Danza y Plástica: ¿Reto o complemento?

Miguel Cabrera
11/4/2019

Tan antiguas como sus respectivas historias son las relaciones entre la danza y las artes plásticas. Plástica ella misma en su esencia, la danza, desde que traspasó las limitaciones de los rituales mágicos y las ceremonias religiosas, para transitar los caminos del espectáculo, ha querido y sabido ser fiel a esa necesaria cercanía, que a ambas partes enaltece y enriquece. La historia del ballet, la más antigua de las formas de la danza espectacular en nuestro hemisferio, es testimonio de ello.

Las relaciones entre la danza y las artes plásticas son tan antiguas como sus respectivas historias.
Fotos: Cortesía del autor

 

La inicia Leonardo Da Vinci haciendo los bocetos de vestuario para los espectáculos, que en los palacios renacentistas italianos gestaban una nueva forma de concebir el lenguaje del cuerpo, apropiándose del rico caudal de baile acumulado por las masas durante siglos de represión feudal.

Desde que en el siglo XVII, con la creación de la Academia Real de la Danza —hoy Ópera de París— el ballet inició su trayectoria profesional, al pasar de los salones cortesanos al escenario teatral, son muchos los ejemplos que figuran en ese camino de colaboración y aportes mutuos. La simple enumeración del aliento inspirador brindado a la plástica por el hecho danzario y sus figuras más representativas, y la respuesta recíproca de los plásticos en materia de diseño, incluido en él los decorados, los vestuarios, las luces y la utilería, llevarían páginas enteras.

La historia de la danza no pocas veces ha encontrado su enriquecimiento en esa estrecha colaboración. ¡Cuánto han contribuido a su riqueza testimonial pintores como Lancret y Van Loo, gracias a los cuales podemos hoy día apreciar la magnitud de la revolución en el campo del vestuario y la expresividad, llevados a cabo por María Camargo y María Salle, respectivamente, en la primera mitad del Siglo XVIII! O los retratos de Fragonard para conocer a Madeleine Guimard, la más célebre estrella de la segunda mitad de ese siglo, cuyo teatro particular, en las afueras de París, llamado El Templo de Terpsícore, escenario de muchas de las más atrevidas obras del período, fuera decorado por él.

El XVIII fue también para la danza “el Siglo de las luces”. Es el momento decisivo en que se convierte en un género independiente de la ópera, y aumentan los reclamos para que se comprenda que la técnica es solo un medio para llegar al gran objetivo: la expresión de la rica gama de los sentimientos humanos.

El ballet de acción, fruto de esa exigencia, encontrará en Jean Georges Noverre no solo a su más importante coreógrafo, sino también a su teórico más esclarecido. En sus Cartas sobre la Danza y los Ballets, célebre texto publicado en 1758, y cuya vigencia ha desafiado el paso de los siglos, nos deja constancia de la necesidad del trabajo de equipo para lograr una obra válida y de la estrecha unión existente entre la danza y la plástica.

“Todas las artes van de la mano y son como el conjunto de una familia numerosa… Cada una toma rutas diferentes y cada una tiene diferentes principios, pero todas poseen ciertas similitudes que anuncian su íntima unión y la necesidad que tienen unas de otras para embellecerse. Un ballet es un cuadro, la escena es la tela, los movimientos mecánicos de los figurantes, los colores; su fisonomía, si se me permite expresarme así, el pincel; y el conjunto y la vivacidad de las escenas, la elección de la música, la decoración y la ropa son el colorido; el compositor, es decir, el coreógrafo, es el pintor”.

Y más adelante nos añade: “Un ballet es una pintura viva de las pasiones, las costumbres, los usos, las ceremonias y las ropas de todos los pueblos de la tierra… debe hablar al alma por medio de los ojos… La danza es una hermosa estatua agradablemente dibujada. Si a eso le añadimos el sentimiento que la anima, el genio que la ilumine y el talento que la enseña a expresarse habremos dotado de ‘alma’ a la estatua convertida en bailarín”.

