Con pimienta, aptas para menores

Ricardo Riverón Rojas
5/11/2019

En varias entregas anteriores he celebrado la capacidad de los decimistas populares para eludir aludiendo, sobre todo al abordar uno de los tópicos con más posibilidades polisémicas en la poesía popular: el sexo.

Dados a los retos que imponen los pies forzados, entre ellos las décimas de calcetín, que se improvisan sobre la base de cuatro pies forzados y se pueden leer al derecho y al revés, estos artistas que hoy elogio nos regalan algunos de los ejercicios de ingenio más sobresalientes en el arte de la creación poética.

Sobre esta variante del repentismo, abundo un poco: en su Teoría de la improvisación Alexis Díaz Pimienta analiza profusamente la práctica de la décima de calcetín, a la que no le atribuye más valores que a una improvisada sencillamente sobre la base de un único pie forzado. Con numerosos ejemplos deja constancia de que el éxito de esta modalidad en los espectáculos de improvisación poética se da, más que en la perfección —dadas las modificaciones que muchas veces introducen los poetas al voltear la décima— en el espejismo con que el reto cautiva al receptor.[1]

Alexis Díaz Pimienta. Foto: Cubadebate
 

No discrepo de Alexis, pero creo haber sido testigo de un caso emblemático de improvisación de décimas de este corte. Data de mis años de niño guajiro, a inicios de los años sesenta. La escuché en una controversia efectuada en un pueblito llamado La Luz, cercano al Central Carmita. El poeta que la compuso (usaba como seudónimo El Tomeguín de Corona) no alcanzó la fama, pero la que engarzó aquel día se me prendió en la memoria por una de esas extrañas jugarretas que la mente nos depara. El tema era la gula de Petra (que no estaba presente).[2] Marcaré en cursivas cada verso que fuera pie forzado y reclamo del lector, además del ejercicio de leerla también de abajo hacia arriba, prestar atención a una discreta alusión erótica, que en el sentido inverso se acentúa:

Le chupó la chambelona

a Juan, moviendo la lengua;

como su hambre no mengua

Petra come, y no perdona;

de fricasé de lechona

despachó un cubo repleto;

se comió hasta el esqueleto

de un guanajo que matamos,

y cuando nos descuidamos

se le tiró a un perro prieto.

Lo eufemístico y lo alusivo constituyen, como se conoce, recursos para burlar el mal decir, los tabúes, lo grosero o sicalíptico, y también algunas puyas políticas o burlescas algo conflictivas. No es una práctica nueva, y tiene mucho que ver con nuestra identidad, desde los tiempos de la colonia.

El quehacer poético estructurado con estos escamoteos, bien se trate de improvisación o escritura, da origen a una sinonimia infinita que, en el caso de las semejanzas eróticas, se sustenta en una proximidad morfológica de inagotables variantes. Lo relacionado con lo fálico o vaginal —en otras ocasiones lo he señalado— [3] tiene representaciones en cualquier objeto, vianda, fruta, dulce, ademán… La cabilla, la mandarria, el mandao, la yuca, el hierro, la papaya, la panocha, la chancleta, el pastel, el pepino, el pirulí… cobran cualidades anatómicas. De la misma manera, lo referido a la cópula se sustituye por numerosos verbos, entre los cuales sobresalen “meter”, “mandar”, “templar”, “pisar”, o por acciones intraducibles como “el fuiki-fuiki”, “el quimbe” o “el pirabo”.

Los poetas Luis Paz (Papillo) y Tomasita Quiala. Foto: Radio Cadena Habana
 

La reciente aparición del volumen Decimerón, compilado por Yamil Díaz Gómez, por primera vez dio la nota editorial de esos temas con la asunción descarnada de lo que llamamos palabrotas. La popularidad del libro, más allá de algunas reacciones puristas de rechazo, certifica una madurez cultural en nuestro pueblo que hace posible que un proyecto como este se convierta en hecho público, e incluso, tras obtener el llamado Premio del Lector, se reedite de inmediato.

No obstante, también en ese desacralizador recorrido, el antólogo rindió tributo al método del “no decir”. Veamos si no este ejemplo:

En una fiesta en el Congo

conocí a una negra conga

que se mandaba una tonga

de gusto en el borondongo.

Enseguida le propongo

salir a bailar pachanga;

le enseñé la burundanga;

empezó a bailar la rumba;

¡y al poco rato Lumumba

estaba entrando en Katanga![4]

¡Cuánta polisemia y picardía! ¡Cuántos sobrentendidos!: “borondongo”, “burundanga”, “Lumumba” y “Katanga” no son lo que son, pues en alas de la malicia concretan un encuentro sexual de gracioso pintoresquismo. Incluso los dos últimos términos adquieren otra connotación, con origen en la Historia si recordamos que Katanga fue la provincia donde se generó la secesión que dio al traste con el gobierno y la vida del prócer Patricio Lumumba, quien nunca pudo entrar a ese territorio. No hay una sola mala palabra, todo son insinuaciones, subtextos, realidades paralelas.

