Fue en febrero de 2014 y a pocos metros del mar, cuando conocí la poesía del mexicano José Emilio Pacheco. Sentados en el muro del malecón habanero, varios amigos esperábamos el amanecer con canciones, poemas y algunas cervezas, a pesar del frío que nuestro falso invierno estampa a esos meses de inicio de año. Se realizaba la Feria Internacional del Libro de La Habana, e Irina Henríquez, amiga poeta y realizadora audiovisual colombiana, nos leyó, sobrecogida, varios versos de La fábula del tiempo, antología de Pacheco publicada por Ediciones Era y que, desde su Cereté natal, la había acompañado, casi como un amuleto, a la cita cubana.

“Una de las voces más importantes e interesantes de la literatura hispanoamericana”.

Cada poema era como un relámpago, más brillante que los que se divisaban esa noche en el horizonte. Parecían escritos para nosotros, en aquel momento y ahora. Era como si Pacheco nos hablara de cosas que necesitábamos escuchar y decir, y que aún no sabíamos cómo. La historia y la contemporaneidad, la tradición y la modernidad, el ser humano y sus contradicciones… confluían en sus poemas. “Alta traición” se nos antojó tan nuestro como lo fue (lo es aún) para los mexicanos:

No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques, desiertos, fortalezas,
una ciudad deshecha, gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
—y tres o cuatro ríos.


El amanecer, como lo inevitable, llegó, y los versos de José Emilio Pacheco permanecieron más allá de las páginas de un libro que todavía me acompaña. “Este hombre tiene otra cosa en la voz”, me escribió Irina en la dedicatoria. Antes había leído Las batallas en el desierto, novela suya que, gracias a un profesor amigo, devoré en el preuniversitario, junto con las cuartetas de Nostradamus y El rojo y el negro, de Stendhal. Luego llegarían otros textos de Pacheco para reafirmarme que estaba frente a una de las voces más importantes e interesantes de la literatura hispanoamericana; un autor para el que la escritura era signo vital de existencia, fe de vida, y que, lamentablemente, conocíamos bastante poco en Cuba. Escasos textos suyos circulan en la Isla y son conservados con recelo por sus dueños (él, que le dedicó versos a las “islas a la deriva”, y que las sentía suyas “por derecho de amor”).

Pacheco visitó varias veces Cuba, respondiendo, sobre todo, a la invitación de Casa de las Américas, en cuya revista colaboró desde los años 60. Fue jurado del Premio Casa en 1966, junto a Gonzalo Rojas, Jorge Zalamea y Pablo Armando Fernández; edición que ganó Enrique Lihn con Poesía de paso. Ese año escribió “Declaración de Varadero (En el centenario de Rubén Darío)”. En 1981 acompañó a Fayad Jamís, Juan Gelman y Antonio Cisneros en el jurado que premió Imitación de la vida, de Luis Rogelio Nogueras. Una antología de su poesía, editada precisamente por Casa de las Américas en su colección La Honda, y seleccionada por él mismo, con el título de Fin de siglo y otros poemas, se publicó en Cuba en 1987, con prólogo de Roberto Fernández Retamar. Así se dio a conocer al lector cubano una interesante parte de la obra poética publicada por José Emilio Pacheco hasta ese momento (Retamar enfatiza que la poesía de Pacheco es exponente de una línea con raíces en Sor Juana Inés de la Cruz y que se extiende a Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Ernesto Cardenal y “algunos poetas cubanos de evolución posterior a 1959)”.

“Hoy su poesía regresa, con el título de En el último día del mundo, al encuentro con el lector cubano”. Imagen: Cortesía de Ediciones La Luz

Las batallas en el desierto se publicó en 1994, impreso en México, como parte del programa solidario Un libro para Cuba, en coordinación con la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, el Instituto Cubano del Libro, Ediciones Era y Ediciones Mar y Tierra. Pacheco asistió a la Feria Internacional del Libro de 1998, y en Casa dialogó sobre el V Centenario del Descubrimiento o “Invasión” de América, como prefirió llamarlo; escribió sobre el modernismo en la obra de José Martí y sobre la literatura de José Lezama Lima; dedicó Ciudad de la memoria, poemas escritos entre 1986 y 1989, a Fayad Jamís, y “Ave Fénix”, texto de El silencio de la luna, a la memoria de Eliseo Diego.

“Considerado una de las figuras trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX, Pacheco pertenece a la Generación del 50 en México”. Fotos: Internet

Hoy su poesía regresa, con el título de En el último día del mundo, al encuentro con el lector cubano, principalmente el más joven, gracias a Ediciones La Luz, a Luis Yuseff —que sabe, como José Emilio, que “la poesía tiene una sola realidad: el sufrimiento”—, y a un grupo de amigos que, desde varias partes del mundo, hicieron llegar los libros que trabajé para esta edición cubana de su lírica. Desde Ciudad de México, Zacatecas, Guantánamo, Santa Clara y Logroño llegaron los textos. En Barcelona, Carina Pons, en la prestigiosa Agencia Literaria Carmen Barcells S.A., realizó las gestiones necesarias para ceder los derechos a esta edición. Y desde el Middlebury Institute of International Studies at Monterrey, en California, Estados Unidos, George Henson hizo las conexiones con Elena Poniatowska, Premio Miguel de Cervantes (2013) y una de las autoras más admiradas de la lengua. Ella, gran amiga del autor de Las batallas en el desierto y El principio del placer, accedió gustosa a la petición de que su hermoso ensayo “José Emilio Pacheco y los jóvenes” sirviera de prólogo a esta antología de Ediciones La Luz. “Será un verdadero honor”, nos dijo Elena, cuando somos nosotros los agradecidos. Es, por tanto, como le gustaría a Pacheco, un libro de complicidades y afectos.  

