Cuba y Gran Bretaña en la historia del ballet

Miguel Cabrera
27/3/2019

El ballet tiene un sitio especial en la historia del arte, porque en su realización confluyen, junto a la danza, la música, la dramaturgia, las artes plásticas y, en los tiempos contemporáneos, habría que sumarle los aportes de la cinematografía y de las tecnologías de la imagen. En su rico devenir, ha llegado hasta nuestros días como resultado de un hermoso cosmopolitismo. Aun con la universal técnica académica han podido surgir estilos y escuelas que han definido idiosincrasias y rasgos peculiares de sus cultores a nivel mundial.

Alicia en Gran Bretaña, en el aniversario 70 del célebre crítico Arnold Haskell, junto a las británicas
Ninette de Valois, Alicia Markova y Nadia Nerina, la rusa Galina Ulanova y la francesa Ivette Chauvilier.
Fotos: Cortesía del autor

 

EL 15 de octubre de 1581, fecha en que, en el Hotel Petit Bourbón, en el Palacio de El Louvre, de París, se realizó el estreno de El Ballet Cómico de la Reina, espectáculo que la historia consigna como el nacimiento de ese género artístico aunque sus raíces datan de mucho tiempo atrás, en los bailes populares italianos, especialmente aquellos con gran énfasis en las pantomimas, que fueron llamados ballis y que, durante el Renacimiento, los maestros de danza, surgidos en ese período, llevaron a las cortes de Florencia y otras ciudades estados de Italia, ya con el nombre de ballettos. Estos fueron adaptados a los requerimientos de los salones cortesanos y de los nobles que habrían de interpretarlos. Fue ese balletto, que reunía ya danza, música y texto, con un carácter unitario, el que llevó a Francia la florentina Catalina de Médicis, reina de ese país tras su matrimonio con Enrique II, y que allí tomaría el nombre de ballet. El coreógrafo del espectáculo fue el italiano Baldasaro di Belgioioso, quien pasó a la historia con el nombre afrancesado de Balthazar de Beaujoyeux, con quien colaboraron el escritor La Chesnay, autor del libreto, los músicos Lambert de Beaulieu y Jacques Salmon, y el diseñador Jacques de Patin.

Iniciaba así ese arte un cosmopolitismo que habría de acompañarlo hasta nuestros días y que ha contribuido, paradójicamente, a definir singularidades nacionales, luego definidas como escuelas. Con los aportes de la escuela italiana surgiría la francesa, luego de que el Rey Luis XIV, mediante Carta Real, oficializara la creación de la Academia Real de la Danza en 1661, llamada Ópera de París a partir de 1713. El italiano Vincenzo Galeotti y el francés Antoine Bournonville serían a su vez los precursores de la escuela danesa, consolidada en la segunda mitad del siglo XIX por el bailarín, coreógrafo y maestro danés, Augusto Bournonville. Desde 1734, bajo el liderazgo del francés Jean Baptiste Landé, del italiano Filippo Beccari y el sueco Christian Johansson, alumno de Bournonville, se sentarían en San Petersburgo y Moscú las bases de la escuela rusa, con su clímax en el extraordinario quehacer del marsellés Marius Petipá, quien rigió sus destinos desde 1869 hasta 1903, dejando no solo una nueva impronta nacional dentro de la técnica académica del ballet, la de la escuela rusa, sino también un estilo intemporal e internacional, que es el clasicismo.

Al arribar al siglo XX, el ballet académico mostraba un rostro peculiar en esas cuatro escuelas mencionadas, hasta que en la Gran Bretaña habría de aparecer una nueva impronta, la de la escuela inglesa, que sería el fruto de los aportes que durante casi tres siglos dieron bailarines, coreógrafos y maestros de las precedentes. Esa novel escuela, como las anteriores, no fue el simple resultado de una suma mecánica de aportes foráneos, sino una asimilación consciente de basamentos técnicos y estéticos para darle un perfil definitorio de la idiosincrasia inglesa. Esa escuela tiene sus antecedentes más remotos en el bailarín, coreógrafo, maestro y teórico John Weaver, pionero de la pantomima inglesa, quien a partir de 1702, en el célebre Teatro Drury Lane, contribuyó al desarrollo de un nuevo género: el ballet de acción, el cual ponía su mayor énfasis en la expresividad. No fue casual que la célebre bailarina francesa María Sallé, abanderada de la corriente expresiva en la danza escénica, escogiera a Londres para el estreno de su ballet Pigmalión, en 1734, donde se despojó de las máscaras inmutables y bailó con una túnica transparente, el pelo suelto y unas ligeras sandalias. La obra precursora de Weaver y la del célebre actor David Garrick habían convertido a la capital inglesa en un centro donde la expresión de los sentimientos, más que el virtuosismo técnico, eran los pilares de un buen ballet. En 1755, el francés Jean George Noverre, considerado el renovador del ballet en el llamado Siglo de las luces, convirtió a Londres en uno de los centros balletísticos más importantes de la época. Allí acudieron todos los grandes coreógrafos del período romántico y la pentarquía de sus más celebres intérpretes: Taglioni, Grisi, Grahn, Cerrito y Elssler. No hay que olvidar tampoco que fue en Londres donde, en 1828, Carlo Blasis, el más importante pedagogo del ballet en todo el siglo XIX, publicó su texto básico El código de Terpsícore. Desde finales de ese siglo, la bailarina danesa Adeline Genée, radicada en Londres, tras sus triunfos en los Teatros Alhambra y London Empire, dio un nuevo impulso al ballet en Inglaterra, al que contribuyeron también las visitas de los Ballets Rusos de Diaghilev, en 1911, las de la legendaria bailarina rusa Anna Pávlova, radicada en Londres desde 1912, y la labor allí de Serfina Astafieva, ex prima ballerina del Teatro Imperial Marinsky, de San Petersburgo. Se sentaban así las bases para la formación de las primeras figuras del ballet inglés, entre las que ocupa especial sitial Phyllis Bedells, quien reinaría en los escenarios ingleses a partir de 1914.