Sorprende que esas joyas del ingenio sean producto de la imaginación popular. El costumbrismo hace lo suyo, sobre todo en las composiciones cuyo escenario es el campo, aunque en los últimos tiempos se hayan desplazado hacia las periferias citadinas y, cada vez más, hasta los centros urbanos.

En aquellos ámbitos rurales, la zoofilia jugaba también su papel, sobre todo para la iniciación sexual de los adolescentes. No es raro entonces que a una joven de admirables proporciones la piropearan con joyas como: “Quién te pusiera la herradura, potranca, para sentir tu patada”. Lo grueso del chascarrillo desentona un tanto con la fineza de los poetas que vengo elogiando, expertos en sortear lo chocante. Un buen ejemplo de esto último podemos hallarlo en la antología de la décima humorística cubana Yo he visto un cangrejo arando:

“La mula del poeta”

En estos tiempos de agua

que se han presentado aquí,

quien tenga una mula así

no tiene que coger guagua.

Con un poco de faragua

ya está el asunto arreglado,

y en este sitio intrincado

ni un intelectual calcula

lo que resuelve una mula

a un poeta divorciado.[5]

Un ejemplo que ilustra también cuánto se han trasladado a las ciudades los códigos rurales lo presencié en la ciudad donde vivo, donde una persona pregonaba en la feria agropecuaria, insistentemente y a viva voz: “¡Vaya, yerba pal caballo!”. Su oferta, por supuesto, no era yerba sino Viagra. Como en Santa Clara vivimos aún, del período especial a esta fecha, la era del carretón, el hombre tenía su coartada para salir del paso si acaso algún policía o inspector lo interceptaba: los vendedores de yerba realmente existen, y reportan utilidad social.

No son los nuestros los coches de Bayamo, Cárdenas o La Habana Vieja: son los bastos carretones que, mal o bien, han paliado las carencias del transporte urbano y que, en los momentos actuales de restricciones que nos impone el bloqueo, reviven su agosto. Ante el duro trato que los carretoneros les dan a sus bestias, con azotes y gritos, un amigo humorista me pasó una definición de “carretón”, tan ingeniosa que la reproduzco: “vehículo de tracción y conducción animal, incluso seminteligente siempre que demos por descontado al conductor”. Buenas décimas se han escrito también sobre el asunto, pero de momento me abstengo de ejemplificar.

El ingenio popular, bien sea en verso o en prosa, siempre nos sorprende y nos da lecciones. La galería de décimas que incluyo más adelante ilustra las ideas que expresé sobre esa elegante técnica de sustituir una palabra por los más inesperados sinónimos en pos de una lectura cómplice, llena de dobles sentidos.

Los poetas Justo Vega y Adolfo Alfonso. Foto: Canal Caribe
 

Galería de Décimas[6]

“La máquina de coser”

1

Fui a visitar a una isleña,

muy vieja y amiga mía,

a una casa que tenía

de tablas, pero hecha leña.

La sala era muy pequeña,

solo un cuarto desahogado

y un catre desbaratado,

propiedad de su marido

antes de haber fallecido

por un gripe mal cuidado

2

La vieja tuvo renombre;

yo desde joven sabía

que era modista y hacía

ropa de mujer y hombre.

Y me dijo: “no se asombre

que hoy quiero un favor, pepillo”;

pero no era tan sencillo:

era empujar y meter

la máquina de coser

al cuarto, por un pasillo.

3

El pasillo estaba estrecho,

oscuro; no se veía:

era largo; y ya tenía

que darle al asunto el pecho.

Yo me puse más derecho

que una vela en realidad;

me dijo: “ten voluntad,

empuja con decisión”,

y en el primer empujón

la metí hasta la mitad.

4

Singer y sin engrasar;

era de hierro una bola;

está claro que ella sola

no la podía empujar.

Meterla en aquel lugar

era un sacrificio hondo,

pero otra vez correspondo

con fuerza y con decisión

y en el segundo empujón

casi la meto hasta el fondo.

5

Yo por irme estaba loco,

pero ella no renunciaba

al pedazo que faltaba

aunque ya faltaba poco.

Nuevamente me coloco

al lado de la gaveta;

ella me dijo: “la meta

es meterla en el rincón”,

y en el tercer empujón

sí se la metí completa.

6

Bueno, acabé sin resuello

y agotado de empujar;

no me quisiera acordar

ni un momento más de aquello.

Casi que fue un atropello

tanto empujar y meter,

pero ustedes van a ver

que en esta vida compleja

yo no le empujo a otra vieja

la máquina de coser.

Héctor Peláez, Camagüey.

“La carnicería”

1

Llegué a la carnicería

y el atento carnicero

iba a atender con esmero

la inquieta marchantería.

