Coki Santander: alfarera de estirpe

Carlos Luis Sotolongo Puig
16/1/2019

Apenas realizó su primera pieza —un cesto para guardar objetos escolares—Neydis Mesa (Coki) Santander se convirtió en noticia. “Su vocación es muy firme, tiene una facilidad natural, inventa sus modelos y determina entre sus piezas cuáles son las mejores para ‘quemar’ (…)”, escribió la periodista Mary Ruiz de Zárate en “La pequeña alfarera”, reseña publicada en Bohemia en 1977.

Tal vez, al verla delante del torno, que el padre de la niña le construyó para alimentar su don, la reportera ya vaticinaba que Coki, “(…) en su afán de trabajo (…), andando el tiempo (…), en posesión de técnicas y con una visión artística de sus contemporáneos, ha de elevar el contenido del taller antiguo de sus ancestros. Y dejará de ser promesa (…)”.

Neydis Mesa (Coki) Santander: “Tengo que fabricar las tradicionales vasijas para tomar canchánchara, replicar la torre de Manaca Iznaga…, pero evito que eso me consuma.” Foto: Cortesía del autor

A más 30 años de aquella especie de profecía, Coki se define como la misma chiquilla deslumbrada cuando sus manos tocan la arcilla. Ahora que Trinidad se erige como esa villa mítica de 505 años, recientemente galardonada con la condición de Ciudad Artesanal por la UNESCO, su estudio-taller atrae a miles de turistas que vienen a la Ciudad Museo en busca de “la mujer alfarera”.

Lejos de toda pose, los visitantes advierten a una mujer frente al torno, moldeando el barro para crear maravillas, una mujer a quien la arcilla le despierta el recuerdo de su abuelo, génesis del deslumbramiento.

Se llamaba Rogelio Santander Durán. Él aprendió de mi bisabuelo Rogelio Secundino Santander Ortega, quien, a su vez, heredó el oficio de mi tatarabuelo, Modesto Santander, fundador de una fábrica pequeña con un torno de madera, muy rudimentario, en la entonces periferia de Trinidad, en 1892; inicio de esta familia que siempre ha estado marcada por el barro.

Mi abuelo fue y es mi paradigma, aunque falleció hace 10 años. Trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Era capaz de hacer 69 tinajas de 40 pulgadas de alto en un día, dándole al torno con el pie. Desde niña me decía que mi futuro estaba en la alfarería. Tuvo la dedicación que ninguno de mis tíos mostró al verme con una pelotica de barro en las manos.

Y narra cómo llevaba un trozo de arcilla dentro de su mochila para moldear en el aula, de las tardes en que, a la diestra de su maestro alfarero, los ingenuos lagartos, mariposas, jicoteas… ganaron en perfección; de los días en la Secundaria Básica, cuando se alejó del barro, y del retorno definitivo, una vez en el preuniversitario, al universo de la cerámica, hasta los días de hoy.

Me convertí en la primera y única mujer de mi familia, hasta el momento, dedicada a estas labores. Luego ingresé a la Asociación de Artesanos Artistas de Cuba (ACAA) de Trinidad, en 1994, momento en que defino mi consolidación artística.

Llegó entonces la lucha contra los estigmas.

Debo agradecer el apoyo de mi madre y a mi padre siempre. Yo tuve que enfrentar de todo. ‘Niña, ¿tú te vas a embarrar de barro?’, me decían a cada rato. Si me hubiese dejado llevar por los prejuicios, hoy estaría loca. Todavía esa batalla no ha terminado porque la gente no entiende que este quehacer no resta feminidad. Yo me siento mujer por encima de todo. De hecho, nosotras tenemos una sensibilidad que enriquecen las piezas. No es feminismo, es un hecho, aunque a muchos les cueste aceptarlo.

Así, el patio de la casa de Coki, enclavado en la misma calle donde sus ancestros fundaron el linaje de barro, devino el taller donde sus sobrinos y los pequeños del barrio se daban cita para crear; sitio que, con el paso del tiempo trasmutó en la sede del desaparecido proyecto Alfareros de Vizcaya, encaminado a despertar el amor por el oficio en los niños de la periferia.

Decidida a no sucumbir a los estereotipos impuestos por el turismo, Coki no renuncia a sus esencias.

Sigo con mis animales, mis platos con pinturas precolombinas, tratando de mantener el equilibrio entre la búsqueda de los frijoles y la realización espiritual. Seamos realistas: tengo que fabricar las tradicionales vasijas para tomar canchánchara, replicar la torre de Manaca Iznaga…, pero evito que eso me consuma. No estás hablando con la súper artista de la familia Santander, pero sí con una que ha tratado de desarrollar un estilo propio para marcar la diferencia. Me siento dichosa porque supe encontrar el camino, sin dejar de hacer la maceta y el jarrón de mi abuelo o la múcura de mi bisabuelo.