Lo observo mientras danza en el escenario. Un movimiento de hombros acompasado con una ligera flexión de las rodillas representa el trayecto por el desierto. Los músicos a la izquierda jazzean el fatigoso tránsito de la caravana encabezada por este hombre enérgico. Entre querellas y cavilaciones se va tejiendo un personaje extraño, a simple vista el malvado de la historia. Veo a Carlos Pérez Peña sobre el escenario de la Llauradó interpretando al Comerciante, de La excepción y la regla, el texto de Bertolt Brecht que fuera el último llevado a escena por el actor y director Alexis Días de Villegas con Impulso Teatro.

Recuerdo la primera vez que vi a Carlos actuar. Fue también en una puesta sobre un texto alemán. En el año 2006 llegué, medio aturdida, casi acabada de entrar al mundo del teatro, a la Sala Avellaneda, donde se presentó La vida en la Plaza Roosevelt, de la dramaturga alemana Dea Loher. En esa, la primera Semana de Teatro Alemán, todo me impresionó, pero lo más enigmático y electrizante fue aquella puesta que dirigió Carlos Pérez Peña con Teatro Escambray. Fue esa la imagen poderosa que guardé en mi memoria de joven de 17 años. Después supe que el Escambray tenía otro rostro muy distinto al que yo había conocido. Supe que allí el actor había coincidido con Sergio Corrieri, Gilda Hernández y Albio Paz, y que entre el teatro y las montañas había conocido a Maritza Abrahantes y había nacido su hijo Álvaro. Supe de su amistad entrañable con Rafael González y de todo lo que le debía como actor y como ser humano a aquella experiencia.

“Cada puesta que veía implicaba un ejercicio de búsqueda en la historia”.

Luego, en el año 2007, lo volví a ver en El Feo, de Marius von Mayenburg, otro texto alemán dirigido por él con el Escambray de mi tiempo. Fui creciendo y cada puesta que veía implicaba un ejercicio de búsqueda en la historia. Entonces indagué en los lugares por donde pasó mucho antes de meterse en la montaña a vivir entre los campesinos. Encontré fotos de la época en que trabajaba en el Guiñol Nacional y me asombré de que entró a ese colectivo primero que Armando Morales y Xiomara Palacios. Supe que coincidió con Hilda Oates en el Conjunto Dramático Nacional por un breve espacio de tiempo. Después leí que integró el grupo La Rueda e intenté imaginarlo sobre el escenario del Teatro Mella junto a Luis Alberto García (padre), Carlos Ruiz de la Tejera, Noel García o José Antonio Rodríguez interpretando algún clásico de Shakespeare o cantando un danzón de Barbarito Diez en los camerinos. Vi la mítica fotografía de Los Doce, uno de los proyectos más experimentales y audaces del teatro cubano dirigido por Vicente Revuelta. Y allí también estaba Carlos Pérez Peña meciéndose con los ritmos teatrales más diversos.

Carlos Pérez Peña en Entremeses japoneses. Fotos: Tomadas de Internet

Los teatrólogos casi siempre tenemos nuestra dosis de envidia. Envidia de los que vieron las grandes obras, de los que bebieron de los grandes maestros. Yo hubiera querido conocer al Carlos Pérez Peña de Molinos de Viento, al de Voz en Martí. Pero me tocó el de los musicales de Mefisto Teatro y Tony Díaz. Me tocó ver a ese gran actor, Premio Nacional de Teatro, que se deja dirigir por jóvenes como Irene Borges o Sahily Moreda, iniciada en el arte de la dirección allá por el año 2012. Hace unos meses participé en un encuentro organizado por la Biblioteca Nacional en homenaje a Luis Alberto García (padre), y Carlos Pérez, quien estaba entre los panelistas, hizo una reflexión que me estremeció. Se preguntaba cómo se entendía el teatro en aquella época, cómo los actores de aquellos años vivían el teatro en plena intensidad. Luego de pasar unos segundos en silencio, dijo: “Yo no sé si valga la pena preguntarse si antes era mejor que ahora”. Lo dice un actor que no ha parado de trabajar ni un segundo, que ha transitado por muchas estéticas, directores, entrenamientos, procesos, épocas.     

“Se lanza sin miedo a nuevas formas y estéticas de la escena cubana contemporánea”.

Estoy segura de que algún teatrólogo del futuro sentirá envidia de la época que me tocó vivir, del Carlos Pérez Peña que me tocó ver en escena. El de El Archivo, el de Plácido, el de Chicago, interpretando al Señor Celofán, el personaje que mejor recordaba de cuando vio el musical en Broadway; el de El Talmud de Babilonia, el de Traslado; el que se acompaña de jóvenes actores, el que se lanza sin miedo a nuevas formas y estéticas de la escena cubana contemporánea. También tuve la suerte de ver Como caña al viento, en alguna ocasión especial en que hizo una función única. Desde ese día, cuando estoy contenta, canto: “Se va enredando, enredando como en el muro la hiedra, y va brotando, brotando como el musguito en la piedra”. Y nunca pienso en Violeta Parra, pienso en Carlos, en su frescura y su alegría, y es su voz la que acompaña mi contentura. 