En 1922 se fundaría la Sociedad Cecchetti, donde el célebre maestro italiano Enrico Cecchetti, tras su larga experiencia en Rusia, contribuyó a la formación de bailarines noveles, pero de gran talento. Esa tarea pedagógica tendría sus puntos culminantes en las academias fundadas por María Rambert y Ninette de Valois, en 1920 y 1926, respectivamente. Ambas, con sus alumnos, posibilitaron la creación, en 1930, de la Sociedad Camargo, que realizó sus primeras funciones en el Teatro de Cambridge y en el Old Vic, con ballets creados por Genée, De Valois y Frederick Ashton, en los que participaron dos jóvenes figuras inglesas: Alicia Markova y Antón Dolin, quienes habían integrado, como Rambert y De Valois, los elencos de los Ballets Rusos de Diaghilev. Con el apoyo de Liliam Baylis, una entusiasta dama victoriana, la joven agrupación pasó de manera permanente a los predios del Old Vic, teatro en las afueras de Londres, dedicado hasta entonces al repertorio shakespereano. El conjunto habría de permanecer allí durante cinco años.

En 1931, apoyada nuevamente por la señora Baylis, la compañía pasó al renovado Teatro del Sadlers Wells, hecho que marcó el verdadero surgimiento de la primera compañía profesional estable en ese país, y también el embrión de lo que llegaría a ser la escuela inglesa de ballet.

Mientras esto ocurría en Inglaterra, ese mismo año el arte del ballet plantaba una nueva semilla para su desarrollo en la lejana Isla de Cuba, con la creación de la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro-Arte Musical de La Habana, donde surgiría la tríada fundacional de nuestro ballet, integrada por Alicia, Alberto y Fernando Alonso, la cual, al paso del tiempo, se convertiría en los forjadores de la escuela cubana de ballet que, junto a la inglesa, serían las dos únicas surgidas en el siglo XX.

Debut de Alicia en Giselle, en 1946. En la foto con Anton Dolin.
 

Desde esa década de los años treinta del pasado siglo datan las relaciones de las figuras claves del ballet inglés con las del ballet cubano. Alberto Alonso, como integrante del Ballet Ruso de Montecarlo, iniciaría su vida profesional en 1935, bajo la guía de Nicolas Sergueyev, ex regisseur de los Ballets Rusos, quien, tras la muerte de Diaghilev, se radicaría en Londres y reviviría allí las obras de la gran tradición romántico-clásica. Alberto actuó en Londres en repetidas ocasiones y allí tomó contacto con las principales figuras de la naciente compañía inglesa. Por su parte, Alicia y Fernando, en el Ballet Theater de Nueva York, desde principios de 1940, recibieron las enseñanzas de Anton Dolin, responsable del repertorio romántico-clásico en la compañía norteamericana, en la que Alicia llegó a figurar como estrella máxima. En esa etapa los Alonso trabajaron con la eminente pedagoga Margaret Craske y también asimilaron las enseñanzas de Antony Tudor, creador del ballet sicológico, de marcada tendencia expresiva, elemento básico en la futura escuela cubana de ballet. La fecha del 2 de noviembre de 1943 hermana al ballet inglés con el cubano, al sustituir esa noche Alicia Alonso a la Markova, protagonista de Giselle, ballet en el que tuvo como maestro, ensayador y partenaire al propio Dolin.

En 1946, Alicia y Fernando viajaron por vez primera a Londres, como miembros del Ballet Theatre, y en los predios del Covent Garden interpretaría la Alonso su primera Giselle en tierra europeas.