El Romanticismo, que en el campo del ballet se inicia en 1832 con el estreno de La Sílfide, dio al diseño de escenografía y vestuario la misma imaginativa inspiración que a coreógrafos, bailarines y músicos, lográndose una unidad no conocida hasta entonces en el campo de la danza espectacular. Los escenarios de Pierre Ciceri y los célebres tutús, a la media pierna, de Paul Lormier, abrieron el camino de la fantasía que tanto reclamaba el baile en puntas. ¡Cómo dejar de mencionar, en esta relación de aportes, al ilustre pintor e ilustrador suizo Alfred Edouar Chalon, cuyas litografías nos han permitido tener una imagen fiel del físico y hasta del baile, de la gran pentarquía de estrellas de este período, integrada por Taglioni, Grisi, Grahn, Elssler y Cerito, gracias a lo cual ha podido recrearse en nuestros días la esencia del estilo romántico, como es el caso del Grand pas de quatre, por solo citar el más conocido ejemplo.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX, el centro mundial del ballet pasó a los Teatros Imperiales de Rusia, donde la triada integrada por los coreógrafos Marius Petipa y Lev lvanov y el compositor Piotr I. Chaikovski, hizo cristalizar un nuevo estilo danzario: el clasicismo. Obras como La bella durmiente (1890), Cascanueces (1892) y El lago de los cisnes (1895), trajeron un nuevo reto, con sus estructuras en tres y cuatro actos y un virtuosismo técnico a ultranza. Pintores y diseñadores debieron responder a esas fastuosas puestas creando bosques encantados, castillos y palacios medievales, paisajes de países remotos, así como un nuevo vestuario: el tutú clásico que dejaba ver las piernas con las que las bailarinas hacían giros múltiples, saltos y equilibrios en punta. Tras el retiro de Petipa, en 1903, el equilibrio logrado con el trabajo de equipo fue roto, surgiendo ballets repetitivos, con música y libretos anacrónicos y una coreografía más cercana a la acrobacia circense que a la pura técnica académica. De ello nos dejó hermosa constancia el famoso pintor francés Edgar Degas, en sus célebres recreaciones sobre las bailarinas de la Ópera de París, en la segunda mitad del siglo XIX.

Bailarinas, por Edgar Degas.
 

Mijail Fokine, destacada figura del Ballet del Teatro Imperial Marinsky, de San Petersburgo, sería el encargado de renovar el arte del ballet a principios de este siglo. En su célebre Manifiesto, de 1905, siglo y medio después volvían a escucharse los reclamos del gran Noverre para sacar al ballet de una nueva crisis. Nos dice Fokine:

“Era evidente que para los artistas plásticos la idea de trabajar para el ballet y dibujar siempre las mismas sayas cortas no resultaba muy atractiva y no se sentían estimulados a unir su arte creador con un arte anquilosado en forma fija e invariable (…) Alexander Benois comenzó a contemplar la idea de un ballet ruso en Europa. Nuestro trabajo en común y, sobre todo, las experiencias que compartimos, nos unieron mucho. Por él conocí a un grupo de artistas de la altura de León Bakst y Nicholas Roerich. En una de estas veladas hablamos sobre la conveniencia de unir el mundo de los pintores con el ballet y del nuevo rumbo que tomaba este arte y las posibilidades que esta unión nos ofrecía. No eran, por entonces, capaces de comprender que el ballet podía asumir las formas más variadas. Los experimentos e investigaciones sobre ballet aún no habían llegado a esos artistas y ellos pensaban poco en ese arte. ¿Acaso no era por esto que la revista El mundo del arte casi nunca mencionaba al ballet y no aparecía en ella la menor sugerencia sobre la necesidad de reformas y menos aún, un plan concreto o alguna sugerencia para lograrlas? (…) Desde el inicio mismo de mi revaluación total del ballet, comencé a considerar la danza no como un acercamiento servil del bailarín al público, sino como la expresión multiforme del ser, pues libre de trajes engorrosos, puede expresarse con todo el cuerpo (…) Yo sostengo —nos dice Fokine finalmente— que cuando se unen varias formas artísticas en un solo empeño, todas se hacen igualmente importantes y una de ellas no debe prevalecer sobre las demás. Un arte inflama al otro. Con este libre intercambio, mediante esta inspiración mutua de los practicantes de diversas formas artísticas, se alcanza el entendimiento de la vida y el descubrimiento de sus bellezas”.

