Contrapeso

Omar Valiño
2/5/2019

En medio de un mundo cuyas cotas civilizatorias parecieran agotadas, e individuos y colectividades marchan enceguecidos tras las falsas luces intermitentes sembradas en el imaginario social por la maquinaria del capital, se abre paso la noticia de la entrega del Premio Princesa de Asturias de las Artes al gran director teatral británico Peter Brook.

Peter Brook.Foto: Prensa Latina
 

Contrario deslizamiento de la balanza en lo simbólico, pero equilibrio al fin. Brook no necesita ningún premio, pero satisface el reconocimiento por el ápice de justicia que queda ante lo “invisible”, ante lo “pequeño”. El importante galardón lo visibiliza, lo pone frente a muchos que no lo conocían y podrán interesarse en él. En realidad, el premio es Él. Su productiva existencia, excepcional en el cultivo del arte del teatro. Aunque también hizo cine, en ocasiones partiendo de sus producciones teatrales, su reino ha sido la escena. Cercano ya a los 95 años, sigue en pie cultivándola.

Como algún reporte ha señalado a propósito del premio, su viaje ha sido hacia lo duradero ante la paradoja efímera del teatro. Su libro clásico El espacio vacío recoge, con perenne actualidad, el enorme potencial del teatro desde la “nada”, desde la proyección de los recursos expresivos del actor en un diálogo real con el espectador. Con sencillez inigualable, en esas pocas páginas yacen más de cuatro grandes verdades sobre la práctica del teatro, la base de su saber y de su experiencia pedagógica.

Por eso citamos a Brook como si hubiéramos participado de una clase suya, como si lo hubiéramos conocido en persona, privilegio que nunca pude tener. Aunque sí vi un espectáculo suyo en un frío Bouffes du Nord, su desvencijado refugio en París que nunca quiso devolver al glamour de las exultantes salas de la capital francesa, donde ha desarrollado parte fundamental de su obra, como en otras siete esquinas del planeta. Cuentan que de la mano de Jack Lang, gran ministro de Cultura de Francia, escogió aquel viejo cascarón, más bien en las márgenes de la ciudad y tiempo atrás devorado por el fuego. Y cuando le propusieron restaurarlo, exclamó que lo quería tal cual, con esas marcas de ceniza en la pared del fondo, seguramente como realidad de un tiempo vivido, transcurrido.

La misma marca a la que nos podemos asomar, escudriñando las interioridades de su creación en proceso, gracias al memorable documental de su hijo Simon Brook, proyectado hace algunos años aquí durante un Festival de Teatro de La Habana. El funambulista registra toda la maestría de Brook a partir del sencillo ejercicio para actores de atravesar una cuerda floja irreal, solo trazada en una alfombra sobre el escenario de trabajo. Desde ese simple punto de partida se revela toda su sabiduría, que pasa por el esfuerzo individual, el estímulo colectivo, la ética de trabajo y comportamiento del teatro, el valor del arte. Al final, sacamos en cuenta que ese empuje de Sísifo, una y otra vez, para alcanzar un punto desde otro es metáfora de vida. Ese es el poderoso alumbramiento de Brook desde el teatro.

Qué contrapeso ante el desfile de saturadas imágenes de tanto videoclip, no importa el género musical que relate, como lenguaje dominante de la actualidad. La vida allí son autos, cuando no helicópteros y aviones, mujeres, alcoholes, oro y dinero. ¡Vivir la vida! El mortífero cigarrillo ya no basta, viene la droga, el sexo individual tampoco, ahora debe ser en grupo, el alcohol en ríos y el dinero el símbolo máximo de todo poderío.Como en el viaje ciego del protagonista de No es país para viejos, de los hermanos Coen, nadie cejará hasta atrapar el objetivo, el money. “Lo que mata no es la bala, mata la velocidad”, propone en justa balanza Pedro Luis Ferrer.

Las decisiones y la retórica de cabeza anaranjada sacan del closet las peores ideas de la humanidad contra sí. Parte del mundo se entrega desaforadamente a extremos, incluida la violencia más irracional, amparada, sin embargo, en toda clase de injusticias históricas y actuales que se posponen en función de combatir las consecuencias.

La centralidad humana, el respeto e integración de varias culturas, el trabajo con personas de todas partes del planeta, la inmensa valoración del papel del receptor, el intercambio y la capacidad de la metáfora desde lo esencial, destacan en el legado humanista de la premiada obra y trayectoria de Peter Brook, un “pequeño” mentís al estado del mundo.