No diré, con Neruda, «yo estoy aquí para contar la historia», pero hay momentos de este recorrido a los que debo acudir para caracterizar el vínculo que durante estas décadas he/hemos sostenido con La Gaceta de Cuba.

Para los últimos treintaiséis años hay un punto cero: la tarde en que Lisandro Otero se reunió, en la casa de Reina María Rodríguez, con un grupo de los que entonces éramos jóvenes escritores y pertenecíamos a la Uneac. Quien era, por esas fechas, presidente del Comité Organizador del IV Congreso de la organización iba a escuchar nuestras sugerencias y, sobre todo, nuestras inconformidades (que eran muchas). Casi como compensación nos llevaba un regalo: que hiciéramos nuestra lo que se llamaba La Nueva Gaceta, desviada hacia la frivolidad. De inmediato decidimos devolverle su nombre original, y Lisandro, con Carlos Martí (secretario ejecutivo) definió un Consejo de Dirección integrado por Miguel Mejides, Reina María, Senel Paz, Francisco López Sacha y León de la Hoz, quien, al cumplir con las funciones de jefe de redacción, era el que realizaba en la práctica el trabajo cotidiano. Se añadió, además, un extenso consejo editorial al cual pertenecí en los primeros momentos.

Hay textos que marcan el perfil, el destino de una publicación periódica, y en los números iniciales preparados por este nuevo equipo hay, al menos, dos señales de su nuevo rumbo. La primera, en el 2 de 1988, es el recuento de los debates en que participamos un nutrido grupo de escritores, mayoritariamente jóvenes, durante varios sábados: «Una nueva generación irrumpe y pide la palabra» es el título del artículo. Presumo, sin pruebas que ofrecer, que fue preparado por Reynaldo González a partir de lo dicho, en ocasiones leído, por quienes nos preocupábamos, ante todo, por las siempre escabrosas relaciones entre la creación literaria y el ejercicio del poder.

“Hay textos que marcan el perfil, el destino de una publicación periódica, y en los números iniciales preparados por este nuevo equipo hay, al menos, dos señales de su nuevo rumbo”.

Poco después, las páginas de La Gaceta acogieron una síntesis de lo que fue llamado «el informe Fornet». Lisandro había pedido a Ambrosio que se encargara de revisar los desmanes cometidos en Ediciones Unión y que reencauzara la editorial. Ambrosio, quien, como he escrito antes, acostumbraba a ir a la raíz, además de revisar los títulos publicados en los cinco años anteriores y el enorme, y singular, «colchón editorial» que se heredaba, escribió un informe devastador. «No se requieren dotes adivinatorias para hallar el hilo de comunicación entre el estado en que el actual Consejo Editorial halla su terreno y los fenómenos de relajamiento denunciados en el actual proceso de rectificación de errores en que se encuentra inmerso todo nuestro país, desde la economía hasta los servicios». Es un contexto que explica también el tono y el fervor de los debates sabatinos.

Se inicia en estos textos una línea editorial continuada luego por quienes heredamos La Gaceta, y que es uno de los pilotes de nuestro compromiso con la publicación: la necesidad de sostener una mirada reflexiva sobre el acontecer contemporáneo del arte y la literatura cubanos, y a la vez, intentar descubrir lo nuevo, aquellos rasgos que van anticipando lo que está en formación, gestándose, y que distinguirá las obras del futuro inmediato.

“Norberto y yo, desde el segundo lustro de los 90, intentamos aliviar los efectos de nuestro inevitable envejecimiento
rodeándonos de jóvenes diseñadores y editores”. Foto: Tomada del sitio de la Uneac

Es una línea que fue reforzada en el número 1 del 96, cuando creamos la sección Crítica, en cuyo diseño nos acompañó la sabiduría de Graziella Pogolotti, y también con las convocatorias a nuestros premios, en especial los más sostenidos de poesía y cuento, con sus correspondientes becas de creación para menores de treintaicinco años. Norberto y yo, desde el segundo lustro de los 90, intentamos aliviar los efectos de nuestro inevitable envejecimiento rodeándonos de jóvenes diseñadores y editores. Que la mayoría de ellos resida fuera de Cuba es otro signo de los tiempos que corren.

Dos materiales aparecidos en el número de septiembre-octubre de 1992 inauguran otra de nuestras líneas editoriales. Allí está «Tiene la palabra el camarada Ambrosio», con la que celebramos los sesenta años de quien consideramos uno de nuestros maestros. Provocado por su entrevistador Leonardo Padura (jefe de redacción de La Gaceta), Fornet hace un recuento de algunos de los escritores imprescindibles que, una vez instalados fuera del territorio nacional, fueron excluidos del canon de la literatura cubana. «Es el triunfo de la inercia, de la rutina», medita al final de la respuesta. «No sé cómo ni cuándo eso empezó a parecernos natural, supongo que el modelo ya vino armado de la Unión Soviética y aquí nadie lo puso a prueba nunca». Y a seguidas, da las claves que nos guiaron para publicar, preparados por él, una serie de dosieres que dieron a conocer en Cuba narradores, poetas y ensayistas que se formaron como escritores en otros países, principalmente en los Estados Unidos: «Lo cierto es que el Aleph de la literatura cubana está aquí; es aquí —en el espacio de la isla— donde confluyen el deseo de todos los vivos y la memoria de todos los muertos».

En las páginas que siguen a esta entrevista aparece «Asumir la totalidad del teatro cubano», donde Rine Leal toma como pretexto la antología Teatro cubano contemporáneo, publicada en Madrid, para dar la misma idea: «Por encima de valoraciones críticas, de la justeza o no de la selección […] está el hecho medular de concebir nuestro teatro como una totalidad que se expresa dentro y fuera de Cuba».

“(…) quisiera tener en prensa un número en que otros jóvenes, distintos en carácter y en expectativas, tuvieran oportunidad y, sobre todo, necesidad de pedir la palabra, y de tomar en sus manos La Gaceta de Cuba”.

Algunos de estos hitos ocurrieron antes de mi ingreso oficial en la revista, hace ya veintisiete años, pero todos son coherentes con mi cosmovisión, con lo que, en este u otros espacios, he hecho en favor de la cultura, de manera que me apropié de esos principios, los prolongué o profundicé, en la medida de mis posibilidades. Estar en La Gaceta no ha sido nunca un trabajo de pan ganar, sino una vía para realizarme como intelectual: como un intelectual cubano (diría Ambrosio) que no había cumplido cuatro años en 1959, que con trece leyó el Diario del Che en Bolivia y con quince escuchó por radio debates y discursos del I Congreso de Educación y Cultura; que en 1972 comenzó a visitar sábado tras sábado estos espacios de la Uneac, acompañado por otros jóvenes a quienes lo une una amistad inquebrantable; que leyó, esperanzado, el discurso de Armando Hart ante el II Congreso de la organización; que frecuentó la biblioteca iluminada por la presencia de Pepe Rodríguez Feo, y con él, con Gustavo Eguren, Antón Arrufat, Pedro de Oraá, Luis Agüero, Rine Leal, entre otros, compartió los magros almuerzos del período especial; que tuvo voz y voto en los arduos debates que antecedieron el IV Congreso; que aprendió con Ambrosio y, sobre todo, con Roberto Fernández Retamar el arte de hacer revistas culturales. El mismo que hoy quisiera tener en prensa un número en que otros jóvenes, distintos en carácter y en expectativas, tuvieran oportunidad y, sobre todo, necesidad de pedir la palabra, y de tomar en sus manos La Gaceta de Cuba.