitaba de mi sufrimiento y yo se lo entregaba como moneda de cambio . Lo mismo que Clarice anhelaba El reinado de Naricita, yo deseaba el tren eléctrico de mi hermano.

       El tiempo que quieras, decía Clarice, es todo lo que una persona grande o pequeña, puede desear. Pero todo el tiempo es demasiado. El tiempo prolongado produce desazón y cansancio.

       Cuando mi hermano en una de sus viriles embestidas me aseguró que si tanto me gustaba aquel tren podría tenerlo ya no el tiempo que quisiera sino todo el tiempo, el juguete dejó de interesarme.

      Tiene razón Clarice. La felicidad no puede ser sino clandestina. Solo cuando hago algo que las personas sanas consideran incorrecto he llegado a sentirme como ella.  Como una reina, que es como se siente una mujer con su amante.

 

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           Cuando conocí a Mabel, ella ya estaba divorciada. Frisaba los treinta y poseía unos rasgos faciales muy simétricos. Tenía una figura de Barbie y un timbre de voz profundo y seductor. En plena adolescencia  sentí una perturbadora atracción por ella, la mejor amiga de mi madre. Durante muchos meses, sin que nadie lo supiera, la llamaba por teléfono sin descubrir mi identidad. Le hablaba en susurros para que no reconociera mi voz. Ella pensaba que era un hombre quien estaba al otro lado de la línea y coqueteaba conmigo esperando quizás que el supuesto enamorado la citara en algun sitio para conocerla en persona. Ante mi madre, yo aparentaba un embeleso infantil por Juanito, el hijo de Mabel, quien, afortunadamente, nunca me miró. A los doce años los varones se referían a mí como la nadadora (nada por delante y nada por detrás). Era una flacucha de nariz chata a la que los muchachos preterían a favor de las llenitas y desarrolladas.

       Pues bien. Casi como una venganza cada noche la nadadora  marcaba un número telefónico y enamoraba a otra mujer, leyéndole poemas de José Angel Buesa y Rosario Sansores. Y aquella operación encubierta era también una fuente de felicidad.

 

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   Unos años después volví a ser víctima de la perversidad. Yo amaba a aquel muchacho que era el mejor basquebolista del Instituto. Pero él ni me miraba. Jugaba conmigo y con mis sentimientos incipientes de adolescente trastornada. Había empezado a sospechar, lo mismo que Clarice, que me había elegido para que sufriera.

   La comprobación vino un  14 de febrero. Me convocó en el parque. Me declaró su “amor” y me entregó un “presente”. Era una cajita envuelta en  papel de regalo y, dentro de ella,  la caca fresca de su perro Campeón.

         Estaba sentada junto a él, en un banco, cuando descubrí a la tropa  de sus amigos, escondida detrás de unos arbustos. Estaban disfrutando con aquella humillación.

           La sospecha se convirtió en certeza: aquel muchacho me había elegido para que sufriera. Y yo lo acepté. Lo mismo que Clarice, lo aceptaría el resto de mi vida. Como si el que me quiere hacer sufrir necesitara desesperadamente que yo sufra y en ese sufrimiento yo encontrara también cierta felicidad.
 

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            “Después de tu boda todo lo que puedes hacer es esperar la muerte”, escribía Clarice con una mano que todavía no era negra, seguramente hastiada del matrimonio  que  la  llevó por un montón de países, Suiza, entre ellos. Allí  la gente era demasiado tranquila y reía poco.

       En aquel cementerio de sensaciones, Clarice Lispector era la única que reía.

     ¿Empezaba a comprender que la soledad es un lujo aun cuando provoque adicciones?. Los cigarrillos y los somníferos. Combinación letal que propiciarían el accidente, la mano negra y el rostro desfigurado.

         Lo que estropea la felicidad es el miedo, asegura la mano negra sobre la página en blanco.
 

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     Después del divorcio, Clarice escribe lo mejor de su obra. Nací, dice, para amar a los demás. Amar a los demás es tan vasto que incluye incluso perdón para mí misma. Amar a los demás es la única salvación individual que conozco: nada está perdido si da el amor y a veces recibe el amor a cambio.

     Yo también nací para el amor aunque , al contrario de Clarice, no tenga hijos que criar. Mi útero infantil y mi  supuestos trastornos mentales me imposibilitaron para educarlos.

 

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    Enciendo un cigarrillo en la cama y pienso en la mano negra de Clarice. También en Berlín, a finales de los ochenta. Una torre gigante. Una plaza laberíntica. Un banco de cemento donde me siento junto a mi marido a contemplar los rostros agresivos que tropiezan sin verse.

      A Stefe le molestaba mi sonrisa.  Como a los suizos la risa de Clarice. ¿Por qué sonríes siempre?. Sonreir sin motivo es señal de inseguridad, interpretaban ellos.