Las reformas de Fokine, imposibles de aplicar en los reaccionarios marcos del ballet imperial, se volvieron realidad cuando en 1909 se convirtió en coreógrafo principal de la célebre compañía de Los Ballets Rusos, dirigida por Sergio Diaghilev.

En su afán de dar un nuevo enfoque al vestuario y a la escenografía del ballet y hacerlos parte esencial en cada puesta en escena, la compañía de Los Ballets Rusos de Diaghilev, con Fokine a la cabeza, se dio a la tarea de atraer a este arte a las figuras más relevantes de las artes plásticas y sensibilizar a sus otros coreógrafos para que concibieran sus obras con una nueva proyección. En virtud de esa política, entre 1909 y 1929, se sumaron al ballet grandes diseñadores y también célebres pintores que, en calidad de diseñadores de escenografía y vestuario, llevaron al ballet todos los “ismos” que en el primer cuarto de siglo revolucionaron el quehacer plástico. De este encuentro el ballet salió sumamente enriquecido.

El neorromanticismo de Benois en Las Sílfides; el folklorismo de Nicholas Roerich en las Danzas polovtsianas; el orientalismo de León Bakst en Shehérezade; el cubismo de Picasso en Parada; el surrealismo de Joan Miró y Marx Ernst en Romeo y Julieta; o el constructivismo de Naum Gabo y Anton Pevsner en La gata, son ejemplos significativos. Sin embargo, es imposible omitir los aportes de otros artistas de relieve como Mijail Larionov, Alexander Golovin, Natalia Gontcharova, Juan Gris, Giorgio de Chirico, José María Sert, André Derain, Henri Matisse, Jacques Braque o Maurice Utrillo.

La danza, Henri Matisse (1909).
 

Esta revolución incluyó audacias como las mallas con pétalos de El espectro de la rosa, en 1911, o el vestuario deportivo diseñado también por Bakst, en 1913, para el ballet Juegos, de Nijinski, modalidad que volvería aún en forma más audaz en 1924, con los vestuarios de Coco Chanel para El tren azul, de Bronislava Nijinska. Con su gran talento y visionaria pupila, el gran Augusto Rodin nos mostraría en varias de sus obras su peculiar forma de captar el hecho danzario y la personalidad de eminentes figuras del periodo, como fueron sus esculturas de Vaslav Nijinski e Isadora Duncan, por solo citar ejemplos cimeros.

En 1927 los constructivistas incluyeron por primera vez en la escena del ballet el uso del plástico en vestuarios y decorados. Es una fructífera parábola en la que hay que incluir también los aportes del Bauhaus a la danza expresionista alemana, con Wigman y Palucca a la cabeza; o los de Dalí, Chagall, Fernand Léger y Vasarely, para conjuntos de tanto prestigio como el Ballet Ruso de Montecarlo, los Ballets Suecos de Rolf de Maré, el Ballet del Marqués de Cuevas, el Ballet Theatre de New York o el Ballet Nacional de Canadá. Desde entonces los bailarines no solo usaron estas novedades, sino que se han movido entre audaces elementos escenográficos, precursores de los que muchos años después hicieran Isamu Noguchi, Alexander Calder y Robert Rauschenberg para las Compañías de Danza Moderna de Martha Graham y Merce Cunningham; los que han trabajado para el Teatro de Danza de Alvin Nikolais y otros conjuntos de vanguardia. Un último e ilustrativo ejemplo de esta permanente relación-renovación podemos encontrarlo en El presbíterio no ha perdido nada de su encanto ni el jardín de su esplendor, ballet de Maurice Béjari en el que los diseños de Gianni Versace se unieron a la coreografía bejartiana y la música de Mozart y el grupo Queen, para dar un grito de alarma frente al flagelo del SIDA y honrar la memoria del bailarín argentino Jorge Donn y el cantante inglés Freddie Mercury.

