Según parece, la historia de la mensajería se remonta al año 2400 antes de Cristo, y fueron los egipcios los primeros en designar un vocero que comunicara al pueblo los decretos promulgados. Más adelante, según se cuenta, los romanos y los griegos utilizaron métodos semejantes. Tiempo después, existió un mensajero que llevaba la correspondencia epistolar de un sitio a otro, ya fuera a pie o a caballo, y también hubo el llamado estafeta, quien se distinguía de quienes desarrollaban actividades similares (llamados “correo”), ya que el estafeta solía llevar una única noticia, pero de gran importancia. En la Edad Media, los peones o troteros poseían un poder delegado por personas o por reinos, y debían ser acatadas sus órdenes, por lo cual gozaban de prestigio, y según algunos historiadores, se les nombraba “adalid, faraute”. En nuestro continente, estaban los chasquis (que en quechua significa “el que da y recibe”, y “persona de relevo”), jóvenes atletas en perfecto estado de salud, encargados de llevar recados personales del Inca, por lo que eran conocidos como “los mensajeros del Inca”.

Existen muchísimos otros tipos de mensajeros (los de la paz —que son figuras de reconocimiento internacional la mayor parte de las veces—; los de la guerra, conocidos como “heraldos”, quienes además de declarar un enfrentamiento, tenían la función de anunciar la retirada; los de la esfera fisiológica (neurotransmisores, neuromoduladores, feromonas, etc.), e incluso han existido perros mensajeros y palomas, las clásicas. Sin embargo, nada de esto tiene relación con los actuales personajes que se dedican a la mensajería en nuestros lares. Por último, antes de adentrarme en lo que nos ocupa en la actualidad, señalo que un tal Jarkko Oikarinen, programador finlandés, es considerado el padre de la mensajería moderna, desde que en 1988 (cuando él tenía 21 años de edad), creó el primer servidor con su primer cliente en agosto de ese año mientras trabajaba en la universidad de Oulu, debido a lo cual estuvo recibiendo premios hasta los 2000.

“Cualquiera puede ser mensajero, porque todos necesitamos resistir en esta especie de jungla que es la vida, cuyo arbitrio acepta múltiples modalidades”. Imagen: Tomada de Trabajadores

No me fue posible precisar el dato de cuánto cobraban, si es lo que hacían, los personajes dedicados a llevar mensajes, ya fueran noticias, edictos, cartas o augurios, desde la antigüedad hasta nuestros días. Lo que sí sé es que en Cuba, sobre todo a partir de la pandemia de covid, dicha práctica no solo se ha convertido en un simple trabajo, sino en uno altamente lucrativo. Empezaron discretamente, como quien no quiere la cosa. Recibían aproximadamente el 20 % del precio del producto que transportaban, además del buchito de café y la gratitud de quien recibía la mercancía. Como en una espiral, en la medida en que fue complicándose la situación, la mensajería adquirió visos de portento, casi tan o más importante que la cosa encargada, de modo que más que solicitar una mercancía, hemos llegado al punto de pedir clemencia al Inca, o en este caso, a su mensajero, que muy al estilo chasqui, chasquea los dedos reclamando lo suyo, su salve, aunque llegue tardísimo o equivoque el encargo. Al principio, su importancia se debió a la restricción de movimiento para que el maligno virus dejara de propagarse; luego, al horario estricto; más adelante, al reguero de monedas y sus correspondientes altas y bajas, entendiéndose como alto el precio y bajo el poder adquisitivo, claro está, hasta llegar al non plus ultra egipcio en el cual el costo de la mensajería supera al del artículo que se pretende comprar. Los argumentos, no por verosímiles, dejan de ser abusivos, como las dificultades del transporte, el costo de los boteros, la lluvia, el sol y el primero de mayo. “Ay, es que no tuvo carga suficiente la moto”, nos dice un joven tatuado hasta las cejas luego de que han pasado más de 46 horas esperándolo. O “mi tío tiene dengue” o “me agarró una tos rara y preferí no venir”, o “pasé por su casa y usted no estaba”, son ejemplos de excusas para intentar explicar por qué, además del monto de los servicios de los mensajeros, ellos y ellas asumen que nosotros somos así, Penélopes modernas sin más nada que hacer en la vida que no sea esperar con paciencia helénica a que nos alcance la media libra de maicena que encargamos a una voz anónima, y que cuesta, por cierto, la mitad de lo que cobra el o la correo de turno. Porque esa es otra cuestión: nunca veremos el rostro del vendedor, o, si acaso, escuchamos su voz, posiblemente tergiversada por un calcetín o distorsionada gracias a algún tecnicismo, nunca se sabe, pero al mensajero sí. Los vemos: forzudos, o ancianos, o lindas muchachas con uñas acrílicas, o jovencitos exponentes de la época hippie, o señores que parecen profesores de álgebra, o iracundos ofendibles porque nuestra perra ladra, o mujeres en triunfante marea, en fin, cualquiera puede ser mensajero, porque todos necesitamos resistir en esta especie de jungla que es la vida, cuyo arbitrio acepta múltiples modalidades.