       Los alemanes son también demasiado tranquilos, siempre tienen la mirada puesta en un punto impreciso del horizonte. Pero miran sin ver. Se abren espacio a codazos en el metro. No piden disculpas.

       El edificio, sin embargo, era lo más parecido que he visto a una casa de vecindad.

     Stefe pone sobre la mesa tres variedades de pan, ensaladas, queso, mantequilla, té, chocolate, embutidos diversos. En el pequeño apartamento también vive Helga, la hermana de mi esposo. Se asea delante de nosotros, en una ducha portátil instalada en la cocina-comedor.

       Necesito ir al baño, digo. Mi marido descuelga de un clavo en la pared un inmenso llavero, como de armario antiguo. Todas las llaves se parecen.

    Me saca del apartamento y me conduce hasta el final de un pasillo exterior. Abre con una de las llaves una puerta y me veo dentro de una pequeñísima pieza, muy sucia, con un inodoro de tanque alto. Debo halarlo con una soga para descargarlo.

        Me masturbo en medio del hedor. Stefe me hace el amor solo de tanto en tanto. No me he bañado. Pero tampoco pienso hacerlo. No me mostraré desnuda delante de Helga, protegida solo por un paraván. Por si acaso.

      Berlín es una ciudad triste donde no falta nada. Otro cementerio de sensaciones “¿Qué es lo que falta que la ventura falta?”. Me viene a la memoria ese  espléndido verso de Martí

      Lo único importante, pienso, es esta sonrisa que tanto le molesta a Stefe y que equivale a la risa de Clarice. He decidido regresar a mi patria.

      La noche antes de mi partida, me asaltan unos intensos deseos de orinar. Stefe duerme a mi lado. Me cuido de no despertarlo.

     En la cocina descubro las llaves con su aro. Tomo el manojo y salgo hasta el pasillo. Llego al baño. Pruebo las llaves una por una. Pero la puerta no cede. Cada vez son más imperiosos mis deseos de orinar. Regreso a la pequeña sala.

     Cuando ya no puedo más, descubro la puerta de cristales del balcón. La abro. El aire frío llega hasta mis pulmones dañándolos. Miro hacia la calle desierta, hacia los balcones vecinos. Me agacho y orino en una maceta donde crecen no recuerdo qué flores. Acaso geranios. Orino bajo la luna fría de aquel agosto alemán.

      Quizás mañana cuando ya esté en mi Isla, Stefe y Helga  descubran que he orinado en su maceta. Quizás me traicione el olor de la orina y ese olor sea el único rastro que les deje.                                       

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     Pero la mejor de mis historias comenzó en una playa. El mismo año en que Clarice moría. Clarice murió en el setenta y seis, víctima de un cáncer de ovario, algunos meses después de publicarse La hora de la estrella.

       Mientras ella moría yo me emborrachaba. Me trajeron a rastras hasta la casa gritando que me dejaran seguir bailando y besándome con un hombre diez años mayor que yo.

   Era mi jefe. Estaba casado con una sicóloga encargada de asesorar a las familias. De remendar matrimonios.

      Había ido a la fiesta solo, pero todos allí conocían a su mujer. Por eso, cuando lo vieron peligrosamente adherido a una joven subordinada, todo el mundo le aconsejó prudencia. Y él siguió los consejos de sus compañeros de trabajo y abandonó el convite.

        Completamente intoxicada por el alcohol, lo seguí hasta la calle para pedirle que volviera. Entonces fue cuando me metieron en un auto y me trajeron hasta mi casa.  Por suerte,todo el mundo dormía porque si me hubieran visto en aquel estado, seguro me habrían remitido a cualquiera de esos manicomios que eufemísticamente llaman Centros de Salud Mental. En ellos he estado encerrada en más de una ocasión. (La primera cuando intenté abrirme las venas el día de San Valentín. Cuando el basquebolista del Instituto me regaló el excremento de su perro delante de todos los compañeros de su equipo).

    Al día siguiente, cuando los efectos del alcohol se habían disipado, supe que no estaba arrepentida de mis actos de la noche anterior como suele ocurrir con los borrachos: en la fiesta descubrí los efectos benefactores del amor y  decidí que lucharía por aquel hombre.

    Estás jugando con fuego, me advirtió una amiga, a quien las historias de infidelidades le parecían  inmorales. Pero yo estaba sorda, obsesionada por mi incontrolable y súbito descubrimiento del amor. Un amor clandestino como la felicidad que me faltaba.

      Meses después convocaron a un Congreso. El día que partí coloqué en mi equipaje el negliggé negro de encaje que había pertenecido a mi madre y que ella solo había usado en su  noche de boda. Mi madre me lo había regalado cuando tuve mi primera menstruación. Prenda de loba o de pantera, quién sabe.