El ballet cubano no ha sido ajeno a esa histórica relación entre la danza y las artes plásticas. Su más antiguo antecedente podemos encontrarlo inclusive en fechas anteriores a la fundación de la primera compañía profesional de este arte en el país, el 28 de octubre de 1948, el hoy Ballet Nacional de Cuba. El 27 de mayo de 1947 el gran pintor cubano Carlos Enríquez se vinculó al ambicioso proyecto del coreógrafo Alberto Alonso de crear el primer ballet que llevara a la escena los conflictos sociales de la Cuba de la época: Antes del alba, que contó con la participación del libretista español Francisco Martínez Allende, el compositor cubano Hilario Gonzalo, y Alicia, Fernando y el propio Alberto en los roles principales. Fue la única incursión del gran maestro de nuestra plástica como diseñador de la escenografía y el vestuario de la obra, cuyos bocetos forman hoy parte valiosa de los fondos del Museo Nacional de la Danza.

Diseño de vestuario de Antes del Alba (Carlos Enríquez).
 

Al crearse el hoy Ballet Nacional de Cuba, siete décadas atrás, tuvo entre sus grandes objetivos desarrollar una magna obra que incluye los aportes más valiosos del arte y la cultura nacional, entre ellos la plástica, la música, la literatura y el teatro. En 1952, el coreógrafo José Parés trabajó con el pintor Leovigildo González en los diseños de escenografía y vestuario de Delirium, obra estrenada ese mismo año. En la larga lista de colaboraciones figuran, entre otras, las de Sandú Darié para Dinámica, una creación colectiva estrenada en 1971, y para Prisma, de Gustavo Herrera (1978); de Salvador Corratgé para el ballet A Santiago, de Alberto Alonso, en 1972; las de René Portocarrero para Salomé, de Jorge Lefebre (1975); las de Leandro Soto para Redes (1981) y Al tercer día de lluvia (1982), ambas coreografiadas por Humberto González; las de Luis Martínez Pedro para Akamanyere, de Gladys González (1982 ); los bocetos inspiradores del pas de deux entre Adela y Pepe Romano, para La casa de Bernarda Alba (1975) y el telón frontal de El triunfo de Afrodita, de Servando Cabrera Moreno, ambas con coreografías de Iván Tenorio; la escenografía creada por Zaida del Río para Umbral, de Alicia Alonso (2000) y el telón frontal de José Luis Fariñas para Muerte de Narciso (2010), también de la Alonso.

Umbral, coreografía de Alicia Alonso y escenografía de Zaida del Río.
 

Esa peculiar relación se ha movido en otra vertiente y esta ha sido la inspiración que les ha brindado importantes obras de la plástica cubana a los coreógrafos del Ballet Nacional. En esa lista figuran La siesta, de Guillermo Collazo, presente en Tarde en la siesta, una joya coreográfica surgida del talento de Alberto Méndez, estrenada en 1973; Flora, de René Portocarrero, para el homónimo de Gustavo Herrera; Evasión, de Marcelo Pogolotti, para el ballet homónimo de Hilda Riveros (1980), Frutas y realidad, de Mariano Rodríguez, para el homónimo de Gladys González (1980); Trapiz, inspirada en los célebres trapices de Umberto Peña, creada por Iván Tenorio en 1980; Leyenda para una flor, de Luis Martínez Pedro, para la creación de igual nombre de Gladys González (1983); o Imágenes de Dalí (2004), ballet de Rafael del Prado inspirado en la obra del gran surrealista español.

Notables figuras de la plástica internacional también figuran en el repertorio de la compañía. Son ellos el pintor chileno Julio Escámez para Calaucán, de su compatriota Patricio Bunster (1962); el venezolano Jesús Soto, para Génesis, de Alicia Alonso (1978); y Pablo Picasso, en El sombrero de tres picos, versión creada por el español José Antonio (1988), a partir de la original de 1919, para el estreno mundial con Los Ballets Rusos de Diagiliev.

Tarde en la siesta, Alberto Méndez.
 