Carlos Pérez Peña, Concha Ares y Maritza Abrahantes en la producción de La vitrina.

A pesar de que verlo en escena siempre es revelador, lo que más atesoro en mi memoria es haber compartido una etapa de mi vida con Carlos en un proceso de trabajo desde la primera lectura del texto hasta las funciones. En el año 2011 tuve la suerte inmensa de ser la asistente de dirección de la puesta Ensayo para siete, un texto del polaco Boguslaw Schaeffer, dirigido por Carlos Pérez Peña, quien se hacía acompañar en la escena de Roberto Gacio, Erick Morales y Malena Hernández. Esa experiencia es de las más hermosas que he tenido. Conocí a Carlos de cerca, vi cómo trataba a los actores con respeto, cómo construía las situaciones mediante las sugerencias de los propios actores, cómo sabía jugar con las limitaciones y las habilidades de sus compañeros en escena para sacarles siempre el mejor provecho. Fui testigo de cómo vive y piensa el teatro, de su gusto por el detalle, su afición por lo sutil. Lo vi cargando sillas, moviendo los elementos, dando notas y recibiendo sugerencias con la misma armonía. Supe de su vasta cultura, de todas las vueltas que le ha dado al mundo llevando el teatro a lugares insólitos. Me quedé pasmada al ver la facilidad con la que fija los textos y reafirma en cada ensayo que nunca se le va la letra.

“Pasa de largo ante lo feo, lo mustio, lo triste y se yergue como caña al viento”.

Recuerdo que, en aquella época, en la cocina de su casa en el Vedado, había un hueco en el piso que dejaba ver la cocina de la casa de abajo. Con una gallardía admirable, el Premio Nacional de Teatro rodeaba el cráter para servirme un café mientras me contaba alguna escena de Gene Kelly, Donald O’Connor o Russ Tamblyn. Así sigue siendo Carlos, aunque ya vive en otra casa: pasa de largo ante lo feo, lo mustio, lo triste y se yergue como caña al viento. Prefiere el recuerdo antes que la nostalgia, tal vez por eso no necesita comparar este tiempo de teatro con otro que ya pasó. Él carga toda la energía de esos teatros que lleva a cuestas. Recuerdo que antes de cada función repetía la misma rutina de entrenamiento: ejercicios de voz, posturas fuertes, parada de tres puntos y mucha concentración. Aunque Ensayo para siete era una comedia, él se preparaba con todo el rigor, como se preparan los actores de experiencias como la Candelaria, el Odín o Yuyachkani.  

Para volver al inicio de este texto, entre la memoria y los desvaríos de una teatróloga envidiosa, vuelvo a la sala Llauradó y a La excepción y la regla. A pesar de tratarse de una pieza didáctica, Carlos Pérez le imprime una fuerza real a su personaje. Consigue, a través de los matices y los contrastes, ser veraz en su maldad, pero también simpático en sus elucubraciones. Su Comerciante, aún desde una posición de poder, tiene una suerte de ingenuidad, una rara condición que hace pensar que es parte de un mecanismo que lo trasciende como clase. En su interpretación, brechtiana por naturaleza, siento una reflexión subyacente en torno a la historia. A pesar de que El Comerciante deprecia, maltrata y finalmente acaba con la vida del cargador, noto cierta indefensión en el personaje. Lo significativo es que este dato no está marcado en el texto de forma clara, sino que está dado sutilmente a través de los matices de la actuación. Es esa unas de las mayores virtudes de Carlos: no es solo un actor que piensa sobre la escena, sino que complejiza la lectura mediante su interpretación. Me atrevo a decir que no le interesa que el público interprete que el Comerciante es malo y por ello rechace y bloquee la maldad. Siento que nos quiere decir algo más allá que también forma parte del concepto de la puesta y del texto, pero que ha sido magistralmente captado por él. Su Comerciante es también una víctima de esa Regla que vuelve a unos malos y abusadores, y a otros buenos y abusados.

Sergio González, Carlos Pérez Peña y Pedro Rentería durante un ensayo de Teatro Escambray.

En los personajes que he visto defendidos por Carlos, siento que todos son un poco él. Todos parten de su verdad, de su centro, de su transparencia. He visto otros dos actores que también poseen esa cualidad especial: Alexis Díaz de Villegas y Mario Guerra. Dicen que Vicente Revuelta también tenía “eso”. Conservar esa verdad que involucra al cuerpo y la mente a los 85 años es un acto tremendo de grandeza.

Qué suerte la mía de haber coincidido en esta época con Carlos Pérez Peña, el hombre sencillo, culto y sincero que se asoma con recato detrás de las distinciones y los premios. Ese hombre inmenso que carga con tantos teatros en su piel y que, a pesar de los años, sigue meciéndose erguido y su amor por la escena sigue brotando como el musguito en la piedra.