     Durante las sesiones del evento escribí  a mi jefe una nota lacónica donde con todo descaro le informaba que lo esperaría esa misma noche a orillas del mar. El negliggé quedó empacado entre las cosas inútiles que se agolpaban en mi maleta. Cuando él llegó a aquel sitio de la playa, yo estaba totalmente desnuda. Ver en su rostro el pánico del desconcierto fue el colmo de la felicidad. Todavía no sabíamos que aquello resultaría  verdaderamente complicado.

    Complicado por el miedo a que la realidad nos alcanzara, pero el amor la superó.  Cuando desperté, todo era incandescente: el mar, el sol, la arena, mis ojos. Verdes como los de Clarice. Sentía hasta la respiración de los árboles. Como si hubiéramos regresado de un lugar muy oscuro a otro amablemente iluminado.Todo el mundo era bueno. Olvidé las crueldades. Viví uno de esos raros instantes en los que perdemos nuestra individualidad para estar en armonía con el universo, algo que se siente sobre todo físicamente. Un éxtasis corporal que se extiende a cuanto te rodea.

   A partir de ese momento, nos convertimos en amantes. Eramos dos clandestinos acunados por la felicidad que nos faltaba. Mi amor hacia aquel hombre impidió que hasta hoy pudiera enamorarme de otro. Estableció desde el principio que jamás se separaría de su esposa. Y eso me llenaba de un regocijo misterioso solo comparable al que experimenté en mi infancia cuando a cambio de permitir que me besaran echaba andar el tren eléctrico de mi hermano.

    Pero la cancioncilla infantil que pregona “palabras de los hombres todas son falsas” se cumplió como  una sentencia. Él terminó dejando a su mujer al cabo de cinco años y proponiéndome matrimonio. Por supuesto que lo rechacé y él se sintió ofendido. Después de tu boda, le dije, lo único que te queda es esperar la muerte. No quiso saber más de mi.

   Aquello me enfermó. Tuve que pedir ayuda, consultar a un siquiatra. Otra vez me internaron. Nadie comprendía lo que me sucedía, por qué  bajaba de peso y pasaba días enteros sin levantarme de la cama.

    Entonces me enviaron a Berlín a pasar un curso de capacitación. Fue él quien me seleccionó,  pensando que quizás allí resolvería definitivamente mis contradicciones mentales. Y conocí a Stefe. Consuelo momentáneo. Con el deseo de convertirme en una persona de las que se dicen sanas, me casé con él.

      Pero el amor inexplicable,  como opina Clarice, hace que el corazón lata más de prisa. El de Stefe era un amor explicable. El del otro: una forma de ser yo. Pero qué hacer si no lo enternecí con mis defectos mientras yo amaba los suyos. Mi inocencia fue humillada. Calificada de locura. Estuve sola. Sola de él; como Lispector: escribí para nadie. 

     Ahora fumo cigarrillos y tomo pastillas para dormir. Visito todos los meses la consulta del siquiatra. Deseo que vuelva el tiempo del tren eléctrico y las muñecas descoyuntadas. Siento nostalgia de la voz de Mabel. Del tiempo de hacer el amor desnuda en una playa. Pero las pastillas no me dejan. Los que me rodean hacen todo lo posible por convertirme en aquella que no soy. Yo escribo para llenar el vacío, para ahuyentar el aburrimiento y la gran responsabilidad de saberme sola. Como la mayoría piensa que he merecido estar.  Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo: estoy de sobra y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Y la mano negra me persigue como una fantasmagoría mientras espero contra todo pronóstico algún motivo de felicidad.

 

 

Especial para La Jiribilla

 

 

Marilyn Bobes: periodista, poeta, crítica y narradora cubana. La Habana, 1955. Estudió Historia en la Universidad de La Habana. Ha publicado entrevistas a personalidades de la cultura, crítica literaria, reseñas, libros de relatos, novelas, poesía. Ha sido compiladora de varias antologías de cuento. Entre sus reconocimeintos se cuentan: Premio David de Poesía de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), 1979; Premio Latinoaméricano de Cuento "Edmundo Valadés" del Instituto de Bellas Artes de México, Puebla, 1993; Premio Hispanoamericano de Cuento "Magda Portal" del Centro Flora Tristán, Perú, 1994; Premio Casa de las Américas de Cuento, 1995, La Habana por su libro Alguien tiene que llorar ahora; Premio Casa de las Américas de Novela, 2005, por su novela Fiebre de invierno; Premio en Perú por su novela Mujer perjura; y Premio Julio Cortázar de cuento 2016 por su relato “A quien pueda interesar”.