A la riqueza plástica del repertorio del Ballet Nacional de Cuba, en sus 71 años de fecunda existencia, han contribuido más de un centenar de diseñadores, tanto nacionales como extranjeros. En la primera etapa de vida de la compañía fueron esenciales los aportes de Fernando Tarazona, Luis Márquez, Andrés (García), Fico Villalba, Henry Echevarría, Bebo Álvarez, María Julia Casanova, Rubén Vigón, María Elena Molinet, Eduardo Arrocha, Julio Castaño y Efrén del Castillo. Posteriormente y hasta nuestros días ha sido de incalculable valor la obra sostenida de creadores como Salvador Fernández, Otto Chaviano, Ricardo Reymena, Carlos Repilado, Gabriel Hierrezuelo, Manolo Barreiro, Frank Álvarez y Erick Grass, quienes con talento e imaginación han enfrentado los retos de la escena contemporánea. Del exterior habría que reconocer, particularmente, los nombres del danés Allan Fridericia, el alemán Armin Heinemann, el dominicano Oscar de la Renta, el italiano Guido Fiorato y los españoles Pedro Moreno, Nacho Ruiz, Jesús del Pozo, Antonio Miró y Victorio y Lucchino.

Punto culminante de ese mutuo enriquecimiento lo constituyó el ballet Cuadros en una exposición, creado en 2006 por Alicia Alonso, a partir de la obra de pintones tan afamados como Alfredo Sosabravo, Roberto Fabelo, Ángel Ramírez, Alicia Leal, Zaida del Río, Gólgota, Wiliam Hernández, Arturo Montoto, Ileana Mulet, Nelson Domínguez, Cosme Proenza, donde intervino también Ricardo Reymena como coordinador y productor escénico.

La fotografía cubana ha sido fiel testimonio del hecho danzario, al dejarnos imágenes con categoría icónica. Entre esos nombres básicos pueden encontrarse los de Armand, Julio Berenstein, Tito Álvarez, Julio Caballero, Luis Castañeda, Chinolope, Livio Delgado, Miguel Ángel Amador, José Antonio Pola, Graciela Gómez, Guillermo de Jesús, Korda, J. J. Vidal, Osvaldo y Roberto Salas, Enrique Falcón, Jorge Valiente, Ernesto Fernández, Francisco Bou, Rogelio Moré, Frank Álvarez; y en los últimos años, los de Ramsés H, Batista, Gabriel Dávalos, Landi Mesis, Yailín Alfaro, José Ignacio, Leysis Quesada y Nancy Reyes. No sería justo omitir los nombres de varios artistas del lente procedentes del extranjero, que se han acercado con aguda pupila al fenómeno escénico que constituye Alicia Alonso y la escuela cubana de ballet. Son ellos los mexicanos Tonatiuh Gutiérrez y Roberto Aguilar, los argentinos Alicia Sanguinetti y Jorge Fama, la hispano-boliviana Pilar Rubí, los italianos Enzo Conde y Alfredo Cannatello, la sudafricana Nanette Melville, los españoles Isabel Muñoz Perez Altar y José Guindo, los norteamericanos Rebekah Bouman, David Garten, Eric Polizer y John Rowe.

Los Festivales Internacionales de Ballet, desde su creación en 1960, han sido marco propicio para la unión de la plástica y la danza, y ello se ha visto reflejado en las múltiples exposiciones realizadas en galerías oficiales, vestíbulos de los teatros y en espacios públicos. En ellas han dejado su testimonio artistas como Manuel Mendive, Nelson Domínguez, Ernesto García Peña, Lázaro Domínguez, Rafael Paneca, Evelio Lecour, Nazario Salazar, Wiliam Carmona, Sergio Moreno y Fausto García.

En este primer cuarto de siglo XXI, podemos volver al gran Noverre, porque su sabiduría, siempre más allá de su tiempo, nos dejó esta irrefutable e intemporal verdad:

“Que los creadores desciendan del Valle Sagrado, que los artistas encargados de las distintas partes de una puesta en escena actúen de común acuerdo y se ayuden mutuamente. El espectáculo tendrá así un éxito enorme y los talentos reunidos triunfarán siempre. Los celos de baja categoría y una desinteligencia indigna de grandes hombres solo pueden deshonrar a las artes, envilecer a quienes las profesan y oponerse a la perfección de una obra que exige tantos detalles y belleza distintos. Un espectáculo así lo he considerado como un gran cuadro que debe ofrecer lo maravilloso y sublime de la pintura de todos los géneros, cuya tela debe ser abocetada por un hombre célebre y pintada de inmediato por pintores hábiles de géneros opuestos, que, animados todos por el honor y la noble ambición de agradar, deben terminar la obra maestra con ese acuerdo e inteligencia que anuncian y caracterizan a los talentos verdaderos”.