El 28 de octubre de 1948 nacería el hoy Ballet Nacional de Cuba, y en 1950 la Academia de Ballet Alicia Alonso, encargada de formar la primera generación de bailarines cubanos, institución en la que colaborarían personalidades inglesas tan relevantes como Mary Skeaping, quien montaría sus versiones de Cascanueces en 1952-1953 y El lago de los cisnes, en 1954; y la no menos célebre pedagoga Phyllis Bedells, quien transmitió a los bailarines y maestros cubanos sus ricas experiencias en los Cursos de verano que organizó la Academia en esa misma década.

En 1953 Alicia volvería a Londres para cosechar resonantes éxitos con el Ballet Theatre, establecer fuertes nexos con Valois, Rambert y Ashton, ser galardonada con la Medalla por la Coronación de la Reina Isabel II y, junto a Fernando, compartir las experiencias de los Cursos de Pantomima que allí impartía Tamara Karsavina, exestrella del Marinsky de San Petersburgo y de los Ballets de Diaghiliev, radicada en Londres tras la muerte de este en 1929

En el desarrollo posterior de ambas compañías podemos encontrar similitudes que las hermanan en el loable empeño de hacer del ballet un arte reflejo de una identidad nacional, con una proyección cada vez más popular. En el periodo de 1939 a 1945, en medio de los horrores de la Segunda Guerra Mundial, la compañía del Sadller´s Wells, con figuras ya cimeras como Margot Fonteyn, Robert Helpman y Frederick Ashton, no vaciló en abandonar sus escenarios habituales para ofrecer sus presentaciones a los soldados británicos en tarimas improvisadas en los frentes de batalla.

La compañía cubana, desde su nacimiento, debió combatir también, pero por su subsistencia, frente al escaso apoyo oficial, las incomprensiones y las agresiones de los gobiernos de turno que padeció la nación, entre ellos la dictadura batistiana, que en 1956 casi logró destruirla. Paradójicamente, el 26 de octubre de ese mismo año, una Carta Real aseguró definitivamente los destinos de la principal compañía de la Gran Bretaña, dándole su sede oficial en Covent Garden, ya con el nombre de Real Ballet de Londres. Tres años después, el Gobierno Revolucionario, instaurado en Cuba por la Revolución triunfante, reorganizó las diezmadas huestes del ballet cubano y, el 20 de mayo de 1960, sería el propio Comandante Fidel Castro el encargado de firmar la Ley 812, que garantizó los destinos futuros del hoy Ballet Nacional de Cuba.

1978. Alicia coronada de laureles por Anton Dolin, en el aniversario 35 de su debut en Giselle.
 

Desde entonces ambos movimientos danzarios han mantenido hermosas relaciones, que incluyen las visitas del prestigioso crítico Arnold Haskell, quien en 1967 definió a Loipa Araújo, Aurora Bosch, Mirta Pla y Josefina Méndez como Las Joyas del ballet cubano, apelativo con el que han sido reconocidas mundialmente; e impartió valiosas conferencias y seminarios, que contribuyeron a la formación de especialistas cubanos en la rama del ballet.

Especial relevancia han tenido las actuaciones de figuras representativas de las más importantes compañías de ballet surgidas en la Gran Bretaña en los festivales internacionales de ballet de La Habana, a partir de su creación en 1960; y las de figuras cubanas en esos conjuntos británicos, cuyos puntos cimeros los constituyen la obra sostenida, durante más de una década, por Aurora Bosch en la Central School of Ballet y por Loipa Araujo, como maitre invitada del Royal Ballet y como directora artística asociada del English National Ballet. A esta hermosa relación hay que añadir, muy especialmente, las actuaciones de dos de las más eminentes figuras masculinas de la escuela cubana de ballet: José Manuel Carreño y Carlos Acosta, este último merecedor de importantes galardones, como el Premio Laurence Olivier, la Orden de Caballero del Imperio Británico, el Premio de la Coronación de la Reina Isabel II, otorgado por la Real Academia de la Danza, y su designación como director del Royal Birmingham Ballet, a partir del 2020, por sus aportes al ballet de esa nación. Figuras británicas tan relevantes como Antoniette Sibley, Georgina Parkinson y Wayner Sleep, han visitado la sede del BNC y la Escuela Nacional de Ballet, interesadas por conocer las peculiaridades metodológicas de nuestra escuela, especialmente en lo referente al trabajo con los bailarines masculinos.

El Ballet Nacional de Cuba ha enriquecido su repertorio con las obras de siete coreógrafos británicos, ha llevado su arte a la Gran Bretaña durante siete visitas a ese país y, en el 2009, en fraternal reciprocidad, el Royal Ballet, bajo la dirección de Monica Mason, actuó en Cuba, ocasión que sirvió para rendir merecido tributo al Alma Mater del ballet cubano, la prima ballerina assoluta Alicia Alonso.

Una vez más, el arte verdadero ha cumplido su más hermosa misión: unir a los pueblos del mundo mediante el lenguaje universal de la danza.