Considerado una de las figuras trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX, Pacheco pertenece a la Generación del 50 en México, junto a autores como Carlos Monsiváis, Sergio Pitol y Vicente Leñero. Desde que publicó La sangre de Medusa, con solo 19 años, y su primer poemario Los elementos de la noche (1963), hasta La edad de las tinieblas (2009) y los “poemas-adivinanzas” de El espejo de los ecos (2012), su obra se destacó, además de la lírica, en la novela (Morirás lejos y Las batallas en el desierto), los cuentos cortos (El viento distante y El principio del placer), las traducciones (De profundis, de Oscar Wilde; Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot; Cómo es, de Samuel Beckett; Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams; Vidas imaginarias, de Marcel Schwob), los ensayos (“Jorge Luis Borges. Una invitación a su lectura” y “Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil”), los artículos periodísticos (como parte de un grupo que se fogueó en los talleres y las imprentas de revistas literarias), los guiones para teatro y cine (realizó con Arturo Ripstein el guion de su filme El castillo de la pureza, de 1972), la investigación, la docencia (fue Doctor Honoris Causa por la Universidad Autónoma de Nuevo León, la Autónoma de Campeche y la Nacional Autónoma de México), la divulgación cultural y la edición (elaboró La poesía mexicana del siglo XIX y Antología del modernismo, 1884-1921; y con Octavio Paz, la selección Poesía en movimiento, 1915-1966).

Fue en la poesía donde su obra alcanzó mayores cimas. Títulos como El reposo del fuego (1966), No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), Irás y no volverás (1973), Islas a la deriva (1976), Desde entonces (1980) y Los trabajos del mar (1983), reunidos en Tarde o Temprano (Poemas 1958-2009), lo reafirman como un autor mayor, que recibió los reconocimientos más importantes del idioma: el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes (1969) por No me preguntes cómo pasa el tiempo; el Xavier Villaurrutia en 1973; el Malcolm Lowry en 1991; el Nacional de Ciencias y Artes en el área de Lingüística y Literatura, en 1992; el José Asunción Silva en 1996, en Colombia; el Mazatlán de Literatura en 1999; el Iberoamericano de Letras José Donoso en 2001; el Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo en 2003; el de Poesía Iberoamericana Ramón López Velarde en 2003; el Internacional Alfonso Reyes en 2004; el Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda en 2004; el Internacional de Poesía Federico García Lorca; el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2009, y el Cervantes en 2010.

“Fue en la poesía donde su obra alcanzó mayores cimas”.

En la belleza y sinceridad de su poesía late una angustia que recorre —con aparente pesimismo— la mayor parte de su obra, aunque ya nos advirtió Elena Poniatowska que José Emilio “cree en la memoria, a la nostalgia la repudia”. Por un lado, encontramos una recurrente meditación sobre los grandes temas de la literatura: el amor, la vida, la muerte, el tiempo, el mundo, el hombre y la poesía misma, además de la globalización —presente en Las batallas en el desierto—, la discriminación y la ecología (Los trabajos del mar). Por otro lado, la reflexión sobre ellos se apoya en tópicos como el paso del tiempo, el cuestionamiento de la realidad, y otros.

Para Pacheco el sentido de un poema depende de la lectura de cada cual. No basta lo que el autor haya querido decir para comprender el texto, pues cada poema cobra significado cuando interactúa con un determinado lector, y este varía de un lector a otro. La reflexión de José Emilio sobre la escritura se expande a temas como el oficio de escritor y la misión de la poesía (metapoesía). La infancia, relacionada precisamente con el paso del tiempo, los recuerdos y la memoria, es otro de sus tópicos principales (En “Jardín de niños” Pacheco pasa de una reflexión sobre la infancia desde el nacimiento a una meditación simbólica sobre el destino del hombre), como lo es también la denuncia de la violencia y la opresión.

“La poesía de Pacheco es una mirada al mundo, a la condición humana y al tiempo”.

Con un lenguaje sencillo, preciso y cercano al lector, el poeta mexicano proyecta una aparente simplicidad que hace que sus versos sean próximos a todos los lectores. La poesía de Pacheco es una mirada al mundo, a la condición humana y al tiempo; una poesía que transpira amor y devoción por la literatura, por la creación y por la historia, esa a la que tanto le debe su obra y que nos ha hecho ser tal como somos.

El tiempo recorre, como obsesión, la obra de Pacheco. Su paso, su fugacidad, el tempus fugit, su fuerza destructora… “El tiempo, gran escultor”, escribió Marguerite Yourcenar. “El tiempo es el agente de la destrucción universal y la historia es un paisaje en ruinas”, dijo Octavio Paz. Sus poemas van “desde el principio del tiempo” hasta “el último día del mundo”, como en un abrir y cerrar de ojos en la gran ciudad. Y ese día, sin pedir perdón o indulgencia por la osadía, aunque fracasemos en ello, seguiremos junto a José Emilio Pacheco intentando lo imposible.