Entre tanta algarabía

trabajaba, no sé cómo,

y al fin dijo con aplomo:

“los huevos no pueden ser;

hoy solo vengo a vender

lengua, rabo, y sobre lomo”.

2

”De ayer me quedó costilla;

también me queda un chorizo

que la fábrica lo hizo

que parece una morcilla”.

Dos viejas y una pepilla

quisieron comprar primero;

la más vieja al carnicero

pidió: “no te pongas bravo

a mí me das lengua y rabo

que yo costilla no quiero”.

3

Ahora viene lo mejor:

una joven fuerte y quieta

puso dinero y libreta

encima del mostrador.

“Carnicero, por favor,

la cosa debe ser justa

así nadie se disgusta;

yo no te hago compromiso,

pero enséñame el chorizo

primero, a ver si me gusta”.

4

El carnicero sacó

al chorizo del lugar

donde lo suelen guardar

Y entero se lo enseñó.

Ella lo vio, lo tocó

y, cerrando el compromiso,

le dijo: “es mío el chorizo”;

se vistió muy elegante,

pero de ahí en adelante

sí yo no sé lo que hizo.

5

Lo que yo sé es que en la cola

fue tremenda la protesta

por una vieja indispuesta

que de humo era una bola.

“No te diste cuenta, Lola,

que esto aquí es un despilfarro;

ni que uno fuera un cacharro;

igual que siempre lo hizo

ese hombre le da el chorizo

a la que está mejor carro”.

6

“Cállate, por Dios, Tomasa,

que tú, cuando joven fuiste,

los chorizos que cogiste

no caben en esta casa.

Y ahora que el tiempo se pasa

sin que nadie lo detenga

cuando ese infeliz no tenga

ni chorizo ni costilla:

tíratele a la morcilla

que hay que coger lo que venga”.

Neno Fernández, Camagüey.

“El pollo de Dulce María”

1

Hay poco Dulce María

veinte pesos me pidió

a la vez que me mostró

un pollito que tenía.

Y aunque el pollo todavía

no estaba en su desarrollo

ella me dijo: “Don Goyo,

yo, para el mes venidero

le devuelvo su dinero

o le pago con el pollo”.

2

Pasaba el tiempo, pasaba,

y yo al ver que no venía,

visité a Dulce María

para ver si me pagaba.

Por cierto, al llegar, estaba

bañándose en un arroyo,

y al verme dijo: “Don Goyo,

no he podido resolver,

así que voy a tener

que pagarle con el pollo”.

3

Añadió “está bien plumado,

tiene una bonita cresta,

y yo como sé que apesta

lo mantengo perfumado.

Muchas veces lo he bañado

aquí en este mismo arroyo,

y aunque me buscara un rollo

tremendo con mi marido,

ya lo tengo decidido:

le pagaré con el pollo”.

4

De allí fuimos a su hogar

y cuando me lo mostró

asombrado dije: “¡Ñoooo,

qué bello está el ejemplar!”

“Pues no hay nada más que hablar;

el pollo es suyo, Don Goyo,

y aunque caiga en un atollo

para complacer su asedio,

no me queda más remedio

que pagarle con el pollo”.

Vicente Martín, Villa Clara.

 

Notas:
 
[1]Ver: Alexis Díaz Pimienta: Teoría de la improvisación, Scripta Manent Ediciones, Almería, 2014, pp. 660-886.
[2] La exigencia de un tema pudo contribuir a la perfección de la estrofa en uno y otro sentido pues, según el riguroso texto de Alexis, los improvisadores por lo general piden que los cuatro pies forzados sean “mientras más inconexos, mejor”, de ahí las imperfecciones que advierte en décimas de calcetín en poetas de tan probada eficacia como Luis Paz (Papillo) y Tomasita Quiala.
[3] Ricardo Riverón Rojas: “De yuca y papaya: erotismo ingenuo en la décima popular cubana”, publicado en Cubaliteraria, 25 de mayo de 2009, disponible en: http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=8091&idcolumna=37&skin=1, [fecha de consulta, 3 de noviembre de 2019], y en El verso para más, Editorial Capiro, Santa Clara, 2016, ISBN:978-959-265-367-2, pp. 84-96.
[4]Yamil Díaz Gómez: Decimerón, Editorial Sed de Belleza, Santa Clara, 2018 (segunda edición) ISBN: 978-959-229-253-6, p. 196. Se consigna que se trata de una composición anónima que el compilador obtuvo del estudioso Alberto Vega Falcón.
[5]Porfirio Valdés Álvarez: “La mula del poeta”, en Yo he visto un cangrejo arando, (compilación y prólogo de René Batista Moreno), Editorial Capiro, Santa Clara, 2004, ISBN 959-265-063-2, p. 134.
[6] Todas las décimas de esta galería las aportó el poeta y laudista Alberto Arteaga.
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