“Todo es mensajeable, ya que todo se vende y algunas cosas se compran. Lo que no logro asimilar, francamente, es que el portador cobre más que el vendedor, y que entre ambos, despelucen sin misericordia al comprador (…)”.

Respeto esta nueva profesión, sin dudas. No es fácil, no es jamón andar de una dirección a otra, cargando botines, argollas, paracetamoles, acetona, fundas, tornillos, destupidores de baño, equipos de medir la presión arterial o yogur probiótico. Todo es mensajeable, ya que todo se vende y algunas cosas se compran. Lo que no logro asimilar, francamente, es que el portador cobre más que el vendedor, y que entre ambos, despelucen sin misericordia al comprador, que solo necesita aliviarse la migraña, acicalarse, calzarse, destupir el fregadero, o controlar una diarrea, por ejemplo. Por último, diré, con conocimiento de causa, ya que he podido comprobarlo, que en muchísimas ocasiones, y oigan bien esto, resulta que el vendedor es el mensajero. Dos en uno, una especie de todo incluido, un juego gemelar, un truco bicéfalo, con lo cual, el precio de, por ejemplo, cuatro rollos de papel sanitario no es, como nos dijo una voz o un mensaje escudado tras el cartel “No dude en pedir, nosotros lo complacemos con amabilidad”, o bajo nombres que dejamos registrados en nuestro teléfono, 300 pesos más 400 de mensajería, sino 700 pesos desde el inicio, sin posibilidad de regateo. La primera vez que caí en las redes de esas redes revolicosas fui la tonta de la colina. Me costó darme cuenta, pero al fin, en un vano intento por obtener el favor del mensajero, reconocí la voz, sin calcetín ni artilugios, y pude darme cuenta de que Maricusavendecosas era la misma uña acrilizada que tenía delante con los analgésicos que pedí, que Germánvinagre era el trotero de la época feudal, y que Héctormaicena era el chasqui. Fue duro, lo reconozco, porque más que una estafa, contemplaba una de esas cosas que luego nos hace preguntarnos ¿cómo no sospeché antes? ¿Por qué, cuando protesté por el alto costo del envío, Chichoqueso me dijo “lo lamento, pero ese es el precio que pone el mensajero” ¿Cuál es el tamaño de la avaricia de Evitazúcarprieta, que cobra 300 pesos por libra y 280 por alcanzármela a cuatro cuadras? Hablando en plata: no hay plata para tanto adalid, no sean tan heraldos, y colaboren con el artista cubano, por favor. Que sospecho que 2400 años antes de Cristo, las cosas no eran tan así. Ni el estafeta estafaba tanto. Ni el chasqui chasqueba tanto. Es solo una sospecha… que debo comprobar con Jarkko Oikarinen el día que me dé por ir a Finlandia.

1