“Por fin trajo el verde mayo / correhuelas y albahacas”,[1] y trajo un segundo domingo para que la palabra madre desempaque todos sus roles protagónicos, pospuestos durante el año en aras de concretar para nosotros las pequeñísimas glorias de la honrada cotidianeidad.

Pocos lo dijeron como César Vallejo en su poema XXIII de Trilce: “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos / pura yema infantil. Innumerable, madre. / (…) / En la sala de arriba nos repartías / de mañana, de tarde, de dual estiba, / aquellas ricas hostias de tiempo…”.[2] La madre como artesana del puchero y la repostería, dos de las utilidades más socorridas y entrañables con que nuestra nostalgia la llama. La que lava, plancha, limpia, nos atiende y nos consuela ha acaparado la mayor parte de los mimos poéticos. Pero la madre es mucho más que esas ternuras, pues como bien se ha dicho, “la frase ‘madre trabajadora’ es una redundancia”.

“Las madres casi siempre son madre, padre, hermana y Dios a la vez”.

En primer lugar, la madre es portadora de todas las solidaridades posibles: en las buenas y en las malas, siempre situándonos de frente a la ruta fructífera y correcta. Concordemos con León Tolstoi: “La madre es ese ser que ama a su hijo tal como es, aunque no sea como ella quisiera”. La madre sufre con lo que sufrimos, trabaja con nosotros en la fundación de esperanzas y empeños; nos cuida la retaguardia y la vanguardia; vigila nuestras noches para que reparemos, con el sueño, todos los desasosiegos y fracturas.

La madre no es solo la que, en nuestra niñez, nos llevaba el café y un “buenos días” a la cama, sino también la que se empeñaba en que hubiera café, pan y buenos días; es además la que, con su visión copernicana, atisbaba el universo y desbrozaba todos los errores acechantes. La madre, siempre que pudo, perpetuó esa costumbre, porque el suyo es un oficio crónico, en sintonía con esta sentencia atribuida al Nuncio de Magliano: “Cuando se produce un nacimiento, no solo nace una nueva vida (…). Nace una Madre y sigue siendo Madre para toda la vida”.

El más incondicional de los amores es, sin dudas, el de la madre. Los padres también, muchas veces, tratamos de actuar como madres, y hasta como hermanos de nuestros hijos; pero las madres casi siempre son madre, padre, hermana y Dios a la vez. La madre por lo general puede con todo, de ahí que me guste tanto esta otra cita, de la escritora norteamericana Bárbara Kingsolver: “La fuerza de una madre es más grande que las leyes de la naturaleza”.

“La madre sufre con lo que sufrimos, trabaja con nosotros en la fundación de esperanzas y empeños; nos cuida la retaguardia y la vanguardia; vigila nuestras noches para que reparemos, con el sueño, todos los desasosiegos y fracturas”.

Mirándolo desde mi perspectiva de hijo, no sé si le retribuí a mi madre todo lo que ella merecía. Vivo con el permanente susto de que pude entregar mucho más. Pero también sé que, en buena medida, lo positivo que he podido hacer lleva grabado en el espíritu el sello de su bondad. Cada verso, cada acción altruista, cada perdón y cada batalla fueron (y son) labrados y librados en busca de incorporarle esa luz al mundo.

Desde 1998 mi madre no me acompaña físicamente. La despedí y sigo a su lado, a su vera, con la cabeza recostada en su regazo. En 1999, poco después de su muerte, como su hálito me seguía llegando desde el discurso cósmico, le dediqué la siguiente décima, titulada “La neblina”:

Como la noche se inclina

soluble, sobre las cosas,

un traje para las rosas

tal vez sea la neblina.

Pero si en cualquier esquina

tú, con el alma empapada,

contagias la madrugada

con esa luz que gotea,

tal vez la neblina sea

solo lluvia hipnotizada.

Hoy, puesto ante el duro oficio de ser padre y abuelo a distancia (mis hijos, nieto y yo vivimos en distintos países) quisiera ser madre de mí mismo para autoconsolarme por las ausencias. Me prendo una rosa roja en el ojal para celebrar lo que de mi madre sigue viviendo en mí y exportárselo a mis hijos. Quisiera también, desde el aroma de esa flor, poner al servicio de ellos todos los paisajes deslumbrantes que mis ojos ya degustaron, todas las palabras que les sean útiles para inventarse un corazón, todo el dulzor de las frutas, la frescura de las aguas, esa paz que solo con pronunciar la palabra madre aquieta las penumbras de la época.


Notas:

[1] Miguel Hernández: “Romancillo de mayo”, Obra poética completa,Alianza Editorial, Madrid, 2017 [en línea, disponible en https://poemas.uned.es/poema/romancillo-de-mayo-miguel-hernandez/, fecha de consulta, 11 de mayo de 2023].

[2] César Vallejo: “XIII”, Poesía completa,Editorial Arte y Literatura, coedición con Casa de las Américas, Edición crítica y estudio introductorio de Raúl Hernández Novás, La Habana, 1988, p. 133.

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